miércoles, 3 de diciembre de 2008

El amor es así...

-¡María! Ocúpate tú de esto.

Para variar, el alemán me tiraba los muertos sobre el escritorio con su acostumbrado tonito imperativo que no admitía réplica, quizá un gesto a sus espaldas denotando la velada amenaza de una venganza aplazada. Déspota…

El fax flotó como alfombra voladora esquivando las volutas de humo del primer cigarrillo de la mañana.
Francia, Charles de Gaulle. Letra de imprenta mayúscula, escueto, formal. Firma: Maarten Van E. Un holandés errante en la tierra de los Valois, justo a mí…
Nada importante. Establecer el contacto, intercambiar saludos, precios y condiciones, soñar con proyectos que no se concretarían pero que habían de parecer muy contantes y sonantes, prometer cooperación mutua y ex–clu-si-vi-dad, sobre todo eso. Para ese entonces la mentira fluía rápida y precisa de mi boca entrenada, gajes del oficio, y el alemán confiaba en mí lo suficiente como para endilgarme el trabajo duro y recoger los laureles y las ganancias, que no eran pocas.

Maarten resultó un tipo inteligente, simpático y –una rareza en este pequeño pañuelo de las relaciones internacionales- sumamente caballeroso. Pero no un caballero de los que te abren la puerta y después se olvidan que existís. No, no, no. Un caballero de verdad, de esos que mandan flores, que recuerdan t-o-d-a-s las fechas importantes, que inventan excusas para regalar algo bonito, que sientan a la mujer de sus sueños en el pedestal más alto y viven adorándola, pendientes de sus más mínimos caprichos, dispuestos –por ejemplo- a acompañarla al supermercado, pagar la peluquería, llevar el desayuno a la cama y evitar mencionar en su presencia los partidos del domingo. Y todo ello hacía suponer que, naturalmente, sería muy buen mozo.
Fue un romance intenso, apasionado, con crisis de desesperación y celos, reproches y
reconciliaciones… vía fax. Es que en aquellos tiempos no existía el email ni el fotolog ni la web cam ni el pajebook, había que optimizar los escasos recursos y sentar precedente tecnológico.
Los faxes viajaban de un continente a otro ininterrumpidamente, cada vez más largos y explícitos, a la vista de todos, una especie de novela por entregas donde cada día sucedía algo asombroso. Si no había motivos para intercambiar correspondencia, los inventábamos, y el público agradecido seguía pidiendo otro capítulo.

-¡María! ¿Qué pasa con este tipo? ¿Haces negocios o qué?
-Por supuesto, Sr. S, nunca pierdo de vista mis objetivos.
-Pues parece que el chaval se está enamorando.
-Ahhhhhh… ¿Usted cree?

Y tanto así lo creía mi jefe rubio teutónico, que se tomó el trabajo de investigar por su cuenta, más bien inducido por el temor a perder una de sus manos derechas que por mi endeble equilibrio emocional, que muy poco debía importarle.
A esa altura, la relación con Maarten rebalsaba el límite de lo políticamente aceptable. Largas y edulcoradas charlas telefónicas en inglés neutral, escondida en la cocina o entre las cajas polvorientas del archivo, bombones para el cumpleaños, insinuaciones de viajes, propuestas subidas de tono…
El alemán empezó a preocuparse seriamente y un día, con su habitual ceño fruncido, me puso la evidencia delante de las narices. Una carta larga, demasiado larga, con muchos “Maarten esto” “Marteen aquello”, me olía mal.

-Léelo.

Era una orden. Y allí estaba lo que no podía adivinar ni imaginar. ¡Tonta! ¡Re tonta! Una ingenua boba, eso es lo que fui. El tipo estaba de novio "desde hacía años" con una enfermera polaca, se iban a casar, ella estaba embarazada y eran muuuuuuy felices.
¡Me mintió! Fue tan triste... Era el final de la novela, el último capítulo, las chicas lloraron, lo defenestraron, Maarten había dejado de ser el príncipe soñado para convertirse en una escoria
humana, un ser indeseable, un traidor, mejor perderlo que encontrarlo.
No dije nada, lo cierto es que enmudecí por un tiempo, se me hizo un nudo de corbata en la lengua. Maarten ni siquiera estaba enterado, alguien había destapado la olla a sus espaldas y era evidente que mi silencio le resultaba desconcertante. No más faxes, no más llamados…
“Si llama Maarten ¡estoy en Calcuta cazando jabalíes!”

Hasta que un día, accidentalmente, el teléfono volvió a cruzar nuestros destinos. Escuchar su voz de galán cinematográfico me puso el estómago de piedra, respiré hondo y por fin exploté como un pochoclo, le dije todo lo que pensaba y lo que no pensaba también, grité, pronuncié las pocas frases hirientes que supe hilvanar en un idioma que detesto y quise que le doliera tanto como a mí, que sufriera, que pidiera perdón.
Sin embargo, sólo se mostró sorprendido. Su respuesta, carente de sentido para mi maltratado amor propio, fue en extremo sencilla: “You didn’t ask me…”