Felicitas era una niña bien de la sociedad porteña.
La mayor de varios hermanos, acunada desde la más temprana infancia en los brazos de su buena nana Edelmira, floreció a la vida entre románticos folletines y dulces vidalas que cantaba con voz de ángel para deleite de su círculo más íntimo.
Apenas dieciséis años, fue prometida en matrimonio al hombre más próspero de la época. Las tierras de Álzaga se extendían a lo largo y a lo ancho del país, su hacienda era el orgullo del campo
argentino.
Se amaron, a la manera en que una tierna adolescente es capaz de amar a un hombre que triplica su edad. Él la adoraba.
Tuvieron dos hijos. Ninguno sobrevivió. A la tristeza de esta doble pérdida, se sumó luego la muerte de su esposo.
Joven, viuda y estanciera…
Dicen que era muy bella lo cual, sumado a su vasto patrimonio, atraía decenas de pretendientes a quienes, cuando mucho, premiaba con una sonrisa y alguna mirada distraída.
Felicitas amaba sus tierras, en especial la hermosa estancia “La Postrera” cuyos montes bebían las quietas aguas del Salado. Quiso empuñar las riendas del negocio y no se lo permitieron. ¿Dónde se vio a una mujer ocupar el lugar que ha sido predestinado a los hombres?
Sin ceder un palmo en sus convicciones, alternaba la vida del campo con el sosiego de su querida quinta de Barracas, la quinta de Álzaga.
Un día se enamoró y la felicidad inundó sus ojos de un brillo resplandeciente. Volvía a vivir.
Fue entonces cuando el capricho del destino tronchó para siempre su juventud. Un infeliz pretendiente de apellido Ocampo, presa de una pasión enfermiza que dejaba
traslucir en peligrosas y reiteradas amenazas, se entregó a la furia de su amor no correspondido y la asesinó cobardemente en la puerta de la quinta. Luego se quitó la vida… o se la quitaron. Eso nunca quedó claro, el arma desapareció en el acto.
Felicitas se convirtió entonces en mito, leyenda y fantasma. Sus seres queridos la lloraron durante años y le rezaban como a una santa.
Dicen que el alma vaga ausente bajo la bóveda de la iglesia que sus padres erigieron para honrar su memoria. Cada 30 de enero, los espíritus sensibles han de escuchar sus lamentos y, si la ocasión es propicia, quizá entrevean una forma blanca y vaporosa deslizándose silenciosamente en la penumbra del templo.
Tarde o temprano, la apasionante y desgarradora historia de Felicitas Guerrero tenía que ser filmada. Pero no era necesario hacer de su vida un montaje épico basado en distorsiones pretenciosas que nada tienen que ver con la realidad de la protagonista.
Bonito vestuario, magnífica fotografía, un guión que flaquea por momentos y se alarga injustificadamente.
Muy lejos de nuestra inolvidable “Camila”, la puesta de Constantini es un precario señuelo para un público sediento de cotilleo histórico, esos que se muestran conmovidos ante la muerte de Felicitas y por lo bajo insinúan… “Algo habrá hecho”.
La mayor de varios hermanos, acunada desde la más temprana infancia en los brazos de su buena nana Edelmira, floreció a la vida entre románticos folletines y dulces vidalas que cantaba con voz de ángel para deleite de su círculo más íntimo.
Apenas dieciséis años, fue prometida en matrimonio al hombre más próspero de la época. Las tierras de Álzaga se extendían a lo largo y a lo ancho del país, su hacienda era el orgullo del campo

Se amaron, a la manera en que una tierna adolescente es capaz de amar a un hombre que triplica su edad. Él la adoraba.
Tuvieron dos hijos. Ninguno sobrevivió. A la tristeza de esta doble pérdida, se sumó luego la muerte de su esposo.
Joven, viuda y estanciera…
Dicen que era muy bella lo cual, sumado a su vasto patrimonio, atraía decenas de pretendientes a quienes, cuando mucho, premiaba con una sonrisa y alguna mirada distraída.
Felicitas amaba sus tierras, en especial la hermosa estancia “La Postrera” cuyos montes bebían las quietas aguas del Salado. Quiso empuñar las riendas del negocio y no se lo permitieron. ¿Dónde se vio a una mujer ocupar el lugar que ha sido predestinado a los hombres?
Sin ceder un palmo en sus convicciones, alternaba la vida del campo con el sosiego de su querida quinta de Barracas, la quinta de Álzaga.
Un día se enamoró y la felicidad inundó sus ojos de un brillo resplandeciente. Volvía a vivir.
Fue entonces cuando el capricho del destino tronchó para siempre su juventud. Un infeliz pretendiente de apellido Ocampo, presa de una pasión enfermiza que dejaba

Felicitas se convirtió entonces en mito, leyenda y fantasma. Sus seres queridos la lloraron durante años y le rezaban como a una santa.
Dicen que el alma vaga ausente bajo la bóveda de la iglesia que sus padres erigieron para honrar su memoria. Cada 30 de enero, los espíritus sensibles han de escuchar sus lamentos y, si la ocasión es propicia, quizá entrevean una forma blanca y vaporosa deslizándose silenciosamente en la penumbra del templo.
Tarde o temprano, la apasionante y desgarradora historia de Felicitas Guerrero tenía que ser filmada. Pero no era necesario hacer de su vida un montaje épico basado en distorsiones pretenciosas que nada tienen que ver con la realidad de la protagonista.
Bonito vestuario, magnífica fotografía, un guión que flaquea por momentos y se alarga injustificadamente.
Muy lejos de nuestra inolvidable “Camila”, la puesta de Constantini es un precario señuelo para un público sediento de cotilleo histórico, esos que se muestran conmovidos ante la muerte de Felicitas y por lo bajo insinúan… “Algo habrá hecho”.