sábado, 5 de julio de 2008

La fiesta de la corvina negra - Parte I

Con H solíamos ir a pescar. La de veces que pasamos frío a la vera del río con la vana esperanza de cobrar un bagre flaco y bigotudo… La suerte nos acompañó en la laguna de Monte cuando, embarcados en un botecito a remo que al atardecer se volvió incontrolable a manos de un viento rebelde y desapasionado, pescamos decenas de pejerreyes de gran tamaño ¡todos para nosotros! y los demás nos miraban con envidia mal disimulada mientras reíamos alborozados viendo crecer el botín. H los guardó en la heladera del buffet con nombre, apellido y número de documento, pero alguien metió la mano y nos cambió los pejerreyes de cuarenta centímetros por unos tan chiquitiiiiiiitos que inspiraban compasión. Los comimos igual previa exhaustiva limpieza de escamas y espinas, fritos con abundante cebolla y ají molido, porque “cuando hay hambre no hay pan duro”… Y esa noche dormimos en carpa.
En el Paraná luchamos con el dorado y el surubí. Y perdimos un día entero detrás del pacú tentándolo con frutillas, quinotos y panceta ahumada… pero ni la sombra. Había un balde lleno de morenas en el bote, un frenazo brusco y el balde se dio vuelta, las morenas escaparon y casi muero de horror cuando las vi zigzaguear como anguilas bajo mis pies. “¡Callate que espantás a los peces!”, me gritaron. Y me sentí Indiana Jones con su miedo infantil a las serpientes, prefiriendo morir ahogada antes que una de esas cosas negras y gelatinosas se colara entre mi ropa. De algún modo todas volvieron al balde pero ya estaba hecho, nadie me iba a quitar la impresión ni el asco ni el miedo.
El dorado no es presa fácil. Hay que estarse quieto y esperar hasta que simplemente sucede… El tirón casi me lanza de cabeza al Paraná, menos mal que me atajó el timón con un golpe cerrado en el centro del estómago. No grité pero tampoco solté la caña. “¡Tirá para atrás! ¡Así! ¡Más fuerte!” Y yo tiraba como podía. ¿Qué se creyeron? Bastante que a mí sola me picó el dorado, pedazo de nabos.
Era un doradito precioso. Claro que no daba la medida, era poco más que un bebé y dicen que, para que venga la mamá, hay que darle un beso en la boca y dejarlo libre. Lo besé, increíblemente no fue tan desagradable. Lo que fuera por no malograr la nefasta excursión que nos dejó los bolsillos vacíos y las vanas promesas de una pesca decente.
El surubí apareció con el último resplandor de la tarde. Vaya si será feo que nada de panza contra el fondo y no asoma ni de casualidad. Sacamos dos bastante grandes pero tampoco daba la medida. ¿Cómo es que nunca da la medida? A estos no les dimos besitos porque ya era tarde y porque en un abrir y cerrar de ojos el agua se llenó de palometas que son como las pirañas y entonces el guía dijo que no había nada más que hacer. ¡Malditas palometas! Tengo el recuerdo bastante nítido de las series de Tarzán donde alguien siempre era víctima de las arenas movedizas, una plaga de termitas o un lago manso repleto de pirañas que tras un revuelo de novela arrojaban los huesitos descarnados a la costa.
Pero a fin de cuentas diré que el dorado no es tan sabroso como lo pintan. Y el surubí es tan rico como grasoso. Esto lo supe después de empacharme con toneladas de pescado cocinado de todas las formas posibles y, entre todos, diré que sigo prefiriendo la corvina… Pero que la pesque el que sabe.

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