miércoles, 30 de julio de 2008

La costurera - Parte II

En poco tiempo perdí el miedo, fui conociendo los trucos del oficio, los secretos… Lidia era buena maestra y yo aprendía rápido, tan rápido que hasta mamá quedó con la boca abierta cuando le mostré mi primer camisón de algodón con puntillitas.
Y, como quien no quiere la cosa, el ambiente terminó por absorberme, me hice eco de un fanatismo desmedido por Roberto Galán y sus ínfulas de casamentero, opinaba sobre temas espinosos como la excursión de fin de año del centro de jubilados y el romance de Elvira –la descocada a quien todas envidiaban- con un “muchacho” veinte años más joven, todo esto mientras Lidia cebaba interminables rondas de mate con las exquisiteces de ocasión.
Claro que el año escolar se ponía pesado y entonces debía interrumpir las veladas de costura por plazos cada vez más prolongados. Pero siempre volvía, aunque ya no por obligación.

Una vez se me dio por comprar esa revista alemana de moldería infalible a la que Lidia se refería con notable desprecio -léase “terror de que le roben la clientela”- y con una audacia sin precedentes metí tijera a fondo ante la mirada atónita de mamá que nunca soñó llegar tan lejos. Y vaya sorpresa… resultó que podía coser lo que se me antojara (o casi), hasta me animé a adaptar los moldes, ajustar talles y añadir algún retoque, poniendo en práctica las enseñanzas sabias de Lidia que todavía resuenan en mi cabeza como si fuera ayer, cuando me atraganté por no soltar la carcajada: “Lo primero que tenés que hacer es extender la tela y medir el ANCHOR y el LARGOR…”
Lo cómico es que lo repetía con absoluto convencimiento; sin embargo, con ese sencillo consejo hice y deshice a piacere superando todas las expectativas.
Y años más tarde, a modo de venganza por aquello del papel manteca, le espeté que el tapadito con capucha que tanto me elogiaba era un modelo de la revista Burda. ¡Para qué! Lidia palideció, se quedó como petrificada y por poco se traga la docena de alfileres que solía almacenar dentro
de la boca, con los cuales podía increíblemente hablar y tomar mate al mismo tiempo con total normalidad.
Para tranquilizarla, le palmeé la espalda y confesé que jamás hubiera logrado marcar la tela si no fuera por sus maravillosas lecciones y entonces se esponjó como una gallina satisfecha y me felicitó.
A fin de cuentas, no sería quién soy si mamá no se hubiera encargado de inculcarme tantas cosas odiosas que recién hoy valoro en su justa medida. Demás está decir que asumo la obligación de transmitir a las generaciones venideras estos dichosos saberes esenciales (y algunos otros que planeo en secreto) porque, para bien o para mal, “una señorita debe saber hacer de todo”.


martes, 29 de julio de 2008

La costurera - Parte I

Se ve que no alcanzaba con la doble escolaridad, clases de música, danzas, inglés y dibujo. Siempre había un huequito de tiempo libre para rellenar con alguna insólita actividad que mamá planeaba a conciencia e indefectiblemente llevaba a la práctica.

- Este verano vas a tomar clases de corte y confección con Lidia.
- W-H-AT ??????
- Te acordás de Lidia ¿no? Fue mi profesora de costura cuando vos eras chiquita.
- ¡Yo no quiero aprender a coser!
- ¿Cómo que no? Vas a ver qué lindo…
- ¡NO! ¡Prefiero ir a la colonia!
- Ya estás grande para la colonia.
- ¡Pero mamaaaaaaa!
- Ya está decidido. Creeme que te va a encantar.


Y por más que pataleé, lloré, supliqué y hasta amenacé con dejar de comer, no hubo manera de convencerla. “Una señorita debe saber hacer de todo”, repetía mamá sin cesar.

Un lunes de enero bajo el tórrido sol de la tarde, emprendí rumbo hacia la casa de Lidia, bamboleando en la mochila el costurero, un fajo de papel manteca que crujía como los mil demonios y un kilo de bizcochitos de grasa “porque a Lidia siempre le gustó tomar mate con las
alumnas”.
Me recibió con lágrimas en los ojos, profundamente emocionada de poder transmitir sus vastos conocimientos a la nueva generación, tan feliz que me apretujó en un abrazo cerrado quitándome el aire por varios segundos.
Con orgullo fue presentando a sus alumnas, un ramillete de sexagenarias aburridas que me miraron por sobre el marco de los anteojos. Me hizo lugar al lado de una señora particularmente antipática que, en cuanto me aproximé, apartó el alfiletero de un manotazo y ni siquiera se dignó saludarme.
Y entonces por primera vez, muy a mi pesar, con un entusiasmo desconocido, me vi cosiendo vestidos de raso con lentejuelas, dando los últimos toques al pié de la pasarela, me imaginé vitoreada por un público adulador, mis modelitos vistiendo a las grandes divas…

- ¿Trajiste papel manteca?
- Sí…
- Bueno, entonces… ¡manos a la obra!

Y resultó que había que empezar por ahí, nada de vestidos elegantes ni desfiles ni qué ocho cuartos. Lidia pretendía hacerme coser una “pollera tipo” ¡en papel manteca! Me enseñó a tomar las medidas, dibujar el molde y “ahora ponés derecho contra derecho y con bastilla bien chiquitita vas cosiendo las partes”. Pero el papel manteca se partía en pedazos y la re p…. que lo parió, a ese ritmo envejecería prematuramente sin saber siquiera cómo pegar un botón.
Fueron semanas de tortura luchando a muerte con el papel manteca. Ni hablar cuando terminé la “camisa tipo” con la manga arrepollada por la cual Lidia sentía especial debilidad.
Tenía los dedos pinchados por negarme a usar el dedal y unas ganas locas de salir corriendo a disfrutar del aire libre, escapar del museo del horror con el centímetro anudado a la cintura, haciendo pitocatalán a la delegación de Pami y su perorata de chismes mal intencionados.
Pero mamá estaba tan contenta que no me animé a renunciar. Compramos muchas telas, un cono gigante de hilo para hilvanar y agujas relucientes para la máquina de coser.
Para ese entonces, el afecto de Lidia rayaba en la más pura adoración y, contra todos los pronósticos, no tardé en ascender al pedestal de alumna predilecta.

lunes, 28 de julio de 2008

Cosas que me gustan...

Por ejemplo, si escapo de la cama en puntitas de pié para no despertarte y me acurruco bajo la ventana a mirar las estrellas hasta que vuelva el sueño, que me vayas a buscar, me abraces fuerte y me susurres al oído que sabés perfectamente cómo hacerme dormir. Porque en eso sos re capo y a mí me fascina.
Otra cosa… ¡mails! muchos mails jugosos que leo una y otra vez, la lluvia de verano que me pega en la cara y no logra molestarme, los besos húmedos de mi perro, los crucigramas, los helados de cualquier sabor y las películas de miedo.
Leer, cantar… cualquier cosa en cualquier lugar.
Pero lo que más, más, más me está gustando últimamente es verte sonreír cuando me mirás a los ojos sabiendo exactamente qué, cómo, dónde, cuándo y por qué.

domingo, 27 de julio de 2008

La mia vita mi piace da morire

Quién hubiera dicho que después de tanta pestaña quemada, una inversión millonaria en libros que no he vuelto a abrir, noches de insomnio repitiendo códigos insensatos y un bonito título que se llena de polvo sobre mi cabeza… terminaría oficiando de secretaria, mucama y enfermera sin goce de sueldo, por amor al arte, porque es parte del juego, porque así son las cosas, porque me lo busqué o lo acepté o lo merezco.
Y no es que me queje… Porque hay cosas que una hace con el corazón y no debe exigir nada a cambio. Pero tampoco es cuestión de pasarse de la raya.

“Menta… ¿me ayudás con esto? ¿Ves cómo te necesito, mi vida?”
“Meri… ¿qué comemos hoy?”
“Acariciame la espalda que me encanta. Más, más…”
“Meri, ¿me planchaste la camisa gris? No la encuentro…”
“Mi amor, exprimí vos el limón así no me queda olor en la mano.”


Y mejor no sigo porque últimamente estoy para el cachetazo… Por momentos me siento parte de un ritual, aunque sin velas, donde para variar soy la que organiza, la que cada tanto propone y siempre dispone, como si el orden de este disparatado universo dependiera exclusivamente de mi vocación de servicio.
Para colmo, desde que H se engripó, un cúmulo de tareas extra cayó de pronto sobre mis hombros, desde el jardinero que me acosa con cuestionamientos trascendentales sobre la ventaja de plantar violetas de los Alpes en lugar de las begonias que tanto me gustan, la gata que me arañó de arriba abajo cuando intenté hacerle tragar por la fuerza y sin ayuda el antiparasitario de rigor y pequeñeces tales como limpiar la pileta, juntar la caca del perro y atender los sabios consejos de mi suegra sobre cómo combatir la fiebre y los mocos. Cómo si a esta altura no lo supiera…
Sin mencionar que desde hace un par de días, desayuno-almuerzo-merienda-y-cena se sirven en la cama, ergo hago incontables viajes por la escalera yendo y viniendo con mi preciosa bandeja de bambú bien provista de cosas ricas que el enfermo agradece pero apenas prueba.
En fin, las mujeres estamos un poco para eso y en el fondo me gusta poder con todo, saberme fuerte e inspirar seguridad. Es como un don, esa cosa maternal de querer cuidar al otro por el simple deleite de hacerlo sentir bien, como si se tratara de un deber innato que no se puede eludir. O será que yo lo entiendo así y por eso no me quejo.
De algún modo me hace feliz… aunque alguna vez, por el simple hecho de cambiar la rutina, no estaría nada mal invertir los roles. Te cuido y me cuidás. Quid pro quo…

sábado, 26 de julio de 2008

Amor a primera vista

Lo miré. Me miró. Nos miramos un rato largo, de frente, de perfil, en puntitas de pié. Por un momento dudé, me alejé unos pasos, negué con la cabeza como queriendo disipar una idea equivocada. Pero no tardé en pegar la media vuelta y allí estábamos de nuevo, cara a cara, atraídos por la fuerza de un imán.

- ¿Te gusto?
- Me mataste.
- Llevame.
- No sé si debo…


Pensé una y otra vez, que si, que no, porque no es cuestión de actuar con compulsión, hay que
analizar cómo, dónde, con qué, cuándo… ¿y por qué no? A fin de cuentas, el precio de la etiqueta no es nada ¡NADA! comparado con la felicidad que me va a procurar.
De modo que entré decidida, no iba a permitir que nadie me lo arrebatara. Lo busqué con desesperación y al tenerlo en mis manos lo apoyé sobre mi pecho, olí su aroma a nuevo y acaricié su fibra suave y brillosa. Al rato nos paramos frente al espejo, observándonos a solas, sin interrupciones. El uno para el otro…
Y nos fuimos juntos, felices, a empezar una nueva vida.
Ojalá fuera todo así de fácil. ¡Clink caja!

sábado, 19 de julio de 2008

De tres en tres

Tres platos que me hacen delirar...
Un buen asado criollo
Los ravioles con tuco de la nona
Los platillos voladores

Tres series de TV que me gustan en exceso...
El super agente 86
Los locos Addams
La dimensión desconocida

Tres personalidades que me apasionan...
Marilyn Monroe
La pantera rosa
Julio Cesar

Tres lugares donde he pasado demasiado tiempo...
La casa de papá
El colegio de monjas
El baño, todos los baños de todos mis hogares

Tres lugares que muero por conocer...
Hogwarts
La Atlántida
La Tierra del Nunca Jamás

Tres lugares donde quisiera estar ahora...
Bailando el tango en algún oscuro bodegón porteño
Pegando mikimoko en el sillón presidencial
En la panza de mi mamá

Tres cosas que añoro...
El Italpark
Las novelas de Luisa Kuliok
Las clases de Derecho del doctor Torraco

Tres cosas que no podré hacer jamás...
Tirarme en paracaídas
Caminar decorosamente con taco aguja
Cerrar la boca a tiempo

Tres objetos fetiche...
Mi agenda Maitena
El mate
El secador de pelo

Tres deseos...
Cobrar por escribir todas estas tonterías
Que vuelva el 1 a 1
Tener un hijo

jueves, 17 de julio de 2008

Suspicious minds




We cant go on together
With suspicious minds
And be cant build our dreams
On suspicious minds

miércoles, 16 de julio de 2008

Dudo, luego existo

“Podés confiar en mí.”
“Siempre voy a estar con vos.”
“Sabés que contás conmigo.”
“Jamás te mentiría.”
“Creé en mí.”


Cómo son las vueltas de la vida…
A veces pienso que el Destino se ensañó conmigo aquella vez que dije NO, no puedo, no quiero, no es el momento, debo seguir mi camino… Porque el tren pasa una sola vez y yo lo dejé ir. Así de fácil.

sábado, 12 de julio de 2008

Princesa Vampira

Las uñas escarlata te delatan…

Subió en la parada de Congreso. Los ojos hundidos en un óvalo de sombra negra, el rostro enjuto llamativamente pálido, un enjambre de pelo erizado de horquillas, enmarañado, sucio. Vestía raro y olía más raro aún; un olor que, lejos de resultar desagradable, recreaba plácidamente a un grupo de niñas pequeñas saltando a la soga, cantando y gritando en un prado verde lleno de flores multicolores… ¿Colonia Mujercitas? Naaaaa… Pero sí, definitivamente sí.
La observé con curiosidad, todos la observaban pero a ella no parecía importarle, debía estar acostumbrada. Entre todos los lugares disponibles, eligió sentarse a mi lado y por un segundo me miró con esos ojos aterradores que no tendrían más de quince años. Ah… los adolescentes que se creen los reyes del universo y apenas saben “abrir la puerta para ir a jugar…”
Sonó su celular, una cosa plateada llena de estrafalarias pegatinas de calaveras y coronas de espinas. Lo tomó entre sus manos flacas de uñas larguísimas y el sonido de su voz apagó por un instante el murmullo de conversaciones incipientes. “Te dije que no puedo... Más tarde, ahora voy a la Bond con los chicos… ¡Entonces le pido a papá! Vos no entendés nada… Para que nuestra relación sea perfecta haría falta que te suicides, mamá…” ¡Plafff! Apagó el celular con fastidio y lo arrojó dentro de la mochila atestada de porquerías.
Sentí tanta pena… Me pregunto cuánta angustia y soledad se esconden tras el espeso maquillaje, los tatuajes, la ropa negra… todo ese look misterioso que, escudándose en el inconformismo y la originalidad, no permite ver la luz del alma.
Bajé del colectivo detrás de ella asumiendo -para variar- el rol de madre sustituta, como si se tratara de una criatura indefensa y tuviera el deber de protegerla de algún peligro.
¿A dónde vas, pequeña, con esas fachas de espanto?
Después de caminar un par de cuadras intentando lucir despreocupada y serena, la vi desaparecer a la vuelta de la esquina, se la tragó una puertita angosta y desvencijada. Humm… ¿Qué hago? ¿La espero? ¿Llamo a la policía? La cosa me huele mal…
Me paré a varios metros intentando concentrarme con todas mis fuerzas en la vidriera de la ferretería. La pendeja no salía y ya me la imaginaba acuchillada, violada, estrangulada, desangrándose en una habitación oscura y hedionda, y a mí, única testigo, me señalarían con el dedo preguntando por qué no acudí en su ayuda.
“Chica Dark brutalmente asesinada. ¿Testigo o cómplice?” anunciaría Crónica en el noticiero de la tarde.
Cuando por fin me decidí a acercarme a la puertita del infierno, la vi salir de la mano de un esperpento mezcla de Marilyn Manson y el conde Crápula de Notidormi, los dos muy acaramelados, riendo a carcajadas mientras saboreaban con deleite ¡una Cindor con galletitas Oreo!
Pero será posible la rep…. que los parió ¿quién me manda meterme en estos bretes? ¿Dónde está la minita gótica rebelde, la de las uñas sangrientas y las muñequeras con tachas que amenaza a la madre con desaparecer para siempre si no le deja perforarse la lengua? Oliendo a Mujercitas y tomando Cindor con el sobrino de Skeletor…
Bueno… por un lado, mejor. Aunque me quedé algo decepcionada, ansiosa de emociones violentas. Otra vez será.

viernes, 11 de julio de 2008

Pero que parezca un accidente...

(De cómo, de la noche a la mañana, me convertí en dueña legítima de una exquisita pieza de colección)

Ralph: ¿Querés un piano?
Yo: ¿Qué? Imposible, no tengo un mango… Tal vez más adelante…
Ralph: No digo si querés “comprar” un piano. Digo si querés “tener” un piano.
Yo: Sí, pero no entiendo…
Ralph: Ok. Entonces ya tenés, andá pidiendo el flete.

Quedé como atontada con el teléfono en la mano. ¿Un piano? ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Era una jodita para VideoMatch?
Hete aquí que Ralph daba clases de música a un alumno de edad avanzada matrimoniado con la
alta sociedad rioplatense, tan alta y tan rancia que los primeros brotes del árbol genealógico se hundían en el Cabildo de 1810. Y resulta que el fulano había heredado de un tío lejano un precioso Eavestaff Mini Royal Piano, original, cosecha 1930, setenta y tres teclas y arpa de fundición, que dormía el sueño de los justos entre un armatoste de muebles apolillados. Hasta que un día la esposa, cansada de esperar el milagro que convirtiera al viejo en un prodigio de la música, lo amenazó con tirarlos a él y al pianito por el balcón “porque no combinaba” con el diseño minimalista de la nueva casa. Y aquí es donde Ralph tejió la telaraña que salvó al piano y al viejo y cumplió mi capricho más caprichoso.

Ralph: Mire, don A, hay una escuela de danzas que anda necesitando un piano. Tengo los contactos, si usted quiere, combino con ellos y van a quedar eternamente agradecidos.
Don A: Y… esteeee… ¿cuánto podrían pagar?
Ralph: ¡Qué! Olvídese, si lo va a vender, no cuente conmigo. Este piano es una chatarra, hay que hacerle muchos arreglos, yo no se lo recomiendo a nadie. Créame, le hago un favor…
Don A: Bueno, sí, claro… ¿Qué le vamo’ a hacer?

Y un soleado sábado de primavera el bendito piano, que no era ninguna chatarra y apenas necesitaba unos retoques y una buena afinación, cambió de hogar de una vez y para siempre. La escuelita de danzas debe seguir a la espera de la donación, el viejo dormirá tranquilo convencido de que hizo la obra de bien que le asegurará un lugar en el Paraíso y la esposa adinerada suspirará con alivio, libre al fin del instrumento endemoniado que arruinaba su bella y moderna decoración.

Ralph: ¿Y? ¿Te gusta?
Yo: ¡Es precioso! ¡Una joya! No sé cómo agradecerte…
Ralph: Yo sí sé. Vas a estudiar y yo te voy a enseñar, ese es el precio.
Yo: ¡Gracias! No lo puedo creer…
Ralph: Ah, por cierto… mejor no menciones los detalles.

martes, 8 de julio de 2008

PANICO

Las chicas de quinto estaban amonestadas porque organizaron una sentada en la puerta del colegio, una sentada "con variaciones" por decirlo de algún modo, con portaligas y orejitas de Playboy que trajeron de Bariloche como souvenirs. La Hna. Olvido estaba al borde del colapso total, nunca se la vio tan alterada. Y de ello resultó que la delegación de abanderadas para el Congreso Interamericano de quién sabe qué fue elegida entre las alumnas de séptimo grado, una decisión arriesgada y muy cuestionada.
El colegio se comprometió a enviar cinco víctimas al Congreso a título de representación oficial, con la única finalidad de enarbolar la bandera del país hermano que le tocara en gracia (y parece que eran unos cuantos) durante el acto de apertura.
Fue en el La Salle, a mediados de 1986. Hacía un frío de la hostia pero el salón de actos, atestado de diplomáticos, señoras pitucas muy perfumadas y obispos de todas las nacionalidades, hervía como una olla a presión, costaba respirar.
Me tocó la bandera de Panamá. Era linda y tenía el asta de acero inoxidable que resultaba fresquito al tacto. Maria Eugenia luchaba a brazo partido con la bandera de Colombia que misteriosamente resultó ser la más pesada y Fabiana arrastraba sin gracia la de Ecuador, murmurando que olía a repollo. Éramos más de treinta chicos, todos de quinto menos nosotras que caímos como peludo de regalo después de la aventurita de las futuras egresadas.
Nos ubicaron en semicírculo al pie del escenario; a nuestras espaldas el Cardenal, el Ministro de Educación y las celebridades de turno observaban ceñudos a la concurrencia. Sonó el Himno Nacional y tras el obligado aplauso descansaron las banderas, pensé que nos dejarían en libertad pero no, nadie decía nada y el Cardenal se aclaraba la garganta para el discurso.
Cuarenta y cinco minutos de palabrerío sin ton ni son, bostezos, faltaba el aire… Sin que nadie pudiera preverlo, la bandera de USA pegó una fuerte sacudida y su portadora cayó al piso como bolsa de papas, más blanca que la paloma de la paz, y allí quedó tirada, inerte, mientras la socorría el embajador de Honduras y el Cardenal continuaba monologando como si nada.
Cuando ya casi se había calmado el revuelo, cayó Brasil y al rato Nicaragua. La atmósfera era sofocante y no sé por qué no podía aflojar el cuello de la camisa… ¿Y si me tocaba a mí?
Fue la primera vez. Sentí el pánico subir como una marejada desde las rodillas que me temblaban como si estuvieran hechas de manteca. Imaginé el horror, la oscuridad, voces que se apagaban a mi alrededor, el salón girando como una calesita y el golpe seco, rotundo, de cara contra el piso… Con un poco de suerte, la punta del mástil se me clavaría en la garganta y todo terminaría ahí.

-Meri, ¿estás bien?
-Nooo... Estoy muy pero muy mal.
-Aguantá que ya termina.
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Aguanté, vaya si aguanté… La media hora que marcaría mi destino hasta el fin de mis días. Hasta que no pude más, los panameños habrán sufrido una grave decepción cuando di media vuelta y escapé con la bandera por la puerta del costado. Alguien me reemplazó aunque sólo restaban unos minutos. Respiré con ansias la brisa fría del atardecer que fue como una caricia, un renacer.
Pero la “cosa” estaba ahí, se quedó envolviéndome como una niebla. PANICO. No supe qué era, nadie sabía, nadie entendía ese súbito terror a desmayarme en el medio de la calle, a no poder “aguantar”, a perder el control.
Y menos que nadie mi mamá, cuado ese fin de año anuncié con culpa y remordimientos que me habían elegido abanderada y lo rechacé de plano, le dije a la maestra que no quería, que no me preguntara ni me obligara, pero el acto de fin de curso lo iba a mirar desde la platea y asunto terminado. Mamá casi se infarta, no sabía si llorar o echarme de casa, o las dos cosas. Yo sólo sé que la carga resultaba demasiado pesada para mis escasos trece años.

domingo, 6 de julio de 2008

La fiesta de la corvina negra - Parte II

H: Vamos a San Clemente.
M: ¿Para qué?
H: Compré una caña para pescar en el mar, de costa.
M: ¿Y qué vas a pescar? Si no sale nada…
H: Qué mala onda que tenés.

El sábado más destemplado de aquel año prometedor, nos apeamos en la ciudad de San
Clemente, mate en mano, reposeras, heladerita portátil y un complicado artilugio de señuelos y plomadas que, según el vendedor experto, serían suficientes para pescar un tiburón adolescente.
Sin perder un segundo corrimos a la playa que, misteriosamente, estaba poblada de cientos de pescadores con sus respectivas familias, mates, reposeras y heladeritas.
“Gran Fiesta de la Corvina Negra”, anunciaban los carteles y había que anotarse para participar del torneo que ganaría quien cobrara la pieza más grande.
Decidimos hacer rancho aparte, fieles a nuestra costumbre de evadir las multitudes y los concursos.
No pescamos nada, pero nada de nada y, hasta donde pudimos ver, no había ni media
anchoíta. Pese al aprovisionamiento generoso de bufanda, guantes y campera térmica, pasé el peor día de frío de la historia con ese viento indomable que te pega en la nuca sin cesar, la arena que se mete en los lugares más insospechados y el mar encrespado, tan inapropiado para un día de pesca. No sé qué estaba pensando H cuando compró la dichosa caña.
A la noche salimos a pasear. En la plaza se organizó una feria de artículos regionales y había empanadas y choripanes para mitigar la espera hasta que diera comienzo la Fiesta.
Con cierta expectativa nos sumamos al público que rodeaba el improvisado escenario decorado con motivos marinos. El locutor se aclaró la garganta y anunció el desfile de las candidatas a “Reina de la Corvina Negra”. Dios mío… El circo de los monstruos no me hubiera avergonzado más. Pobres chicas, muertas de frío en traje de baño, mostrando sus magros atributos para alcanzar el ambicionado título que más que un premio es un bochorno. En fin, ganó la hija del intendente.
Y entonces se nos paró el corazón porque la cosa no terminaba allí. Iban a entregar los premios a los ganadores del torneo, ergo alguien había pescado “algo”. Y sí, el primer premio, un auto cero kilómetro (aquí dejé de respirar con normalidad) para el pescador de una insignificante rayita del tamaño de mi mano y el segundo premio, dos entradas para Mundo Marino, para un gordo que después de un día de viento, frío y hambre, logró arrebatarle al mar un cangrejo bebé. La mierda… ¡nos hubiéramos anotado!
Hubo aplausos, risas, agradecimientos y el anuncio, al parecer, muy esperado por todos los concurrentes.

“Señoras y señooooores… para coronar esta tradicionaaaaal Fiesta de la Corvina Negra, no podía faltarrrrr la presencia del másssss grande, ídolo de taaaantas generacionessss, el de la voz siempre joven que cada día canta mejorrrrr… Con ustedes ¡Sergio Deniiiiiiis!”

Y así, sin tregua, apareció el rubio arremangándose el saco, acomodando el cabello con ese gesto tan suyo, sonriendo a la multitud de señoras gritonas que saltaban a los pies del escenario intentando captar un segundo de su codiciada atención.
Las melodías de siempre que, de tanto escucharlas, las he aprendido de memoria y casi a desgano me muevo siguiendo el compás. Después de todo, no estuvo tan mal. Ni siquiera cuando se largó a llover y nos tapamos la cabeza con las sillas de plástico, a modo de toldo improvisado. El cincuentón seguía cantando a voz en cuello y corría entre los cables a riesgo de caer electrocutado.
La Fiesta de la Corvina Negra… Un poco de todo. Inolvidable. Ahora, cada vez que paso por la pescadería me acuerdo de Sergio Denis…

sábado, 5 de julio de 2008

La fiesta de la corvina negra - Parte I

Con H solíamos ir a pescar. La de veces que pasamos frío a la vera del río con la vana esperanza de cobrar un bagre flaco y bigotudo… La suerte nos acompañó en la laguna de Monte cuando, embarcados en un botecito a remo que al atardecer se volvió incontrolable a manos de un viento rebelde y desapasionado, pescamos decenas de pejerreyes de gran tamaño ¡todos para nosotros! y los demás nos miraban con envidia mal disimulada mientras reíamos alborozados viendo crecer el botín. H los guardó en la heladera del buffet con nombre, apellido y número de documento, pero alguien metió la mano y nos cambió los pejerreyes de cuarenta centímetros por unos tan chiquitiiiiiiitos que inspiraban compasión. Los comimos igual previa exhaustiva limpieza de escamas y espinas, fritos con abundante cebolla y ají molido, porque “cuando hay hambre no hay pan duro”… Y esa noche dormimos en carpa.
En el Paraná luchamos con el dorado y el surubí. Y perdimos un día entero detrás del pacú tentándolo con frutillas, quinotos y panceta ahumada… pero ni la sombra. Había un balde lleno de morenas en el bote, un frenazo brusco y el balde se dio vuelta, las morenas escaparon y casi muero de horror cuando las vi zigzaguear como anguilas bajo mis pies. “¡Callate que espantás a los peces!”, me gritaron. Y me sentí Indiana Jones con su miedo infantil a las serpientes, prefiriendo morir ahogada antes que una de esas cosas negras y gelatinosas se colara entre mi ropa. De algún modo todas volvieron al balde pero ya estaba hecho, nadie me iba a quitar la impresión ni el asco ni el miedo.
El dorado no es presa fácil. Hay que estarse quieto y esperar hasta que simplemente sucede… El tirón casi me lanza de cabeza al Paraná, menos mal que me atajó el timón con un golpe cerrado en el centro del estómago. No grité pero tampoco solté la caña. “¡Tirá para atrás! ¡Así! ¡Más fuerte!” Y yo tiraba como podía. ¿Qué se creyeron? Bastante que a mí sola me picó el dorado, pedazo de nabos.
Era un doradito precioso. Claro que no daba la medida, era poco más que un bebé y dicen que, para que venga la mamá, hay que darle un beso en la boca y dejarlo libre. Lo besé, increíblemente no fue tan desagradable. Lo que fuera por no malograr la nefasta excursión que nos dejó los bolsillos vacíos y las vanas promesas de una pesca decente.
El surubí apareció con el último resplandor de la tarde. Vaya si será feo que nada de panza contra el fondo y no asoma ni de casualidad. Sacamos dos bastante grandes pero tampoco daba la medida. ¿Cómo es que nunca da la medida? A estos no les dimos besitos porque ya era tarde y porque en un abrir y cerrar de ojos el agua se llenó de palometas que son como las pirañas y entonces el guía dijo que no había nada más que hacer. ¡Malditas palometas! Tengo el recuerdo bastante nítido de las series de Tarzán donde alguien siempre era víctima de las arenas movedizas, una plaga de termitas o un lago manso repleto de pirañas que tras un revuelo de novela arrojaban los huesitos descarnados a la costa.
Pero a fin de cuentas diré que el dorado no es tan sabroso como lo pintan. Y el surubí es tan rico como grasoso. Esto lo supe después de empacharme con toneladas de pescado cocinado de todas las formas posibles y, entre todos, diré que sigo prefiriendo la corvina… Pero que la pesque el que sabe.