viernes, 18 de febrero de 2011

Solfeo que me hiciste mal

Doña Teresita era la directora del Instituto W, donde mamá nos llevaba a mi hermana y a mí a estudiar danzas clásicas cuando éramos pequeñas y dóciles.

El instituto era, en realidad, una casona centenaria del barrio de Barracas cuyas principales habitaciones habían sido equipadas con espejos y barras, manteniendo cierta privacidad el resto del edificio, al otro lado del patio, donde residían doña Teresita y su marido. A éste nunca lo vi, pero nos retaban si hacíamos ruido porque el señor “estaba muy enfermo”. Había alguien más, una señora muy vieja que debí ser la enfermera del marido de doña Teresita, siempre con el ceño fruncido y ahora sospecho que el mal humor estaría en proporción directa con la cantidad de pañales que cambiaba a diario.

A la cocina nunca entré. Era un lugar prohibido. Pero el baño lo recuerdo bien, en parte porque no tenía más remedio que esconderme allí para escapar del tedio de las clases, sobre todo cuando las ampollas no me dejaban tenerme en pie. No había sufrido ningún cambio, ni siquiera reemplazaban los azulejos rotos. La bañera era de esas con patitas y el inodoro tenía pintados coloridos ramilletes de flores. Olía a pis de siglos.

Doña Teresita había sido una gran pianista, seguramente antes de que una parálisis inminente le torciera la mitad de la cara y la obligara a caminar con bastón. Tenía la boca corrida a un lado, en una posición tan rara que nunca supe cuando sonreía. Por lo demás, recuerdo su rostro lleno de pliegues flácidos extrañamente esponjosos, como invitando a hundir el dedo en las mejillas o a colgarse de la papada que le tapaba el escote.

Un día mamá decidió que doña Teresita me enseñara solfeo “aprovechando los ratos libres”. Y la vieja aceptó feliz de la vida, haciendo constar que yo constituía “un desafío personal” y que “me iba a sacar buena”. De hecho, nunca la vi tan contenta. Así que los sábados bien temprano a la mañana me depositaban en el sillón de pana, justo al lado del vitreaux, con el “Solfeo de los Solfeos” sujeto con un broche de ropa al atril.

A los 9 años ya había aprendido que mamá siempre se salía con la suya, así pues era inútil contradecirla. Sin embargo, a modo de silenciosa protesta, opté por no estudiar.

Doña Teresita marcaba el tempo según sus propias palpitaciones y me pinchaba la mano con la punta del lápiz cuando me equivocaba. Al cabo de una hora de clase, tenía la mano llena de puntitos negros. Cada tanto me soltaba un sermón de que “así no vas a llegar a ningún lado” y “Mozart es Mozart porque estudiaba” y bla, bla, bla… Y yo pensaba que si a Mozart lo hubieran pinchado como a mí, se moría desangrado arriba del piano y adiós Flauta Mágica.

Cuando me dejaba a solas “para repasar la lección”, esperaba a que desapareciera por la puerta del patio y me vengaba clavando el cortapapeles en el tapizado de pana. No era un cortapapeles cualquiera, era la miniatura de una espada celta con su funda, muy brillante y algo pesada, suficientemente filosa para hundirse con facilidad en la espesura del sillón. Un corte por cada pinchazo, ojo por ojo…

Por si fuera poco, se proclamaba adoradora de Caruso cuyos discos limpiaba con esmero cada vez que podía. Y, en aquella época, me hacía escuchar Fausto a toda hora, tanto así que de solfeo no embocaba una nota, pero al cabo de pocas semanas era capaz de cantar de memoria la Cavatina completa en un francés digno de La Fontaine.

Al fin, doña Teresita desistió. “Esta chica no progresa”, le dijo a mamá y fue como una bendición. Archivé el solfeo y escondí el cortapapeles en un cajón por si acaso a la vieja se le ocurría investigar el origen del atentado.

Durante años continuaron las clases de danzas. El marido de doña Teresita murió de repente cuando estaba a punto de cumplir 98 años. Ella estaba desconsolada, tanto que terminó cerrando el instituto para recluirse en su soledad.

Tiempo después, alguien reabrió la casona ahora devenida en hogar de ancianos. Cada tanto paso por la puerta y me acuerdo de ella, no era tan mala en realidad… Si supiera que al fin he logrado pasar los primeros 4 capítulos del famoso Solfeo, se cae de culo en la tumba. Pero seguro lo sabe, claro.

martes, 15 de febrero de 2011

To my dearest friend

Tengo que decirte una "cosa". No. Dos cosas.

Lo primero es ¡GRACIAS! por tu inesperado y conmovedor regalo. Es lindo regalar y regalarse y que te regalen, no importa qué, a menudo basta con unas líneas garabateadas en un papelito, así nomás. Tengo docenas de esos papelitos, todos bien guardados, pero esto no viene al caso. Los regalos llevan implícito el mensaje "PENSE EN VOS". ¡Y los más lindos regalos me los has hecho siempre vos!

Lo segundo es que me quedé pensando es eso que decías de "situaciones intermedias entre la compañía y la soledad". Si el sentido fuera aliviar el contraste entre una situación y la otra, todos deberíamos recibir entrenamiento en SOLEDAD, desde los últimos años de la primaria o en la secundaria, cuanto antes mejor, igual que con los idiomas y la música. Pasar un tiempo sin nadie, sin familia ni amigos, ni siquiera algún conocido. Nadie que te espera ni nadie a quien esperar. La duración de la experiencia tendría que ver con la edad del alumno y se iría ampliando conforme éste va adquiriendo templanza y capacidad de disfrutar de sí mismo sin necesidad de otros. Entonces, si por elección o por las vueltas de la vida, te toca estar solo, ya sabés cómo es. Sería una materia extracurricular, una especie de taller: el nombre podría ser el seco Introducción a la Soledad u otros más ingeniosos como El Solitario, como el Llanero pero sin caballos.

viernes, 11 de febrero de 2011

Hay tantas versiones...

Esto no debería sorprendernos. Veamos, ¿cuántas versiones hay de algo que viven dos personas…? ¿Una? ¿Dos? ¿Más de tres? Si uno mismo elabora diferentes versiones sobre un mismo hecho según el día, el humor, el posicionamiento de los astros… no sería de extrañar que un simple suceso inspirara múltiples connotaciones.

Hay tantas pero tantas versiones de… aquello.

Cuentan que un conde encargó al compositor escribir la obra en cuestión y quedó éste tan profundamente afectado que murió sin llegar a terminarla.

Otros dicen que él mismo se inventó el encargo del tal conde para no impresionar a sus seres queridos con la realización de un proyecto tan tétrico.

Malas lenguas, en cambio, aseveran que su ambiciosa mujer lo empujó, contra su voluntad, a abordar un género que el pobre compositor temía y rechazaba en lo profundo de su corazón.

Finalmente (¿finalmente?) hay quienes aseguran que su discípulo –que, al morir el compositor, “completó” la partitura inconclusa- se ocupó de acelerar el fatal desenlace para así participar de la gloria que indudablemente depararía esta obra magnífica.
Un misterio sin resolver.

Lo que es casi seguro es que existe al menos una versión jamás escrita.

jueves, 10 de febrero de 2011

¿Viste "Creep"?

Entonces tuve que elegir entre el subte o las palomas.

Comenzaba a gotear. Una lluviecita fina pero perseverante. Y, en la esquina de Callao y Rivadavia, frente a la tenebrosa fachada de El Molino, una horda de piqueteros probablemente indocumentados, con el clon del negro Rada a la cabeza entonando mantras satánicos, se me echó encima al grito unánime de “¡porfi, Cristina!”.

Sopesé las escasas posibilidades y, tras dudar un instante, me arrojé de cabeza al agujero del subte A. Muchos hicieron lo mismo, en minutos éramos tantos que apenas se podía respirar. El coya que aturde con el Carnavalito se abría paso a golpes de siku, el calor sofocante desanudaba las corbatas, hora pico, abanicos improvisados, el estruendo de los molinetes me hacía doler la cabeza. Para cuando llegó el tren tenía las piernas empapeladas con estampitas de San Ceferino y un manojo de lapiceras chinas que un niño puso en mis manos.

Durante años evité el subte. Por el encierro, claro. Y el olor. Esto último no puedo explicarlo pero, por alguna misteriosa razón, me da miedo. Invariablemente permanezco alejada de las vías y, si es posible, también de la gente. Al principio sentía esa atracción incomprensible de saltar, como quien se asoma desde un balcón muy alto refrenando la sensación de vértigo.

Con el tiempo he ido superando algunos obstáculos, incluso el molesto golpe del molinete en la cola. Guardo celosamente mi tarjeta magnética en un bolsillo de la cartera y sospecho que en unos meses más estaré en condiciones de intentar una “combinación”.

Hasta les estoy tomando cariño a los personajes del mundo subterráneo: el cieguito de la línea D, los cubanos salseros del B, el vendedor de linternas-sin-pilas, el que canta a los gritos los éxitos de Pablito Ruiz, la boliviana que ofrece carilinash-dosh-pesosh y hasta una vieja que vocifera sin motivos y se cuelga despotricando acerca de un pasado que sólo ella conoce.

Pero ayer sufrí un encuentro inesperado que desató todas mis fobias, como si en un segundo se abrieran las puertas del infierno diseñado a mi medida y poderosos brazos me arrastraran donde no quiero ni espiar.

La vi. Fue un instante y no pude evitar el “¡Aaaaah!” horrorizado, apenas un susurro que podría haber pasado desapercibido. Pero ella lo oyó. Y me miró. Ojos que eran meras hendiduras sin párpados ni pestañas, la piel arrugada, derretida como la cera, una máscara deforme sin huecos ni prominencias, la imagen del espanto hecha carne. Es la mujer quemada del subte B. Nunca escuché hablar de ella. No usa anteojos ni peluca y tiene un único mechón de pelos atados con una gomita.

“Pobre mujer…”, pensé. Pero no fue suficiente. Ella estaba ahí parada mirándome, sin hablar, concentrada en mi grito y los gritos que habrán acompañado cada una de sus apariciones, deseándome lo peor, que me muera o me queme allí mismo delante de sus ojos, esos ojos, Dios mío…

Continuó su camino recitando impasible una historia que no pude (quise) escuchar. Manos anónimas deslizaban monedas en los bolsillos de su holgada campera. No me atreví a acercarme ni a mirarla otra vez. Bajé en la siguiente parada, desorientada, caminando a los tumbos entre el mar de gente.

No creo que pueda volver al subte en estos días.