martes, 30 de septiembre de 2008

Retazos de historia

Acabo de desempolvar una joya que me tiene atrapada sin salida, como poseída, vuelvo las páginas y es todo tan vívido que se me pone la piel de pollo al evocar el sangriento Buenos Aires de 1828, donde “caudillos y gauchos, gobernantes y doctores respiran esa atmósfera en la que el aire de la época pasa con un lúgubre silbido; violencia que nivela a unos a y otros, al patrón de la estancia y al pampa que arrasa la estancia, a la autoridad, con sus exacciones y hierros, y a ese apaleado y con miedo de las ánimas y comedor de asado y pobre y haragán y nostálgico y bárbaro y generoso y desgarrado pueblo de la campaña argentina del siglo pasado”.
Vimos la película a instancias de la profesora de Historia que, contrariando los prejuicios moralistas de la Hna. Olvido, se empacó en que “Camila” retrataba a la perfección el panorama trágico de una sociedad inmersa en la violencia, el odio y el resentimiento, que niega a la mujer la menor posibilidad de realización propia, quería mostrarnos el galope aterrador de los mazorqueros, el crimen de Barranca Yaco, la mirada gélida del Restaurador…

¡Viva la Confederación Argentina!
¡Mueran los salvajes unitarios!


Lejos de todo eso, las quinceañeras sólo teníamos ojos para Imanol y ansiábamos ser “Camila”, el cabello negro y la piel de amapola, mujer y amante, renunciar a todo por la dicha de un amor prohibido.
Hace muchos años de aquello pero siento aún la frescura del recuerdo, en especial la mueca patética de la Hna. Olvido esperando que alguien cortara las escenas “subidas de tono” que ella juzgaba aberrantes y a mí me parecían de una belleza excitante.
Encontré la historia original sepultada bajo una pila de libros vetustos. La rescaté, olfateé las páginas amarillentas y me absorbió sin que me diera cuenta.
La película no dice nada del fogoso romance entre el caudillo Ramírez y la Delfina -supuesta hija ilegítima del virrey de Brasil- que peleaba en el frente al lado de su amado, sabía empuñar el fusil y el abanico y le robó el novio a la pobre infeliz que cosía y descosía alforzas esperando que el
prometido hiciera honor a su palabra y la liberara de la soltería de una vez y para siempre.
Tampoco se refiere mucho a la Perichona que fue amante de Liniers y que, según dicen, era tan bella como atorranta.
La cosa es que no logro despegarme de mi nuevo tesorito que me descubre a cada instante ignorados pasajes de nuestra tan vapuleada historia nacional. Ahora me intriga Lavalle “con su leyenda romántica poblada de mujeres arrastradas a pasiones insensatas”; Manuelita, “de cálida belleza criolla y suntuosos cabellos divididos en dos negras alas”; y él… el villano de la historia, el justiciero, el dictador:

“Poseía, como un don natural, la facultad de imponerse, las condiciones autoritarias para despertar al mismo tiempo el entusiasmo y la obsecuencia (…) Inspira terror, mira y hace temblar, se sienta a la larga mesa, en la cabecera del país, una extraña tensión se apodera de todos, los ojos fijos en su enorme figura con un arreador en el puño, nadie se atreve a hablar hasta que da la señal, es el momento de prorrumpir en vivas, de vaciar las copas, de que bailen los candombes, que se toque el violón.”

Pasajes extraídos de “Una sombra donde sueña Camila O’Gorman”, de Enrique Molina.


domingo, 28 de septiembre de 2008

Entre lágrimas y euforia

Mi príncipe de las mareas se ha ido lejos, tan lejos que no puede ver las señales de humo estilizadas y juguetonas que fluyen de la parrilla tras la quema pública de resúmenes bancarios obsoletos y una sarta de archivos que me comprometen hasta después de muerta.
Es la primera vez que logro encender una fogata decente sin quemarme las cejas y ahora me dan unas ganas locas de cocinar un rico asadito, el último quizá…
No me gusta hacerme a la idea del último asado, la última limpieza, el último café… pero es la cruda realidad y no queda más que aceptarla. No es que me haya arrepentido… ¡claro que no! A esta altura rondan mi cabeza unas ansias de libertad tanto tiempo postergadas que, sin duda, sabré encarar el desafío cuando llegue el momento, y lo espero con fervor.
Pero es esta cosa de mirar las paredes y recordar cuando no eran más que un bosquejo sobre el tablero, unos cuantos ladrillos y la ropa sucia de los albañiles amontonada en lo que algún día sería mi hermosa cocina de campo. En aquel entonces intentábamos decidir sabiamente entre l
ajas y pórfidos, día y noche haciendo cuentas, batallando con el arquitecto, tomando fotos para el recuerdo…
Recuerdos, tantos que es inútil intentar abarcarlos todos.
Tristeza cada vez que cierro la puerta y una voz dentro de mi cabeza repite sin cesar “No vas a volver”.
Nostalgia de un pasado que pudo hacerme feliz.
Me niego a llorar, pero no puedo evitarlo.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Cónyuge, amante y fato

Material de archivo (parcialmente editado)

- ¿Saliste ayer?
- Sí, con una del elenco estable, cero esfuerzo.
- ¿Qué elenco estable?
- Cinco o seis minitas que están dando vueltas siempre, hace años. Cada tanto se suma una o se da de baja otra, es como una cofradía.
- ¿Se conocen entre ellas?
- Algunas sí, pero no se hablan los muertos en el patio. Son chicas antidepresivas, ese es el principio de funcionamiento de los amantes.
- No entiendo.
- Ese es el trabajo del amante por definición. Imaginate un amante al que llamás una vez por mes y te dice “no sabés los quilombos que tengo…” y bla bla bla. Los amantes son como refugios en la tempestad de la vida diaria y se tienen que comportar como tales.
- A mí me enoja que la gente hable de "amantes" en plural como si fuera algo trivial, sin importancia. Lo que vos decís no son “amantes”, son “fatos” y nada más.
- Yo no hablo como trivial…
- El amante es otra cosa, es mucho más que eso, mucho, pero mucho más que un simple relax.
- No, Menta ¡no! Esa es TU definición de amante, que no necesariamente tiene que ser la mía.
- Pero tal parece que amante es cualquiera que te ayude a pasar el rato. Es muy grande la palabra amante para definir eso.
- En realidad es así, porque si vos querés a alguien para más que pasar un rato, para pasar TODOS los ratos, lo definís como pareja, marido y mujer, novios… El que fue amante responsable sabe que siempre está en segundo lugar.
- No. Amantes son “los que se aman”. Lo que vos decís es otra cosa. El cónyuge no necesariamente comparte TODOS los momentos, a veces (muchas veces) ni siquiera los une el amor y lo mismo pasa con el fato. El amante está por encima de todo eso. ¿Viste la pelicula de Robert de Niro, “Enamorándose"?
- Sí.
- Ellos tienen sus matrimonios casi perfectos y un día se conocen y se enamoran. Son “amantes” (no fatos) y se aman más que a sus parejas estables.
- Ahí está el tema, vos lo dijiste… "CASI"
- Y sí, porque si tenés TODO en el matrimonio, no lo buscas afuera. Si querés diversión, buscás un fato. Pero si querés “amor” de verdad, la palabra es “amante”. Lo que venga después, es otro tema.
- Entonces ¿qué puesto ocupa el amante en la vida de la pareja?
- Ninguno. Es independiente de la pareja, tal vez el complemento o más que eso, no sé. Y no me gustan los hombres que tienen un harem de amiguitas y se jactan de eso.
- Estás proyectando en mí tus vivencias.
- No es cierto.
- Sí.
- No.
- Menta...
- ¡Ufa!

lunes, 22 de septiembre de 2008

Advertencia

María Antonieta dijo una vez, refiriéndose a su archienemiga la bella condesa Du Barry: "Esta mujer no volverá a escuchar el sonido de mi voz". Y vaya si lo sostuvo, tanto que el caprichito constituyó un problema de estado y el rey se vio obligado a intervenir para calmar las aguas.
Aún así, la rebelde princesita continuó dando pelea. Y no estaba
errada... Porque nada hay más devastador que el silencio, la indiferencia que fustiga, fría y filosa como la hoja de un bisturí.
Sufrir y hacer sufrir, esa es la cuestión. Con o sin intención, a veces sin medir el daño ni poder repararlo.
Si es cierto lo que dicen por ahí... "lo que no mata, fortalece", me consta que ha de ser muy a la larga. El problema es cómo capear el temporal que te deja indefenso en medio del caos, el ahora, el presente. El dilema es cómo salir.
Yo no soy ni quiero ser María Antonieta... Bueno, a veces sí, sobre todo en la época de las vacas gordas cuando se compraba esos sombreros gigantescos con plumas y puntillas y organizaba fiestas y bailes y todos caían rendidos ante su encanto juvenil.
No lo soy, claro que no, ni soportaría que lo fueran conmigo... Pero si de algo estoy segura es que si me buscan, me van a encontrar. No tengan dudas.
He dicho.

domingo, 21 de septiembre de 2008

La primavera según Haydn - Parte II

Lía llegó sin aliento justo a tiempo para el “Komm, holder Lenz!”, el canto dulce y majestuoso que anuncia la primavera. Como solía hacer, me abrazó por detrás y me besó en el cuello, no sé de dónde había sacado esa costumbre.

L: ¿Por dónde van?
M: Número dos grande, compás setenta y cuatro… no ochenta y cuatro.
L: Cantá, yo te sigo.

Y cantamos a voz en cuello disfrutando cada instante de esa maravillosa mañana de noviembre, obedeciendo a ciegas los cortantes movimientos de batuta del maestro S que, como si alguien pusiera aún en tela de juicio su notable excentricidad, insistía en que el acto del “Juhe, juhe, der Wein ist da!” teníamos que interpretarlo como si de verdad estuviéramos al borde del coma alcohólico.
Lía aprovechó el intervalo para comprar galletitas en el kiosco de la esquina. Caminé para estirar las piernas y respirar aire puro en el balcón que da sobre la avenida, mirando de reojo los pelos encrespados del dire que fumaba un cigarrillo recostado sobre la balaustrada.

-Miren… ahí viene
-¿Quién es? ¿Cómo se llama?
-¡Shhhh! No sé, pero es la chica que sale con Lía.
-¿Estás segura?
-Y… si están todo el tiempo juntas.
-Sí, pero…

Giré 180 grados sólo para ver las tres caras más odiosas del mundo escrutándome con malicia, intentando determinar si verdaderamente era yo la “novia” de Lía. Se me llenaron los ojos de lágrimas, cerré los puños y juro por essssta que en cualquier otra circunstancia les dejaba los ojos en compota.
Alguien me habló o me preguntó algo, no recuerdo bien… Sólo sé que al rato las Gorgonas desaparecieron y escuché el inconfundible canto de la tuba, señal de que había terminado el recreo.

L: ¿Querés? Compré Chocolinas que a vos te gustan.
M: No, gracias.
L: ¿Qué pasa? ¿Te sentís mal?
M: No, nada…

Pero me tensé como la cuerda de un violín cuando me acarició la espalda con ese gesto suyo tan cariñoso. Sabía que las tres harpías observaban la escena, me pregunto si sólo ellas hilvanarían una historia que no tenía sentido para mí o si alguien más, quizá muchos más o todos… ¡todos! ¿Pero cómo es que no me di cuenta antes? Tuve el impulso de salir corriendo, rabiosa conmigo misma, con Lía, con el maestro S y con Haydn y sus Jahreszeiten.
Pero algo me mantuvo en mi lugar, algo, no sé bien qué. Quizá el llevar la contraria o el deseo de saber, de comprobar... El deseo. Sí, sospecho que en el fondo algo de eso había.
El concierto fue un éxito apabullante, el público continuaba aplaudiendo de pié luego del segundo
bis.
Salimos en manada rumbo a los camarines. Allí estaba el trío maquiavélico (últimamente me las cruzaba en todas partes) y sin saber bien por qué, en un arranque de rebeldía adolescente, detuve en seco a Lía, la abracé muy fuerte y le dije más fuerte aún: “¡Gracias! ¡Esto no hubiera sido lo mismo sin vos! ¡Me hiciste muy feliz!“ Y si no me besó en la boca es porque se quedó de piedra y aún hoy debe estar tratando de entender.
Volvimos a vernos otras veces en otros tantos conciertos, pero ninguno semejante a éste, ninguno igual de sinfónico y primaveral. Por las dudas, me encargué de hacerle saber que “mi novio“ adoraba escucharme cantar y sospecho que no lo tomó muy bien. Debe ser por eso que no volvió a besarme en el cuello nunca más.


sábado, 20 de septiembre de 2008

La primavera según Haydn - Parte I

“¡El ensayo general empieza puntual a las 10 en el Cervantes!” tronó la hermana del dire, haciendo pantalla con las manos alrededor de su enorme bocaza. Lo que olvidó mencionar es que se prolongaría por más de seis horas y hubiera estado bueno llevar sanguchitos para acallar los ruiditos del hambre.
En aquella oportunidad, allá por 1995, dábamos vida a la preciosa ópera bufa de Haydn, “Las estaciones”, maravillosamente expresiva, con pasajes de formidable intensidad como “la tormenta” o la escena de la caza. Mi preferida
fue siempre “la primavera”, con ese aire despreocupado y juvenil que Haydn supo imprimir a su obra pisando ya los límites de la ancianidad…
“Sei nun gnädig, milder Himmel!"
Tardé varios minutos en encontrar el camino. Para variar, entré por la puerta equivocada, subí la escalera equivocada y me perdí en los pasillos equivocados para terminar media hora más tarde preguntando al portero cómo diablos se llega a la sala A del corredor B que está del lado del salón C, en el ala D…
“¡Puez claro, joer! Zubiendo la ezcalera, al fondo, la puerta grande, coño.” Gallego caradeojete, la @/$)/%&·(/&$(/&%$... ¿qué culpa tengo yo si no me dan un mapa del laberinto?
A las cansadas, llegué. El maestro S corría de acá para allá con su espasticidad característica
previa al concierto. La sala enorme y luminosa, el aire cargado de vibraciones, las cuerdas afinando, los trompetistas en plena limpieza de lengüetas (sólo rememorarlo me da arcadas… puajjjjj), la soprano con su voz de cristal bien templado vocalizando en soledad, ajena a todo, deslumbrante e inaccesible… y el coro bullicioso parloteando ininterrumpidamente, disputando el lugar más cómodo en las gradas, planeando la comilona post-concierto… ¡felices!
La busqué entre la multitud, no estaba. Qué raro… ella era uno de nuestros principales refuerzos, le pagaban por estar ahí. Me dio tristeza no encontrarla, me sentí tan sola, como perdida.
Nos conocimos días atrás en uno de los últimos ensayos del coro. Lía tenía unos años más que yo, sin ser bonita era dueña de un encanto inusual y una voz increíblemente bien timbrada. Me acomodé a su lado y en la pausa le dije al oído “Quiero cantar con vos”. Me miró asombrada y sonriendo respondió: “Quedate conmigo, cantemos juntas”. Y desde entonces fuimos culo y calzón.

Die Abendglocke hat getönt.
Von oben winkt der helle Stern,
und ladet uns zur sanften Ruh.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Mudanzas y romances

Octubre 1995

Me despedí con un fuerte abrazo.
Como toda primer “gran” oportunidad, tuvo lo bueno y lo malo. Aprendí mucho, en especial a ser fuerte y dominar el carácter, a ser productiva, a pensar con rapidez, a plantear soluciones y no problemas. A cambio, supieron explotarme a conciencia y al final me pagaron la liquidación en tan cómodas cuotas que apenas alcanzó para los regalitos de Navidad. Fueron nueve meses de agotadora convivencia laboral soportando gritos, humillaciones, serruchadas a traición… pero en el fondo nos queríamos.
El mes anterior habíamos mudado la oficina a una casona maravillosamente grande en Laprida y
Las Heras. Debieron reacondicionarla por completo y en ello puso manos a la obra la arquitecta amiga del Jefe, con esos aires de asquerosita bien que compensaban con generosidad su muy escasa estatura y sus piernas chuecas. Demás está decir que lo que no se veía quedaba como estaba, por ende la casona terminó siendo una caja de sorpresas permanente. Pero le tomé cariño, aunque no tanto como para reconsiderar mi renuncia.
Estaba Federico M, el diseñador gráfico que proyectaba cursos y campañas que jamás vieron la luz. La primera vez que lo vi me flasheó. Nos cruzamos en el pasillo de la antigua oficina… “Hola ¿qué tal?” y seguí mi camino reprimiendo el deseo de volver la vista atrás.
Con el tiempo nos conocimos mejor y diré que congeniábamos… sí, bien, bastante bien.
La mudanza llevó semanas de preparación, un inventario extremadamente detallado de los enseres, bolitas de telgopor saltando por los aires, almuerzos improvisados de pizza y empanadas sobre montañas de canastos que se multiplicaban como conejos y ese buen humor que trae el cambio y la primavera.
Nos mudamos. Hubo que trabajar de sol a sol aunque, al cabo de la jornada, lo único vagamente aceptable era la oficina del Jefe que él mismo equipó mientras los subordinados subíamos y bajábamos escaleras cargados como mulas, sudando la gota gorda, cansados, pretendiendo que lo hacíamos por propio interés.
Federico M estuvo muy cariñoso ese día. Tuvimos un acercamiento de lo más apasionado a escondidas de los demás, que se arrastraban entre los escritorios demasiado ocupados para percatarse.
No duró tanto como esperaba, sólo hasta el día del “Adiós” cuando, con mi vestido largo y floreado, bajé por última vez la gran escalera de la casona y el Jefe me apretujó entre sus brazos susurrándome al oído que me iba a extrañar.
A veces pienso en ellos, pero las caras flotan en un pasado nebuloso que no quiero revivir del todo. El balance nunca me cerró, ni siquiera Federico M y sus aires de enamorado.


martes, 16 de septiembre de 2008

Mi secreto me condena

El acto de graduación se anunció con bombos y platillos, con suficiente anticipación para encender un nerviosismo contagioso entre quienes aún bailaban sobre la cuerda floja de los últimos finales.
El comunicado oficial -firmado de puño y letra por el director de la carrera- felicitaba calurosamente a los futuros licenciados invitándolos a participar en la gloriosa velada y, como quien no quiere la cosa, detallaba al pasar los precios de la túnica y el birrete que “estarían a disposición de los interesados previa reserva y
seña”. ¡Válgame, Dios! Con lo que llevábamos pagado en esos cinco años bien podrían habernos regalado un Versace a cada uno para saldar cuentas…
El evento tuvo lugar en junio de 1997. Desde el primer instante supe que no asistiría, por eso ni me probé la túnica y poco me importó idear un mecanismo infalible para que el birrete quedara quieto en su lugar y no resbalara por mi pelo lustroso y planchado obligándome a acomodarlo tras el más ínfimo cabezazo.
No obstante participé de todos los ensayos presididos por Olga, la bedel de turno siempre tan malhumorada, con sus taquitos martillando el piso y los anteojos en la punta de la nariz. Amargada, mal cogida, gruñona…

“Ponete acá ¿no entendés? Correte para atrás ¡tanto no! ¿no ves el escalón? ¡Cállense todos, no me dejan pensar!"

Y así transcurrían las tardes intentando memorizar lugares y secuencias, disfrutando de aquélla nuestra última etapa estudiantil, maquinando planes para un futuro todavía tan incierto.
El año anterior salí un tiempo con P, el mejor alumno de la carrera aunque, a juzgar por su aspecto sóloquiero-rockandroll, nadie lo hubiera sospechado. Jamás existieron envidias entre nosotros pese a que me arrebató (con justicia) el beneficio de la beca que la facultad a regañadientes asignaba a los mejores promedios. Nos admirábamos mutuamente aunque –modestia aparte- la estudiosa era yo, él simplemente tenía un enorme talento.
Como sea, mi único y gran alivio fue que por esa vez no tendría que renunciar a portar la bandera por el simple hecho de que no la merecía. Claro que el segundo lugar estaba igual de cerca del mareo que ya proyectaba en mis peores pesadillas, el que me catapultaría a la fama como “la que se desmayó en el acto de graduación”, una masa inerte sobre la alfombra roja, la túnica en desorden dejando ver mis pálidos tobillos, el birrete rodando como la bola de pasto por los escalones del escenario y en el aire un silencio sepulcral que lo haría ver todo más vergonzoso.
No fue tan difícil decidirme. Estaba escrito.
Me convencí de que el acto no era tan importante como parecía, no sumaba ni restaba, ni siquiera me tentaba la idea de lanzar por los aires el maldito birrete que para ese entonces habría logrado adaptarse a la forma de mi cabeza.
Sencillamente decidí no ir. Y lo gracioso es que, cuando al cabo de un par de semanas, pasé por la oficina de la Administración a buscar el título y me soltaron un sermón de la gran flauta por mi ausencia premeditada, el que salió en mi defensa como un auténtico caballero andante fue P, el abanderado, el mejor de los mejores, el number one… que, por el simple hecho de llevar la contraria, tampoco había asistido al acto de graduación con lo cual ese año la carrera "vedette" de la Universidad se vio despojada de abanderado y escolta y al director casi le da un soponcio cuando a último momento hubo que reubicar caras, nombres y diplomas de honor. Por poco nos tiran las medallas por la cabeza. ¡Peor para ellos!
Por cierto, nunca hablé mucho del tema. Mi papá sigue creyendo que el acto se suspendió porque el rector resbaló un día de lluvia por la escalera de mármol y el yeso que lo envolvía de pies a cabeza lo dejaba en situación poco digna para pronunciar el discurso.
Lo reconozco, mea culpa… Tengo fobia a todo evento que involucre bandera, estrofas del Himno Nacional y entrega de premios de cualquier tipo y factor. Es mi talón de Aquiles… bueno, sí, uno de ellos…


viernes, 12 de septiembre de 2008

En el country pasan cosas...

Me sobresaltó el aullido del perro a esa hora temprana de la mañana. Solté el plumero y corrí alocadamente, a riesgo de resbalar por la escalera y no contar el cuento.
Iba y venía por el fondo del jardín olfateando la alambrada, nervioso. Lo llamé y no respondía, seguía con la vista fija en el mundo exterior, más allá del cerco perimetral que lo separa de los perritos pandilleros envidiosos de su buen pasar. Sin embargo, no escuché otro ladrido, sólo el vozarrón de mi adorado hijito que vale por una jauría completa.

“¿Se puede saber qué pasa? ¡Vení para acá! ¡Vení te digo!”

Me miró y siguió ladrando sin perjuicio de remarcar territorio por enésima vez, por si acaso.
Con cautela me acerqué a la alambrada. No escuché ruidos ni vi nada anormal. Del otro lado del perímetro se extiende la ruta vieja, de tierra, y más allá las chacras de los lugareños, un criadero de pollos, el molino de viento y campo, mucho campo…

“¿Ves que no hay nada? No sé qué te pasa últimamente que ladrás por cualquier cosa.”

Puso su mejor cara de ofendido, gruñó y volvió a pegar el hocico contra el cerco.
Muy a mi pesar corrí las pesadas ramas de las lambertianas, dispuesta a dirimir la cuestión de una vez por todas.

“¡Ay! ¡Ayyyyyyyyy!”

Retiré la mano que me dolía como la gran siete y busqué a tientas, sin osar acercarme demasiado, el objeto contundente que me lastimara. Entonces el perro ladró con mucha fuerza y casi me caigo de traste cuando vi asomar entre el follaje esa cosa punzante, como la punta de una lanza o un… un… ¿PICO?
¡Jesús, María y Jose! No sé si reír o llorar o gritar o todo junto y en desorden. Lo que asomó detrás del pico se me quedó mirando con unos ojos grandes como de vidrio, tan curioso como yo asustada y de inmediato se enzarzó en lucha insensata contra la alambrada hasta que logró picotear un fruto anaranjado que no pude identificar pero que sin duda le pareció muy sabroso.
La cosa tenía una cabeza redondita y peluda de lo más cómica, el pico prominente y fuerte, un cuello muy largo y el cuerpo gordito lleno de plumas esponjosas. Caminaba en dos patas y me
observaba con mucho interés, casi tan alto como yo y tan gracioso…
¡Un ñandú! ¡Sí, señores, un ñandú de carne y hueso! ¡Yuuupiiiii!
Y pensar que había creído verlo todo… Qué va, la de cosas que pasan en el country, si lo cuento no me creen… Tengo un ñandú comiendo fruta en el fondo de casa, una familia de simpáticos benteveos especializada en hurtar el balanceado de mi perro, la comadreja que ahora anida en la casa vacía de la esquina y unos niñitos con cara de consternación han venido a ofrecerme cinco gatitos recién nacidos que adoptaría de buena gana, de no ser porque el próximo mes estaré mudando mi vida de vuelta a la gran ciudad.

domingo, 7 de septiembre de 2008

El extraño de pelo largo

Me despertó el olor a pan tostado que siempre me hace delirar con desayunos campestres, café bien caliente, mermeladas del sur, frutas jugosas y Chocolinas. Por cierto, algo que no puede faltar en mi alacena ¡son las Chocolinas! Y si pudiera darme el gusto, diría que también las Okebón de animalitos con azúcar, pero ya es mucho pedir…
Me esperaba una jornada fatigosa, el tercer concierto al hilo en lo que va de la temporada y, sin embargo, hoy no sentí la felicidad de otras veces.
Claro que la gala del lunes en el CNBA es indudablemente difícil de superar. Lo intuí en cuanto pisé el primer peldaño de la gigantesca escalera de mármol que
conduce al aula magna, como una vibración en la espina dorsal. El maestro S estaba exultante, nunca lo vi disfrutar tan a pleno, sin batuta porque él dirige con las manos, con el cuerpo, con las teatrales expresiones de su cara… Es increíblemente capaz de transmitir cualquier orden y emoción con una simple mirada. Fue un auténtico orgasmo musical hasta para los desaliñados alumnos que observaban con asombro los golpes de arco de los violines y el rasgueo suave de las uñas del clave.
H anticipó que no me acompañaría. “Un concierto está bien… dos, puede ser… ¡pero tres! ¿Mirá si yo te llevara a la cancha a ver a Chicago tres domingos seguidos? No te enojes, la próxima capaz que voy…”
Era de esperar, sin embargo no me angustia ni me preocupa. Puedo sola, últimamente me sorprende gratamente descubrir que puedo mucho más de lo que imagino.
El viaje en combi fue rápido. A nadie extrañó mi atuendo completamente negro y elegante, nada apropiado para un domingo en el country. Y si me preguntan, diré que me ha invitado a almorzar el conde Drácula y, por si acaso, llevo en la cartera la famosa chalina plateada para ocultar las marcas de los colmillos en mi largo cuello.

Taconeé sobre la avenida tratando de decidir cómo malgastar el tiempo hasta la hora del ensayo.
Me senté en el bar de Córdoba y Uruguay y fue como si no existiera, ni la carta me trajeron. Cansada de esperar, me fui lanzando quejas que nadie escuchó, guardé el celular y enfilé hacia quién sabe dónde.
Fue entonces cuando escuché la voz a mis espaldas, sentí miedo y confusión, aceleré el paso pero no sirvió de nada. Se adelantó e insistió una vez más: “Sos lo más lindo que vi hoy. Te invito a comer, quiero conocerte…” Que no, que estoy apurada, tengo compromisos y bla bla bla…
No me detuve ni a mirarlo aunque él seguía caminando a la par. Al fin nos atrapó el semáforo. Seguí en mis trece, refunfuñando y negando con la cabeza. De pronto desapareció, crucé la calle a toda velocidad y, cuando creí haberlo perdido para siempre, me cortó el paso con brusquedad y puso un ramo de flores delante de mis narices haciendo una reverencia de lo más galante y ridícula. Muy a mi pesar, reí con ganas. No tenía pinta de violador…
Miré la hora, era temprano. No sé por qué acepté, quizá porque me convencieron sus ojos claros y risueños o porque hoy, precisamente hoy, necesitaba compañía. Comimos unas pastas de lo más sabrosas, con mucho queso y pancitos especiados. Escuché su historia pero no quise revelar la mía, aunque se moría por saber.
Me gustó su estilo, la forma de referirse a las cosas más sencillas, su pelo largo y esa sonrisa
cómplice. El café se extendió algo más de la cuenta, se hacía tarde y no quise decirle a dónde iba. Tampoco accedí cuando me pidió el teléfono ¡no, señor! Anotó su número en una servilleta… “Cuando me llames no será sólo para tomar un café”. Me causó gracia el exceso de seguridad pero, aún así, lo guardé en la cartera.
Nos despedimos en medio de la calle, quería acompañarme pero no lo permití. Quizá algún día volvamos a vernos, no lo sé, por ahora definitivamente NO…
Ah, me olvidaba… El concierto estuvo bien, nada espectacular, pero sonó aceptablemente bien.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

El olor de las especias

El increíble caso del tano Gaitán y la cajita de latón. (Una historia verídica)

Al tano Gaitán le mandaban encomiendas de Italia. Especias sobre todo, como si acá no existieran… Cada tanto llegaba un paquete bien abultado que la esposa se ocupaba de ventilar por el barrio, haciendo alarde de sus raíces piamontesas. Frascos y cajitas llenas de sabores hacían la
delicia del tano y sus nobles descendientes.
Era de dominio público el exquisito aroma del estofado dominguero que escapaba desde temprano por la ventana entreabierta del zaguán. La familia unita reunida en torno a la mesa grande, el bullicio ininterrumpido de conversaciones pintorescas, los niños correteando entre los maceteros, una copa que cae y derrama el vino rojo sobre el mantel a cuadros, manos solícitas llenando platos, alguna reprimenda en dialecto y un sopapo bien merecido, el abuelo dormitando sobre las miguitas de pan y, como telón de fondo, canciones de Nicola Paone que han hecho historia.
El tano Gaitán se pavoneaba con orgullo haciendo notar que sus estofados tenían el aroma único de especias traídas del otro lado del océano. Ciertamente exageraba, pero era feliz.

Cuentan las malas lenguas que un día, hace ya muchos años, llegó el aviso del correo y, como de
costumbre, el tano corrió a buscar su bendita encomienda. Volvió con el paquete bajo el brazo, sonriendo orgulloso, aprovechando el saludo ocasional para comentar -como quien no quiere la cosa- que acababa de recibir una nueva y jugosa provisión de sabores importados.
El tano y su mujer se abocaron inmediatamente a la tarea de clasificar los frascos, olfatear el contenido y disponerlos en estricto orden sobre el aparador de la cocina. Excepto la cajita de latón herméticamente sellada, sin identificación que delatara el contenido…
“Deve essere qualcosa di speciale” comentó Gaitán a su mujer. Y la abrieron con sumo cuidado, como si se tratara de un tesoro de las Mil y Una Noches.

-¿Ma’ che cos'è questo?
-¿Ha gusto?
-Mmm… E’ amaro… Può essere pepe…
- Se non siete sicuri…
-¡É pepe! ¡É pepe!

El tano, chocho de la vida, colocó la cajita en el lugar de honor e instó a la buena de su mujer a no escatimar el contenido. Pimienta por aquí, pimienta por allá, pimienta para todo y así se fue
vaciando de a poco la cajita. Los comensales bien alimentados se encargaban de pregonar a los cuatro vientos que no había en el mundo mejor estofado que el de Gaitán.
Poco tiempo después llegó la carta de Italia. Se había extraviado, el sobre arrugado hablaba a las claras de las idas y vueltas de un mensaje que debió haber llegado mucho antes.
Era una carta triste, había muerto el tío abuelo de Gaitán que era ya muy viejito y, respetando su última voluntad, se habían repartido sus cenizas entre los descendientes que se vieron obligados a aceptar el recuerdo sin rechistar. Y según los términos de la carta, la porción destinada a Gaitán viajaría en la consabida encomienda, “una scatola di latta assieme a la spezie…” Sólo que el paquete llegó meses antes que la carta…
A más de uno le hubiera gustado ver la cara del tano cuando descubrió que la famosa cajita que guardaba como un tesoro en lo alto del aparador encerraba ni más ni menos que las cenizas del finado. Y pensar la de estofados que habían sazonado con la exótica “pimienta”…
Pero eso no fue lo peor. Hasta el último día de su vida, Gaitán, otrora vanidoso de su buena estrella y de sus especias del viejo continente, debió soportar el escarnio público y los gritos airados de su mujer que no se cansaba de recordarle a toda hora, día tras día, como la gota que horada la piedra: "¡Ma’ qué pepe, mascalzone! ¡Abbiamo mangiato il morto!"