jueves, 31 de enero de 2008

Pesadilla sobre ruedas - The end??

¡Era el radiador!
De nada sirvió cambiar las juntas, rectificar la tapa del cilindro, emparchar las mangueritas pinchadas, recargar el aire acondicionado, limpiar la bomba de agua y comprar esa cosa insólita que dan en llamar “el viscoso”, que supuse sería un miki-moko gigante escondido bajo la enredadera de fierritos y cablecitos, tal vez flotando adentro del tanque u oculto en el motor…
Los autos constituyen un verdadero misterio para mí.
El “viscoso” ese resultó ser una suerte de platillo volador del tamaño de una ensaladera pequeña y todavía no sé para qué sirve aunque vi que tenía un agujero muy chiquitito por donde pasa no sé qué manguera llevando agua al radiador… Y el agujerito se tapó o se trabó o qué se yo… la cosa es que el agua no pasaba. Entonces ¿por qué no le hicieron un agujero más grande, digo yo?
Pero el intríngulis estaba en el radiador, nomás. Así dijo Sr. Mecánico que, después de dar vuelta la camioneta como una media sucia, se topó frente a frente con la raíz del problema y se habrá sentido feliz como Newton cuando la fuerza de gravedad casi le parte el cráneo de un manzanazo.
H por fin respiró y se lo veía como iluminado por una luz celestial, otra vez al volante de su camioneta amada. Porque bien enojado estaba, a punto de gritar a quien quisiera escucharlo que la iba a vender, que no quería saber nada con ella, que sólo le había traído disgustos y bla bla bla… Pero yo sé que a la chata no la deja por nada del mundo.
Volvimos a casa sin perder de vista la aguja de la temperatura. Pero todo funcionó con normalidad, como si nada hubiera pasado. Tanto así que apenas llegamos, el perro movió la cola contento y corrió a mear las cubiertas según su costumbre.
Sólo espero que este sea el fin de la odisea…

domingo, 27 de enero de 2008

The island


Cientos de veces fantaseé con la idea de escapar a una isla desierta. Si no es en compañía de mi hombre ideal, me iré sola y él estará esperándome en la isla. Si no, no. Una isla tropical, paradisíaca, ornada de palmeras que se curvan bajo el peso de cocos jugosos, bañada por aguas cristalinas, espumosas, protegida por una enorme barrera de coral donde alguna vez encalló un barco pirata cuyos restos permanecen aferrados a la escollera e imprimen al paisaje esa cuota de misterio tan necesariamente atractiva.
Paseo por la orilla del mar al atardecer con mi vestido blanco de falda muy amplia. Nadie vendrá a rescatarme, pero soy tan feliz que tampoco lo deseo. Él enciende un fuego fuerte, abrasador, y bailamos juntos la danza de la lluvia o de los lobos o de lo que sea, y cantamos y reímos al calor de las llamas mientras nos juramos amor eterno y todo es tan perfecto que parece un sueño…
Y sí. Los sueños… sueños son, y rara vez se hacen realidad.
Pero si mañana alguien dijera: “Menta, te vas a vivir a una isla desierta. Elegí las cosas que quieras llevar, no podrán ser más de diez aunque de ellas tendrás provisión ilimitada…” Entonces, mientras sobreviene el ataque de pánico, elaboraré la lista que quizá no tenga tiempo de corregir y me arrepienta tarde, muy tarde, preguntándome por qué no incluí el cepillo de dientes o el toallón playero o los libros de Dumas o un pack de alfajores Terrabusi… Con diez cosas no alcanza. Por ejemplo ¿si pongo “necessaire” es “UNA” cosa? ¿Y adentro puedo llevar lo que quiera…?
¡Ay, Diossss… debo pensar con claridad!

1) Pan
2) Jamón
3) Queso
4) El cuchillo de Rambo
5) Pinza de depilar
6) Crema hidratante
7) Tampones
8) Helado
9) Caramelos de menta
10) Mi guitarra

Y lo más importante… EL HOMBRE que me hará feliz, que por supuesto no es una cosa, pero no quiero ninguna isla desierta si no está él. He dicho.
Y… si no es molestia… ¿el hombre puede traer otras diez cosas?

viernes, 25 de enero de 2008

Al chofer, con cariño

Emilio era el chofer del micro escolar. Tenía coronita con las monjas que, si bien no decían expresamente “Este es el transporte del colegio”, no se les ocurría recomendar a nadie más y si algún competidor amagaba meter el dedo en la torta se lo quemaban con el cirio pascual.
Emilio era el tipo más gordo que yo había visto hasta entonces. Manejaba un viejo y querido Mercedes Benz 1978, naranja y blanco, los asientos destartalados y bajo el gran
espejo retrovisor, que ocupaba todo el ancho de la cabina, un faldón de terciopelo azul con los nombres de su esposa e hijos bordados en lentejuelas plateadas y rematado en vistosos flecos dorados. Discreto.
Era hincha furioso de Racing y ambicionaba convertirnos a todas. Cuando lograba convencer a alguna de las chicas, tan contento se ponía que la premiaba con el viaje completo casa-colegio y/o colegio-casa en el asiento del copiloto. Y las demás destilábamos envidia pero no cedíamos.
Emilio decía malas palabras y era bruto como un arado, pero no había en el mundo tipo más bonachón. Ciento cincuenta kilos de buen corazón… Claro que cuando montaba en cólera ¡agarrate, Catalina! Cazaba el “libro de quejas” que guardaba celosamente bajo su asiento y que no era más que un palo largo y pesado, una especie de cachiporra por demás intimidatoria, y nos amenazaba con hacernos polvillo. Nos asustaba más su cara enojada que la cachiporra, aún sabiendo que era incapaz de aplastar una cucaracha y que ni en sueños osaría tocarnos un pelo.
El día de la Virgen del Rosario no teníamos clase pero debíamos asistir a la Misa, so pena de incurrir en doble falta. Las monjas vestían el hábito “de fiesta” (exactamente igual al de todos los días pero menos gastado) y venía el obispo que después se quedaba a comer, y sé de buena fuente que no se despegaba de la mesa hasta las cinco de la tarde cuando, después de tanto engullir, ya no le entraba aire a los pulmones. Lindas festicholas organizaban las monjas… Lástima que a nosotras nos tenían a sopa de cabellos de ángeles, pastel de papa y de postre, manzana.
Ese día, Emilio nos llevaba al colegio y nos iba a buscar antes de mediodía y todo era felicidad de salir temprano y disfrutar la tarde libre. Recuerdo que una vez, cuando ya todas habíamos subido al micro estacionado en la puerta, Emilio puso cara de pocos amigos y gritó que dejáramos de colgarnos de los pasamanos, que nos iba a hacer bajar a patadas en el culo. Se levantó del asiento, rápido y furioso, el volante le dejaba como un surco en la busarda enorme, se acomodó la franela que solía llevar colgada del cinturón y como un bólido se abrió paso a lo largo del pasillo. Nos apartamos lo más pronto posible para no caer aplastadas bajo semejante mole y sorprendidas vimos que continuaba su loca carrera hacia el fondo del micro. “¡Levántense de ahí! ¡Todas! ¡Salgan de acá y la rep…que los p…!” Volamos como moscas sin decir ni “mu”. Todavía a las puteadas limpias, levantó los asientos del fondo y empezó a sacar paquetes crujientes de medialunas recién horneadas y botellas de CocaCola que contemplamos extasiadas hasta que, superado el asombro, lo aplaudimos y vitoreamos a grito pelado y Emilio decía “Bah, bah, bah… coman y déjense de joder”, pero tenía los ojos acuosos.
Allá por 1986 se le dio por escuchar a Banana Pueyrredón. De la noche a la mañana se convirtió en fanático, compró el cassette de Grandes Éxitos y nos lo hacía escuchar de atrás para adelante y de adelante para atrás, viaje de ida y de vuelta. Al principio nos gustó la novedad hasta que aprendimos todas las canciones de memoria y entonces alguien tímidamente propuso volver a la radio y fue como una bofetada para Emilio que ya transitaba el delirio místico y espetó que aquel era “su” micro y aquélla que no gustara de César Banana se podía bajar en ese mismísimo instante. Y seguimos escuchando a Banana todo el año, hasta que un alma caritativa le regaló los Grandes Éxitos… ¡de Nino Bravo! Salimos de Guatemala para meternos en Guatepeor. Y allí estábamos… “sólo sé que se llama Noeliaaaaa…” Y Emilio cantando a voz en cuello como si tal cosa.
Para cuando el viaje llegaba a su término, el cassette había dado dos vueltas completas y los “grandes éxitos” nos salían por las orejas.
Emilio era así, tenía sus cosas… Lo recuerdo generoso, simpático, buen tipo, chofer experto y abnegado. La última vez que lo vi peinaba canas y seguía tan gordo como siempre. No me atreví a preguntarle si aún conserva los éxitos de Banana, pero es seguro que sí… y también los de Nino Bravo.
No puedo evitar pensar en él cada vez que cruza ante mis narices un micro escolar de los viejos, los “naranja y blanco”, esos que de algún modo son un símbolo de nuestra infancia, la de los chicos de treinta y piquito.

martes, 15 de enero de 2008

El día que me quieras

A veces miro sus ojos, sus manos... y es como la primera vez. Como un volver a empezar, "reconocernos".
Su sonrisa es mi remanso. Me gusta acurrucarme en sus brazos y escuchar su voz, cantar juntos alguna melodía de tiempos lejanos o simplemente dejarnos llevar... sentir.
No alcanzan las palabras, él quiere más y yo también. Y con cierto egoísmo, dudamos. La "pregunta del millón" está siempre a flor de piel, sabemos la respuesta pero contenemos el aliento al escucharla, como si algún fantasma del pasado pudiera aún turbar nuestra paz.
¿Mi respuesta...? Mi respuesta es SI.

lunes, 14 de enero de 2008

La pecera del horror

Ha habido un asesinato. Tres, por lo menos. Y todo ocurrió de la forma más misteriosa.

La tele quedó encendida toda la noche en canal Utilísima y minutos antes de las siete me despertó una señora que explicaba cómo convertir un sifón, varios metros de cable y un artilugio de “cositas” eléctricas en una espantosa lámpara para el cuarto de los niños. Desistí y cambié al “noticioso” sólo para saber a qué temperatura arranca el infierno de hoy.
La rutina de lunes me tira abajo pero sigo adelante, una mano le pide permiso a la otra y a regañadientes, sin prisa pero sin pausa, voy cumpliendo las etapas previas al gran momento del desayuno que en estos días se ve reducido a galletitas de salvado con Casancrem.
Al cabo de una hora, peinada y perfumada, bajé a la realidad y vi a Nemesio desensillando sus enseres sobre la mesa del patio. “Buen día. ¿Le falta algo hoy?” “Hola, señora. Y io no sé… vamo' a ver cómo estamo' de cal…” Me desespera que le fallen los cálculos y se quede corto con los materiales y yo tener que rezar un rosario completo cada vez que pido al corralón más cascote partido y escuchar que “la entrega es dentro de las 48 horas” pero yo lo necesito ya, mi albañil es re-capo pero hace mal las cuentas y a este ritmo no termina más la pileta… ¡Guaaaaa!
En fin, les di de comer al perro y a la gata que para variar me miran con ojos famélicos como si hubieran ayunado una semana entera y se olvidan que ayer se empacharon de helado y atún, respectivamente. Puse el agua para el mate, prendí la radio y como al pasar vi, pegado en la puerta de la heladera, un cartelito que decía “El alimento de los peces está en el lavadero”. Y sólo entonces tomé conciencia que había olvidado alimentarlos al menos los últimos cinco días. No quise ni mirar la pecera. ¿Estarían muertos? Pero no, había movimiento, todo parecía seguir igual.
Me acerqué despacito, los conté… No me acuerdo cuántos eran pero sí, creo que estaban todos. ¡Ay no! De los hermanitos barrefondo que andaban siempre pegados uno contra otro como sombras, sólo vi uno. No entiendo… ¿Y el otro? Y faltaba ese naranja hermoso, el de la cola como de seda que parecía que bailaba entre los caracoles.
Por un momento me paralicé sin dar crédito a lo que vi o creí ver. La casa estaba en silencio, sólo se escuchaba el burbujeo continuo de la pecera. Un “algo” blanco e informe se desplazaba lentamente entre las algas artificiales, de pronto golpeó contra el vidrio y continuó su rumbo incierto hacia el aireador. Un fantasma… El fantasma ¡del pececito naranja! Todavía incrédula vi pasar el cráneo y el espinazo incompleto y es increíble cómo aún después de muerto conservaba ese movimiento elegante y sinuoso que tanto me gustaba. Se lo comieron. Y es mi culpa por negarles el alimento balanceado, no sé qué voy a hacer ahora.
A Polito lo descuartizaron hace unos días, le mordieron las aletas con saña y, cuando estuvo suficientemente débil, lo remataron y encontramos parte del cuerpo flotando en la superficie. Fue desgarrador, pero entonces no podíamos señalar un culpable.
A punto de sucumbir ante la desesperación, agarré la red-colador y saqué el esqueleto del agua. Tenía restos de carne colgando ¡puaj! Sin dudar, lo tiré al inodoro y justo cuando estaba por tapar la pecera lo vi… el cangrejo arrastrando entre sus pinzas una masa blancuzca, a juzgar por las evidencias ¡el cadáver del barrefondo que faltaba! Sí, señor. Lo llevó a su cueva, le arrancó los ojos y ahí estaba meta escarbar y me entró un miedo que preferí no mirar ni saber pero… la curiosidad pudo más. Es el cangrejo asesino, tan chiquito, deforme como Quasimodo y más malo que un tiranosaurio.
Golpeé el vidrio para distraerlo pero seguía sin soltar la presa. Hasta que finalmente terminó de faenarlo y los despojos quedaron sepultados entre las piedras.
No obstante, sin salir de mi asombro, les di de comer su alimento acostumbrado y lo hice maquinalmente, como quien no logra asimilar lo sucedido, y ellos como si nada, el cangrejo en especial corría desaforado detrás de las escamitas que caían como una lluvia de copos sobre su caparazón.
¿Es ésta la verdadera “selección natural”, la supervivencia del más fuerte? ¿O es sencillamente el producto de mi estúpida negligencia? No puedo evitar sentir miedo y culpa…
Me pregunto cuánto puede crecer un cangrejo…

sábado, 12 de enero de 2008

Por si fuera poco... el puticlub

Es mi noche libre. Tal vez la única en mucho tiempo, la oportunidad de hacer TODO, de darse el gusto, de conocer, descubrir, revivir cosas que han quedado atrás, olvidadas en el placard de los recuerdos con olor a moho y huellas de polilla.
Tuvimos nuestro éxtasis maravilloso a grito pelado y siempre pienso que todos se dan cuenta y nos miran con curiosidad y al final me da un poco de pudor aunque me ría para mis adentros pensando cómo nos envidian. Y tuvimos nuestra pequeña desavenencia, algo drástica esta vez, que casi logra empañar la velada si no fuera por el exquisito vino que compartimos a media luz mientras degustábamos con deleite infinito unos riquísimos niños envueltos en hoja de parra con laban y tabule y de postre, la “corona de novia” repleta de almendras, nueces, higos y unas frutas rojas muy sabrosas de las cuales logré pescar sólo una mitad. Lástima que la lectora de la borra del café andaba muy atareada con una extensa lista de espera, y nos quedamos con la ganas de saber qué será de nosotros…
Es temprano y la noche es bellísima. Una media luna blanca y brillante asoma tras el monumento al Libertador, nos marca el camino, escuchamos la mejor música electrónica y allá vamos… el doc quiere mostrarme la noche de Buenos Aires y yo voy de las narices adonde él me lleve.
El destino elegido supera mis expectativas. Siempre quise saber cómo era y nunca me animé… Chicas de carne y hueso bailando en el caño, con un lomo despampanante que nunca lograré aunque me interne diez horas por día en el gimnasio y mi dieta se limite estrictamente a lechuga y limón. Me miran, las miro… Soy tan bicho raro como ellas lo son para mí. Curiosidad y codicia.
Pensarán qué hago en un lugar así, qué busco, de qué vivo, cómo soy… Y yo me pregunto si son felices y cómo merda hago para tener una cola impresionante como la de la morocha puertorriqueña que anda pregonando por ahí “Este strip dance es lindo, pero hay otras chicas más bonitas que bailan mucho mejor”.
En el baño hay una rubia obsesionada con los corpiños reductores. Me río, reímos juntas. Y se queja de un boludo que la persigue pidiendo rebaja. Se llama Evelyn y es linda, llamativa, simpática. Al doc le gusta y a mí también. Veremos...
Seguimos la recorrida. Son las dos de la mañana y las muchachas caen dormidas en los sillones de un cabarute de medio pelo en pleno centro de la ciudad. Una pareja baila salsa en el fondo del local, él está concentradísimo y es buen bailarín, ella tampoco se queda atrás, se está ganando el pan.
No hay mucho más para ver. Un par de bares nublados de humo de cigarrillo y diálogos ininteligibles de americanos borrachos, mujeres solas en busca del Elegido y, en la puerta, las trabajadoras que primero fichan el auto y después a quien conduce.

Doc: ¡Mira esa mina!
Yo: Es un travesti.
Doc: Noooo, es una mina.
Yo. ¡Mirá las patas que tiene! ¡Es un tipo!

La seguimos hasta el hotel donde entra acompañada de un señor de edad. Ni de cerca logramos determinar el sexo. Al fin la perdemos de vista y disfrutamos solos el fin de esta noche tan especial, hasta que se hace tarde y empezamos a preocuparnos y a diagramar estrategias y volamos en la autopista a una velocidad impensable, relajadísimos pero con ganas de más, pensando con tristeza que cada cual dormirá en su cama y mañana será otro “día normal”.
No quiero que termine esta noche.
Las rosas que me regaló son el último recuerdo que pasa por mi cabeza antes de apagar la luz.

martes, 8 de enero de 2008

Retro zapping

Ayer como que me quedé adherida al control remoto de Directv en una sesión de zapping obsesiva, innecesaria, sin rumbo… como debe ser.
Siento una predilección enfermiza por las series de los sesenta, las novelas de Luisa Kuliok y las películas de Niní Marshall. No importa cuántos cientos canales me ofrezcan, la mayoría de las veces voy derecho al grano: Mork y Mindy, Mr. Ed y, si estoy de humor, quizás El Capitán Escarlata o Flipper... Salvo que el nivel de aburrimiento sea tal que ni El Hombre de la Atlántida logra arrancarme un suspiro y entonces sigo vagando a través de una guía de programación insulsa y, por lo general, desactualizada que sólo ayuda a acentuar el caos.
Pero no encontré nada potable esta vez… Volver me defraudó con la reposición de “Como pan caliente” con una María Valenzuela veinte años más joven, y La Familia Ingalls atravesaba un período demasiado lloroso para mi aún frágil estado de ánimo.
Paseo un rato por El Gourmet pero me empalaga tanto langostino con couscous aunque no más que la Wedding Planner con su lluvia de arroz y pétalos perfumados… Más bien prefiero a Morticia decorando sus jarrones con tallos espinosos.
Me provoca una sonrisa pensar que mi infancia estuvo limitada a los cuatro canales de aire (eso porque América, que fue y seguirá siendo Canal 2, era imposible de sintonizar…) y hacíamos zapping en un televisor ITT “grande” (como de 21 pulgadas pero parecía enooooorme) con un control remoto chato más ancho que largo, provisto de ocho o diez botonitos con borde cromado que emitían un sonido de alta frecuencia al ser presionados. Un día no quiso funcionar más y entonces para cambiar de canal había que insertar el control remoto en un agujero al costado de la pantalla del televisor y desde allí accionar los cambios. O sea que control remoto, un carajo… Para eso nos quedábamos con el Noblex blanco y negro, la ruedita “tracatraca” y esa antena demoníaca que se descontrolaba a piacere y te volvía l-o-c-o, pero loco mal, al extremo de querer revolearla y darle patadas al televisor que era un fierro y se bancaba todo. No como los de ahora que son re mantequitas.
Ahhh… cómo han cambiado los tiempos. Nada nos conforma. Mamá me prohibía ver Invasión Extraterrestre porque decía que era perniciosa para las mentes infantiles y pensar que ahora a los pendejos les lavan el cerebro Tinelli y Las Divinas y dentro de poco nos gobernará la generación que creció con Chiquititas, cantando y bailando los éxitos de Cris Morena que, mucho antes de ser tocada por la varita de la fama, hacía las veces de ascensorista en la mediocre pero
simpática “Mesa de Noticias”. ¿Se acuerdan de Mesa de Noticias? Yo fui con la maestra de quinto grado a ver los estudios de grabación y con horror comprobé que la utilería era puro telgopor, se venía abajo con el primer soplo de viento. Y para rematarla, ese año los Reyes Magos dejaron en mis zapatitos el cassette con ¡la música “original” del programa!
Me da vergüenza admitirlo pero cada tanto lo escucho… y me gusta. Está bueno viajar al pasado y quedarse un rato y volver una y otra vez. Volver… A las cinco dan Pelito y después Clave de Sol. Ya está, listo el pollo... de acá no me mueve nadie.

domingo, 6 de enero de 2008

Tu Tic

Él tiene un tic que me enternece. Esa cosa de cerrar los párpados con fuerza, los dos juntos, como Julian Weich cantando “los sapitos hacen hmm ahh hmm ahh…” pero sin cantar ni parecer epiléptico… Lo hace cuando está nervioso o cansado, o todo al mismo tiempo, y si los ánimos están por demás alterados el tic se torna incontrolable. Entonces me gusta besarlo suavecito entre los ojos y ver cómo de a poco se le va pasando.
Hay tics simpáticos, este es uno de ellos a mi modo de ver. Pero los hay no tan agradables, esos que no es posible disimular, que te catapultan al bochorno en viaje sin retorno. Como el señor de la casa de cambio, el flaco larguirucho del box número seis que cuenta los billetes a la velocidad de la luz y cada mil pesos da vuelta la cabeza sobre el hombro izquierdo en ángulo de 45 grados, con un movimiento espástico, casi violento, mientras la boca se le hace a un lado y el ojo derecho se le pone blanco y redondo como pelota de ping pong. Suponiendo que contara billetes sin parar durante una hora, a razón de doce mil pesos por minuto, el tic se le repetiría setecientas veinte veces. Y si contara plata cuatro horas al día, serían dos mil ochocientas ochenta repeticiones. Teniendo en cuenta que en total utiliza una hora para descansar, comer, respirar y estirar las piernas, dos horas y media para fumar compulsivamente en el baño, una hora para tomar café negro bien cargado y manguear cigarrillos extra y la restante media hora para intercambiar chismes y criticar al chino del box número nueve que simula no entender el idioma pero habla hasta guaraní y dice “boúdo”… entonces, pobre tipo, cualquiera diría que con semejante stress no ha de quedarle mucho tiempo. Me pregunto cómo sería si muriera en pleno tic, con la cabeza eternizada en una pose estrambótica y el ojo salido de su órbita, si fuera demasiado tarde para acomodarlo y entonces todos lo recordaran como “el del tic”.
Hay tics voluntarios e involuntarios. Yo tengo de los dos: me sueno los dedos de las manos, los nudillos y las falanges y, si la ocasión lo vale, también el dedo gordo del pie que suena más seco. Esto es bastante controlable, en verdad puedo evitar hacerlo y cuando no aguanto más me sueno un dedo disimuladamente y sigo como si nada. Hasta que estoy suficientemente nerviosa y se me traba la lengua, eso sí no lo puedo controlar. No sucede a menudo, sólo cuando estoy al borde del attack y es como si me paralizara durante una fracción de segundo, después todo vuelve a la normalidad pero en ese lapso estoy literalmente desconectada. Afortunadamente pocos lo han notado, pero me reconozco tan freak como el señor cuentabilletes, aunque no me da tan seguido.
Una vez viajé en el subte con un señor de aspecto sumamente pulcro, bien vestido, muy serio y tan almidonado que parecía un maniquí andante. Rengueaba apoyándose en un bastón. Se apresuraron a cederle el asiento pero no aceptó, hasta que una gorda metida e insistente empezó a gritar a los cuatro vientos que el señor del bastón no podía viajar parado. Para qué… El señor enrojeció, frunció el ceño y se sentó sin pronunciar palabra justo enfrente de la gorda que ahora sonreía con autosuficiencia. Hasta que segundos más tarde la sonrisa se le borraba como por encanto y gritaba sorprendida, arrepentida, furiosa, masajeándose la rodilla con esmero. El señor del bastón le había pegado tremenda patada, claro que sin intención, pero patada al fin. Pero no era más que un tic, cuando se sentaba la pierna cobraba vida propia y sacudía puntapiés a diestra y siniestra sin él poder controlarlo. Semejante toletole armó la gorda que el señor, olvidándose del bastón, saltó del subte en la siguiente parada huyendo de improperios y amenazas de dejarlo rengo de la otra pierna.
Me causan gracia los que guiñan un ojo. Siempre quedan marcados como desubicados, jeropas,
mirones, y cuánto más los observan más nerviosos se ponen y más rápido se vuelve el parpadeo a punto tal que parece que el ojo echara a volar en cualquier momento. Peor los que mueven la mandíbula como si se les hubiera falseado el eje, parece que te quisieran morder. Y los que caminan a saltitos y los que “escupen” groserías sin parar y los que silban todo el tiempo y los que tienen muletillas y los que se tocan permanentemente el pelo y… y… ¡hic! Ay Dios… Me dio hipo. ¿El hipo es un tic…?

viernes, 4 de enero de 2008

Mi infierno ideal

Podría ser la oficina de Rentas, lunes al mediodía, cuando todavía va cayendo gente al baile y las colas se bifurcan en intrincados caracoles, los ñoquis toman mate y golpean los teclados queriendo demostrar que la culpa es del “sistema” pero es tan sólo una forma de expresar desprecio hacia el estúpido contribuyente que paga sus salarios sin voz ni voto, una suerte de venganza, de ejercicio abusivo de un poder que no es tal. Y si encima tenés cuatrocientos noventa y dos números adelante, el aire acondicionado deja de funcionar, un señor malhumorado amenaza con denunciar todo tipo de injusticias, alguien se apantalla frenéticamente diciendo que le bajó la presión y de la nada aparecen sobrecitos de azúcar y empezás a somatizar un ataque de pánico repentino, absurdo, incontrolable… entonces todo se vuelve un caldero regurgitante y sólo pensás en huir a campo traviesa, pisando el césped esponjoso y respirando aire puro y viendo las mariposas revolotear sobre tu cabeza y lucecitas de colores y estrellitas y el gorjeo de los pájaros y Brad Pitt que te toma de la mano y juntos corren con el pelo al viento y todo es tan perfecto… Hasta que notás que un par de brazos fuertes te zamarrean, alguien te da cachetazos bastante más entusiastas de lo necesario y tenés la cara mojada, el pelo chorreando agua de algún florero que han vaciado en tu cabeza con el sólo objeto de reanimarte cuando caíste al piso sin sentido ni gracia, como bolsa de papas despojada de todo glamour y ahora sos el blanco de todas las miradas y todos cuchichean y quieren saber cómo estás, te tocan, te acercan una silla, el que se cree más médico que los demás te toma el pulso y vos sólo querés desaparecer, dar vuelta a la esquina, embuchar una buena porción de papas fritas ultrasaladas y olvidar el papelón. Por un momento, el desmayo no previsto neutraliza el “síndrome de empleado público” y hay como una avalancha de solidaridad, todos quieren ser parte y ayudar… Hasta que pasado el estupor inicial, cuando te vas tambaleando por tus propios medios y la luz roja marca el turno del elegido, los engranajes se aceitan otra vez y, aplastados bajo una atmósfera sofocante de calor y abulia, retoman el ritmo habitual de una rutina que no tiene fin.