martes, 30 de noviembre de 2010

La Flor

Hay una esquina en mi barrio que es distinta a todas las demás. No tanto por su pasado, tampoco por su futuro. No es la fachada, no son sus anécdotas. La diferencia, aquí, la marca su gente.

Hace más de cien años, en la ochava de Suárez y Arcamendia, nacía un bar que, tras varios nombres y dueños, terminó llamándose “La Flor”. Y, como cada rincón lleno de historia, perfiló la vida de los habitantes de la zona. Los vecinos bien saben que, al morir los últimos propietarios, el edificio permaneció cerrado a la espera de la venta que lo convirtiera en un lavadero, un videoclub o una torre de departamentos. Corrió serio riesgo de demolición pero la gente se opuso, protestó, pataleó y entonces se apagaron los proyectos apenas esbozados.

Habrá memoriosos que recuerdan mil y una anécdotas de La Flor. Costumbres, visitantes ilustres, avatares políticos, historias de amor, discusiones deportivas, vermuts con los amigos… Y es que la historia de La Flor se sigue escribiendo desde que su reapertura atrajo a un público renovado que se remonta a lo largo del siglo para contar la leyenda. Una historia que comienza el día en que doña Victoria y sus hijos salvaron a la Flor de su desaparición y le devolvieron la alegría y el amor de la buena cocina.

Es que La Flor es un lugar ecléctico. A su mesa se sienta el cartonero que pasa por la esquina, la misma mesa que otrora ocupara Bartolomé Mitre. Conviven jóvenes y viejos, no hay distinción de clases ni de credos. La comida tiene el sabor de lo casero y lo abundante, como las milanesas de la abuela y el arroz con leche con aroma a canela.

En La Flor, uno se siente en familia.

domingo, 28 de noviembre de 2010

La bruja mala del cuento

Rosemary me odia.

No se trata de un sentimiento pasajero ni de un simple escozor. Y no es sólo por mi exceso de juventud y mi apabullante sex appeal. Tampoco porque me reí la vez aquella que dio de bruces contra el piso en medio de un revoleo de partituras y pañuelitos de papel, exponiendo a la vista de todos su lado menos agraciado.

Al principio lo atribuí a los celos que despertaban las miradas incendiarias del maestro S. Es un secreto a voces que Rosemary arde de pasión por nuestro querido director, un amor no correspondido, claro. Pues, aunque el maestro S ha visitado la cama de cuanta fémina cruzóse en su camino, por algún motivo ha esquivado desde siempre los encantos de Rosemary. Sospecho que el rechazo reiterado ha terminado por agriar su carácter y volverla finalmente en mi contra.

Algo de mí aviva toda su envidia reconcentrada, algo que perdió o que nunca tuvo. Una cuestión de piel, la ausencia total de afinidad, lo que comúnmente se llama “química”. Es un odio acendrado y con olor a podrido que me convierte en el blanco de sus comentarios más ponzoñosos. Si acaso se me da por esbozar una idea innovadora, la desaprueba entre carcajadas insolentes. Se ríe de mí y de quienes agradecen el esfuerzo, se ríe de todos, se cree superior y teme contagiarse entre la chusma. Para peor de males, el maestro S la endulza con palabras zalameras, le da la razón como a los locos y luego simplemente la ignora.

Es que Rosemary es la tesorera del coro, la que maneja la tarasca como si fuera su propio bolsillo el que soporta los muchos gastos que la buena música demanda. Por eso, ni siquiera él se atreve a contradecirla. Él no pero yo, sí.

El otro día, a minutos de comenzar el gran concierto de la temporada, la escuché quejarse del calor y de la incomodidad de cantar de pié sin ver de cerca la batuta. Habló pestes de los músicos que pretendían un aumento en el ínfimo cachet y escupió con rabia:

-Que alguien me explique cómo es que a Martita la sentaron en primera fila si no canta nada, se la pasa haciéndole sonrisitas al maestro.

Entonces, como quien no quiere la cosa, me acerqué bamboleando las caderas y me di el gusto de decirle al oído:

-¿Cómo? ¿No sabías…? Qué raro, vos que estás en todas… Hace meses que el dire y Martita son n-o-v-i-o-s. ¿Viste qué linda pareja hacen? Se los ve muy enamorados… ¿Decís que ella no canta? ¡Sí que canta! Desde que está con el maestro, canta mucho mejor. Le dará clases bajo las sábanas… No sé, digo yo.

Y fue como hacerle morder la manzana envenenada que de buena gana me hubiera hecho tragar sin ningún remordimiento. Se me quedó mirando incrédula, con esa expresión de tótem momificado, y es seguro que, de haber estallado una granada en sus zapatos, no se habría percatado.

-Ah… qué lindo tenerla a Lola en el concierto. Toca tan bien… ¡es un ángel! Suerte que los de El Colón nos la prestaron. Bueno, “prestado” no. Debe cobrar caro ¿no? Che… ¿te alcanza para pagarle? A ver si pasamos papelones… Qué linda que te queda la tintura, Rose. Lo tuyo es el platinado, la verdad que sí.