sábado, 29 de marzo de 2008

Tutti

A juzgar por el besuqueo del que fui objeto, se ve que me extrañaron. Incluído el maestro S que me sonrió desde lejos y esbozó su gutural “¡Salute!”, que a esta altura aprendí a interpretar con cariño y ya no me suena a toque de queda mafioso.
Este año el objetivo es desempolvar el magnífico “Dioclesiano” de Purcell y
lucirnos con la brillantez acostumbrada en una deslumbrante puesta en escena que, por ahora, viene cobrando forma en la intrincada mente de nuestro genial director. El “Diocle” entre otras cosas… Porque el coro mormón que siempre nos acompaña declinó la propuesta de cantar junto a nosotros nada menos que “Salomón” (digamos que con soltura y elegancia nos mandaron al carajo…) y ello desestabilizó los planes del maestro S hasta casi hacerle perder los estribos y el pelo. Pero como somos un coro patotero y aguerrido vamos por más y esta temporada promete dar que hablar.
A la hora señalada comenzó el ensayo. Estamos todos… o casi. Las sopranos perforando los tímpanos y los tenores “missing in action”, para variar. Hebe se me pegó como estampilla, fiel a su costumbre de olvidar la partitura y leer de prestado. Víktor me saludó con complicidad, sabiendo guardar el secreto. Mónica “voz de trueno”, encabezando la tropa de contraltos, salivaba con pasión la cara del director que, imperturbable, continuaba marcando “pianissimo”.
Todo sigue igual, afortunadamente.
Y yo con estas ganas de cantar… ¡desesperadamente!

martes, 25 de marzo de 2008

Be careful with my heart

Hoy se me dio por leer para atrás. Nunca lo hago, prefiero no hacerlo porque a veces recordar es ingrato, más aún si estás en esos días nublados en que todos los engranajes giran en el sentido contrario y cualquier cosa puede ser mal interpretada, las palabras suenan hirientes, se clavan como dardos envenenados y sólo deseás poner reversa y volver el tiempo atrás.
Será que fue éste el fin de semana más tedioso de mi vida, que comí demasiados huevos de chocolate o que simplemente equivoco el camino… Será que mi deseo se hundió entre los corales y no debo esperar más… Será que tengo tanto miedo del futuro que no logro avanzar... Será que estoy sola, a la deriva otra vez.

lunes, 24 de marzo de 2008

De obsesiones y manías

El otro día hablaba con mi cable a tierra de esas conductas obsesivas que nos dominan y nos muestran a los ojos de los demás (las personas “normales”) como auténticos alienados, candidatos al Borda. Aunque algunas manías parezcan cómicas, como la aversión desmedida a los tobillos anchos o a las mujeres de pelo corto o a la sopa de caracoles, todas encierran cierto grado de locura y no hay que restarles importancia.
Yo siento una pasión descontrolada por los hipermercados. Me gusta pasearme entre las góndolas, mirar los productos, comparar precios, hacer las cuentas para ver si las ofertas son lo que parecen. Y si no… tengo preparada la birome para escrachar los cartelitos con mi frase célebre “ESTA OFERTA ES
MENTIRA” para que compradores ingenuos, apurados, distraídos o simplemente apáticos no caigan en la burda trampa mercantil y se lleven una botella de aceite de 3 litros que parece más barata que dos de 1,5 y que en realidad no lo es.
Ni hablar de los supermercados chinos a los cuales rara vez entro. Me da escalofríos comprobar que las fechas del yogur y el queso crema están vencidas. Y pese a las protestas de mi marido que lo único que quiere es comprar rápido y salir a fumar un pucho tranquilo, junto en el carrito todos los lácteos que soy capaz de cargar y los deposito con sonrisa triunfadora en la caja. “Todo esto está vencido. Te hice el favor de sacarlo de la góndola, ahora tiralo”. Ya sé que lo vuelven a poner donde estaba pero no me importa. El día que aparezca degollada en una zanja con un cartón de leche chorreando en mi cabeza, sabrán que fui víctima de la mafia china.
Mi hermana hace honor al lema “No te vayas sin pedir tu factura” y es obsesiva de los locales de ropa coreanos del Once que no facturan ni en pedo. Revuelve todas las prendas, amontona perchas en el mostrador y, cuando llega el momento de pagar, pide el ticket. Luego de la típica discusión acalorada mitad español, mitad coreano ininteligible y algún que otro improperio de significado universal, pone cara de reina ofendida y se va sin comprar nada dejando atónitos a los orientales que gesticulan amenazadores en medio del montón de ropa.
Recuerdo a una profesora de literatura del colegio que sentía fatal repugnancia por las faltas de ortografía y no dudaba en sacar el lápiz de labios rojo sangre y remarcar grotescamente carteles y avisos en la vía pública si consideraba que la falta insultaba su inteligencia.
Una obsesión común a la mayoría de las mujeres es la depilación. No quiero echar más leña al fuego porque veo que infinidad de blogs tocan este tema a diario y al final todas estamos de acuerdo en lo mismo: BASTA DE PELOS!!!!
Mi tía tiene colgados de la pared infinidad de platos y platitos decorativos. Cada tanto agrega uno nuevo. Y necesita verlos brillar permanentemente, es su desvelo. Por eso cada mañana, después de desayunar, agarra la franela y dale que dale platito por platito, una especie de ceremonial.
Mirar veinte veces si la llave del gas está cerrada es una conducta obsesiva bastante típica. Como llevar dos libros en la cartera por si justo se termina el que estás leyendo y te quedás sin lectura para el viaje. Pero ir a un hotel y llevar tus propias sábanas o a las tres de la mañana antojarse de un baño de fango del Mar Muerto o usar lentes a prueba de balas o tomarse la temperatura cada dos horas… Bueno, ahí ya estás “tocame el vals”…

(Escrito y publicado para Se Termino la Joda, marzo de 2007)

domingo, 23 de marzo de 2008

Cabaret

From cradle to tomb
Isn't that long a stay.
Life is a Cabaret, old chum,
Come to the Cabaret.

Es noche cerrada. La calle Corrientes estalla de luz y un rugido ensordecedor anuncia la hora del show.
Come to the Cabaret…

Por un instante quisiera dejar atrás las penas, olvidar los prejuicios y bailar sin sensatez ni sentimientos al son cadencioso del jazz… Portaligas, los labios pintados de carmín, un sombrero negro y el humo del cigarrillo sobre mi piel. Sentir que nada más importa, que ¡la vida es divina!
Come to the Cabaret…

Sexo, glamour, fama y dinero… Quiero, por una noche, ser una chica del Kit-Kat-Klub, despojarme de toda emoción y bailar desenfrenada hasta enloquecer.
Come to the Cabaret…

sábado, 22 de marzo de 2008

Dumas, un café y el Actor

Convencida, ansiosa, el paso rápido y un hilo de baba deslizándose por la comisura de los labios… Entré a la librería, no me detuve como otras veces a curiosear las páginas vetustas de cientos de libros que duermen aplastados bajo el polvo sin orden ni consideración. No podía esperar. Mi tesoro estaba allí, sólo restaba cerrar el precio y la colección completa de Dumas (en francés) pasaría a mis manos. Y así fue. Uno por uno, fui embolsando los tomos antiquísimos, ojeando con pasión las páginas amarillentas con olor a moho, la letra tan pequeña y extremadamente rica, esa prosa que es mi éxtasis y me embriaga hasta perderme en los intrincados laberintos de un pasado más feliz.
Seguí mi camino arrastrando la mochila pesadísima, radiante, la sonrisa más ancha del mundo, pisando todas las baldosas flojas de mi San Telmo viejo y querido. Tenía tiempo y pintaba un cafecito en el bar de la esquina, el de las mesas garabateadas, la voz de Nat King Cole escapando por la ventana como un arrullo sereno y nostálgico me invitaba desde lejos… “Unforgettable in every way…”
Me senté en una mesa apartada, lejos de cualquier interferencia, bien dispuesta para la lectura, deseando Dumas, necesitando Dumas…

-¿Me puedo sentar con Ud… “MARIA BONITA”?

Clik… Por un segundo me desconecté, no podía pensar con claridad y entonces… el recuerdo a cañonazos, él seguía parado frente a mí, su pelo negro y las cejas tan espesas, igual después de tanto tiempo… El Actor. Nos reímos, fue una risa cómplice, espontánea y al instante estábamos charlando como viejos amigos.
Y hablamos mucho, un poco reticentes a recordar el pasado que nos cruzó sin querer en un romance fugaz, apasionado, secreto, y nos abandonó luego a la deriva, sin consecuencias ni reclamos ni tristeza. Lo que pasó, pasó. Podría decir que fue mi cuarto de hora con la fama, pero ni siquiera...
Lo recuerdo bien. Nos conocimos en un bar cercano a mi antiguo departamento, cada domingo desayunábamos a la misma hora, leyendo el mismo diario, en mesas distantes, cruzando alguna mirada y un “Hola” ocasional. Yo sabía quién era, lo había visto en televisión y en el cine, pero no podía recordar en qué película y papel.
Un día se sentó a mi mesa.

-¿Cómo te llamás?
-María.
-Para mí serás “MARIA BONITA”.


Y ese fue el comienzo de la historia. Después no volvimos a vernos, hasta hoy.
Compartimos un café, una hermosa charla y nos despedimos con un fuerte abrazo, sin quedar en nada, sin volver la mirada. Tal vez algún día, dentro de otros diez años, volvamos a encontrarnos “de casualidad”. Quién sabe… La pregunta es cómo nos encontrará la vida entonces...

miércoles, 19 de marzo de 2008

El olor del recuerdo

Últimamente me pasa seguido… eso del recuerdo involuntario, inquietante, como una ola que viene y se va, tan fugaz que no terminás de definir la línea que separa la memoria de la imaginación. Un olor a la vuelta de la esquina y ese olor trae a marejadas el recuerdo de una época entera y los hechos se encadenan entre sí sin que puedas evitarlo, y un maravilloso día de sol puede transformarse mágicamente en la peor de las pesadillas (difícilmente al revés).
La noche me sorprendió haciendo la cola en la pescadería, tratando de decidir entre el pollo de mar y un gatuzo que me miraba con esa cara de Pantriste... Tengo una curiosidad morbosa con los pescados, me hipnotizan los ojos vidriosos, los dientitos como agujas, esa actitud sospechosamente pasiva, como si de pronto fueran a girar la cabeza y arremeter a coletazos contra el pescadero y su caterva de doñas Rosas.

P: ¿No quiere lenguado, señora?
Yo: No, no… Lo que tenga fileteado, sin espinas.

A punto estuve de agregar “sin ojos ni escamas” pero entonces TODOS sabrán de mi aversión a las cosas muertas que duermen el sueño eterno en una heladera y miran sin ver y son tan reales y huelen tan raro…
Traté de evitarlo y no pude. Visualicé… fue como una ráfaga. Esa vez que fuimos con la tía al
Mercado de Pescado a verlo a Don Salvador, el marido de Lidia, porque la tía tenía que darle no sé qué cosa a Lidia y en vez de ir a la casa se le ocurrió que era mejor acortar camino y mandárselo a través de Salvador.
El olor nos atajó a unas tres cuadras, nauseabundo, pegajoso… Caminamos por las calles desoladas atisbando de reojo cualquier movimiento extraño, aunque era de día y en aquel entonces no había por qué temer. La desolación se debía al olor y a que el Mercado estaba siendo desmantelado paulatinamente.
Don Salvador tenía su puesto desde hacía añares. Había sido marino pero “desde el accidente” vendía pescado.
Nos saludó con sus maneras hoscas y se acercó rengueando. Entonces me pregunté si tal vez habría luchado con un tiburón y ahora tenía pata de palo, no podía dejar de mirar sus pies e imaginar garfios de piratas y dientes monstruosos.
Y los pescados me miraban desde el mostrador…
La tía hablaba sin parar pero yo no la escuchaba. De pronto Salvador pasó veloz por mi lado,
agarró el pescado más grande y más bocón, con los ojos como de gelatina, y empezó a sacudirlo delante de mi cara como si fuera una marioneta. Ay, no… ¡¡¡¿POR QUÉ ME PASAN ESTAS COSAS?!!! Emitía sonidos cavernosos y chapoteantes y yo estaba como paralizada mirando al pescado que bailoteaba en espasmos antinaturales… Salvador reía a carcajadas y yo sentía un frío oceánico que me subía por las costillas. Gracias a Dios, la tía se interpuso y lo obligó a detener la pantomima, pero para ese entonces yo temblaba de arriba abajo, aterrada.
A modo de consuelo, aunque probablemente sin entender por qué no me hizo gracia la broma, Salvador me regaló un kilo de cornalitos y unos talonarios de remitos “para dibujar”, eso dijo. Y nos fuimos rápido y en silencio, con el pelo y la ropa oliendo a arenque podrido.
Cómo son las cosas… Un episodio que no dura más de diez minutos y el recuerdo se queda pegado a la nariz toda una vida.

P: Señora… ¡Señora! ¿Algo más?
Yo: … ¿Eh? Ah, perdón… ¿A usted también lo mordió un tiburón?

lunes, 17 de marzo de 2008

Porque te quiero, te aporreo

“Quiero que te desesperes por mí, que sufras por mí… que llores por mí.”

Lo dijo muchas veces, en ocasiones variadas, aún en los momentos de placer extremo cuando sólo deseás que te acaricien la espalda suavecito y te endulcen los oídos con palabras tiernas. Pero entonces escuchás la frase célebre y dudás… ¿Me adora y quiere verme sufrir? ¿Sufrir cuánto? ¿Hasta dónde?
Le estoy dando vueltas al asunto desde hace días. Porque hasta ahora nunca me había desesperado realmente. Desesperación del momento, sí… Desesperación
pasajera que va y viene y se borra bajo la mirada atenta de mi rey, sin secuelas.
Pero esta vez es distinto, como que mordí el polvo. Me siento como de quince años y no hay aria de Vivaldi que me quite de la cabeza esta nube negra.
Necesito otras vacaciones, un trago fuerte y una noche con Lagardere, de incógnito, espadas, duques y el muerto que pide venganza.
O tal vez sólo un beso y las palabras mágicas…

sábado, 15 de marzo de 2008

Esquinas porteñas

Esquina de barrio porteño
te pintan los muros la luna y el sol.
Te lloran las lluvias de invierno
en las acuarelas de mi evocación.
Treinta lunas conocen mi herida
y cien callecitas nos vieron pasar.
Se cruzaron tu vida y mi vida,
tomaste la senda que no vuelve más.

Calles, donde la vida mansa
perdió las esperanzas,
la pasión y la fe.
Calles, si sé que ya está muerta,
golpeando en cada puerta
por qué la buscaré.
Callecitas, sombreadas de poesía,
nos vieron ir un día
felices los dos.
Compañera del sol y las estrellas,
se fue la tarde aquella
camino de Dios.

Los vientos murmuran mi pena.
Las sombras me dicen que ya se marchó.
Y escrito en las noches serenas
encuentro su nombre como una obsesión.
Esquinita de barrio porteño,
con muros pintados de luna y de sol,
que al llorar con tus lluvias de invierno
manchás el paisaje de mi evocación.




Música: Sebastián Piana
Letra: Homero Manzi

viernes, 14 de marzo de 2008

Las manzanas de Nides

Tía Nides iba todas las semanas al mercado a pelearse con Nicanor, el verdulero, que con la birome colgando de la oreja grasienta lloriqueaba entre puerros y cebollas porque el sol abrasador había quemado toda la espinaca de la temporada. Discutían acaloradamente, Nides despotricaba mitad en castellano, mitad en gallego ininteligible, y Nicanor se mesaba los escasos cabellos sabiendo que a la larga terminaría llevando lo de siempre.
La vez que compró nueve kilos de manzanas verdes para una compota de proporciones galácticas, la acompañamos mi hermano y yo. Luis tendría entonces seis o siete años. Caminábamos por la vereda de la sombra arrastrando las bolsas pesadísimas, suspirando sin remedio, contando las baldosas que faltaban para llegar a la esquina. “¡Vamos, vamos, no se queden ahí!” y a desgano retomábamos el ritmo cansino, pausado, que es la venganza del oprimido que no teme exasperar. Y de repente… ¡cataplum! A la tía se le enganchó la chancleta en una baldosa floja, trastabilló, osciló peligrosamente hacia delante y hacia atrás, y con un grito ahogado cayó de bruces sobre la vereda.
Las manzanas volaron por los aires en un desparramo sin precedentes. Mi primera reacción fue socorrer a la tía que yacía despatarrada en posición vergonzosa. Pero siempre en estos casos se da el efecto inverso, la desgracia ajena te da risa, pero no una risita así nomás, una risa incontenible, una risa que te quita las fuerzas, cuanto más querés ayudar más risa te da y como en una película de cine mudo vas rememorando los hechos en cámara rápida una y otra vez y la risa se torna enfermiza, se adueña de todas tus acciones, desata un caudal de lágrimas y contagia, porque lo peor de la risa es el contagio, a la larga hasta “el caído” se termina riendo.
Y así fue que en pleno ataque de risa no sólo no logré levantar a la tía sino que se me cayeron las bolsas y mis manzanas fueron a reunirse con las otras, rodando cuesta abajo por la calle adoquinada en total alboroto. ¡Jua jua juaaaaaa…! ¡Jua jua juaaaaaa…!
Y los curiosos de siempre, asomados a la ventana, total el espectáculo es gratis... Menos mi hermanito que, sentado en el cordón, nos miraba con resentimiento… “¡No sé de qué se ríen! Por culpa de ustedes me perdí los dibujitos” Y ahí se quedó enojado, ofendidísimo, sin intención alguna de ayudarnos a recuperar las manzanas que para ese entonces yacían diseminadas por doquier. De a poco las juntamos, descartamos las más machucadas y seguimos nuestro camino con la frente bien alta, Nides exultando dignidad pese a que rengueaba y tenía el pelo todo revuelto.
No puedo comer compota de manzanas sin recordar la caída en desgracia de la tía. Y la risa me puede, me domina, me asfixia… como hace veinticinco años.

lunes, 10 de marzo de 2008

Un lugar con historia

En una típica esquina del 1900, frente a la estación ferroviaria hoy devenida en museo y central de policía, en la puerta un par de surtidores de los de antes y un caballo pastando a la sombra… allí permanece como testigo de otros tiempos el que supo ser un próspero “Almacén de Ramos Generales” y hoy se ha convertido en uno de los restaurantes más tradicionales de nuestro campo argentino.
Un paisano, con su cinturón de monedas y ese hablar mesurado de entonación característica, lo recomienda. “Acá se come bien”, dijo. Y, como quien no quiere la cosa, nos habla del pueblo, de la gente. “E’ chanquilo… Cada tanto anda un cuachero o algún mamao… Uribelayea e’ un paraíso.”
Sí, un paraíso con olor a campo y asador.
Nos sentamos frente a la barra, cerca de la ventana. Al fondo descansan faroles de querosén en desuso, una lata de Vascolet y una publicidad de cigarrillos “Pour la Noblesse”. Y sobre mi cabeza, en el lugar de honor, como una joya… el cartel que reza:

POR ORDEN DEL COMISARIO SE PROHIBE ENTRAR ARMADO Y CON SOMBRERO AL DESPACHO DE BEBIDAS.
Orden policial - Febrero 1892

Por un momento me parece escuchar el ruido de las espuelas golpeando sobre el piso de piedra
mientras se vacían los vasos de ginebra y languidece el canto monótono del payador, a lo lejos. El ambiente es otro, está lleno de mujeres, niños y camareras que corren de un lado a otro a cumplir las exigencias de rutina. Los gauchos han cedido el lugar y el tiempo. Pero se respira el mismo aire, el mismo aroma a tabaco y dulce de leche casero.
Es tan perfecto que quiero quedarme un rato más... y ser parte.

sábado, 8 de marzo de 2008

Mi noche triste

Marzo, 1990
Promediaba la tarde. Atrincherada en el dormitorio, repasaba los ejercicios de Química, con ese miedo irracional a Moreira y sus sales envenadas.
Mamá hablaba por teléfono con Sarita. Cada vez que abro el freezer me acuerdo de Sarita cuando quiso descongelar un pollo para el asado y se le cayó en el pie y fue como si la hubiera pisado un mamut, la enyesaron y se declaró inválida por largo tiempo, y todos contaban la anécdota y se compadecían y, a partir de entonces, me alejo de la heladera cada vez que la abro, por si me ataca un pollo congelado.
Mamá adoraba hablar por teléfono. Horas y horas… Y tenía un millón de amigas parlanchinas como ella. Pero en casa ya éramos inmunes a la cháchara. Oído selectivo, eso es.
Sólo que esa tarde, por algún motivo, quizá porque era el momento y debía ser así, escuché lo que nunca hubiera querido. Fue devastador. Un viaje al pasado en tan sólo segundos, los hechos se encadenaron uno tras otro, rápido, muy rápido,
todo cobraba sentido y era tan lógico.
Me vi pequeña, como de cinco años, una mañana en casa de la nona. Papá nos dio un beso y se fue apurado, serio. Mis hermanos eran muy chiquitos y no entendían, pero yo sabía que algo pasaba. Nos quedamos unos días allí y después volvimos a casa. “Mamá no puede hacer esfuerzos”, eso habían dicho.
Y años más tarde, un día de Reyes… Mamá dijo que la tenían que operar, estaba nerviosa, preocupada. Nos repartieron entre familiares y amigos por unos cuantos días, hasta que volviera del hospital. Yo no entendía, no me animé a preguntar, pero me puse contenta cuando dijeron que todo había salido bien.
Pasó el tiempo. Mamá iba al médico regularmente, tal vez más de lo habitual pero para nosotros era ya una costumbre. No se quejaba, era alegre como una castañuela.
Algunas veces no estaba bien, nos preocupaba, pero no hablábamos de eso. Y esa tarde lo supe. Escuché, sin querer, palabras al azar… “Cáncer…” “No sé cómo decírselo a los chicos…”
Entonces comprendí. De pronto se me salió el alma del cuerpo, no sabía dónde estaba parada, seguí escuchando un rato más mientras los recuerdos pasaban antes mis ojos como un flash. Y nunca volví a ser la misma.

Marzo, 1994
Volví de la Facultad bien entrada la noche. Llovía torrencialmente y siguió lloviendo hasta la mañana. Hacía días que no probaba bocado, me temblaban las manos, aguantaba la respiración para no llorar.
La habíamos visto desmejorar lentamente y sabíamos que se acercaba el final. Muchas veces lo imaginé sin lograr hacerme a la idea. Fue tan triste…
Mamá murió esa madrugada. Se llevó con ella la risa y la alegría, se llevó parte de mi alma. Fue difícil seguir adelante, cada uno encerrado en su dolor, llorando a escondidas, sin hablar para no hacer sufrir al otro.
Pero el tiempo cura y todo pasó. Excepto que sigo recordándolo como si fuera ayer, como si todavía pudiera escuchar su voz y ver sus ojos llenos de amor.
Es el gran vacío que no puedo llenar.

viernes, 7 de marzo de 2008

Las historias de Don Manuel

Don Manuel tenía la virtud de recitar poemas larguísimos y entretenidos que había aprendido en sus años mozos, hacia fines de siglo... (del siglo XIX). En las reuniones familiares, los chicos nos sentábamos en ronda a sus pies y, paralizados de fascinación, nos deleitábamos escuchando aquéllas historias rimadas que adornaba con inflexiones y ademanes, todo en un perfecto español.
“El tren botijo” era uno de sus poemas favoritos. Hablaba de un “viajante
de comercio” que se aventuraba en uno de esos trenes baratos por territorio español y relataba cómo se iba poblando su vagón con gentes de diversas extracciones, portadoras de sombrereras, jaulas, baúles… en fin, un sinnúmero de objetos molestos que tornaban insoportable la larga jornada.
El viajante entablaba conversación con un señor que se quejaba de la falta de lluvias con frases como “un cielo eternamente empeñado en hacernos ver las estrellas”, ante lo cual el viajante preguntaba “¿Será usted labrador?” y el hombre, indignadísimo, respondía: “No señor. ¡Soy paragüero!”.
Acá empezábamos a estallar en carcajadas, grandes y chicos.
Cuando volvía la calma, Don Manuel retomaba el hilo del relato narrando las crecientes incomodidades del viajante que, para mitigar el aburrido traqueteo, gustaba de conversar con los pasajeros. Hasta que en un descuido, la jaula de las gallinas caía sobre una fiambrera y comenzaban los gritos, las bofetadas y los pellizcos.
“Como saldo de aquel combate, yo saqué un ojo como un tomate” se lamentaba el viajante, concluyendo que pese a lo económico del pasaje “No me cogen ni con anzuelo. Yo, en tren botijo, no voy ni al cielo”.
Y aquí el cerrado aplauso de la familia que, entre risas y gritos, llenaba de besos a un abuelo contento y risueño que, una vez más, se lucía entre la concurrencia desempolvando historias rancias de su juventud.

jueves, 6 de marzo de 2008

It's only love

“¡Decímelo! Tal vez necesitás un tiempo, un cambio… Si es eso, lo voy a entender. Ya pasé tantas en la vida que una más no me va a hacer mella.”



Mentira. Uno puede sufrir una vez, dos veces, muchas veces y seguir tan vulnerable como siempre. Porque el dolor no impermeabiliza el alma, no nos hace inmunes a una nueva decepción, pérdida o traición. La experiencia dice que siempre se puede estar peor, el desafío no es olvidar la pena sino superarla y seguir avanzando, crecer.
Así que no me vengas con eso de “no me va a hacer mella” porque yo sé que sí. Tanto como a mí. No… en realidad, menos que a mí. Sí, menos. Porque los hombres sufren menos o son mejores actores.
No sé por qué tenemos estos diálogos extremos si ambos deseamos lo mismo, estar juntos y comer perdices como en los cuentos de final feliz. Tal parece que no soy la única nerviosa e hipersensible que camina bajo la lluvia en esta roñosa ciudad. Somos al menos dos, nos queremos y nos necesitamos y nos ahogamos en reproches sin sentido. But it’s only love.
Lo que yo quiero, lo que necesito… lo sabés de sobra. Con esto espero haber zanjado la cuestión y no volver sobre el tema.
Comuníquese, publíquese y archívese.

domingo, 2 de marzo de 2008

De antojos y excesos

Pensar con excesiva anticipación el manjar objeto de mis más recónditos anhelos. Imaginarlo, soñarlo, ponerle sal y acompañarlo con vino blanco bien frío. Despertar por la noche con la frente perlada de sudor, inquieta, imaginando miles de obstáculos en la búsqueda del alimento perdido. Podría correr descalza hasta la heladera aún a riesgo de morir electrocutada, sólo para meter la cuchara sopera en el dulce de leche y saborearlo lenta, muy lentamente… Y esos bombones de mousse de avellana que me miran como queriendo meterse en mi boca…
¡Mantecol! El marido de Raquel escondió el anillo de compromiso dentro de una canasta de mantecoles, una canasta bastaaaaaante grande. Y como no era nada fácil llenarla, recorrió todos los kioscos de Olivos y La Lucila recolectando mantecoles hasta casi desabastecer el mercado, le puso un moño alusivo y depositó la canasta a los pies de su princesa. Y dicen que lo reconoció públicamente...
Cuando un hombre deposite a mis pies la cantidad suficiente de After Eight para hacerme perder el sentido, sabré que es el Elegido.
Ahora pienso en mantecoles bañados en chocolate y peras a la menta… Y me hace ruido la panza. No puedo dormir.
¿Antojo? No… Es peor que eso. Mucho peor. Es que me he declarado en dieta forzada hasta hacer desaparecer los excesos de una semana de vacaciones regada de caipirinhas y dulce de maracuyá.
Dieta de agua, zanahoria y gelatina de frambuesa. Eso es lo que necesito.
Y un calmante fuerte para no parecer una Doña Florinda histérica.