viernes, 5 de febrero de 2010

Secretísima

"Adivina, adivinador… Si me nombras, desaparezco. ¿Quién soy?"

Dicen que la respuesta es el silencio pero yo digo que es el SECRETO. Porque el silencio tiene sus propios sonidos, sus propias reglas y esencia, es adulto, se vale por sí mismo, en cambio el secreto depende de quién lo guarda y a quién se cuenta. El secreto no tiene vida propia.

Yo siempre me precié de ser una buena “guardadora” de secretos, una tumba, como decía la tía Clotilde. Secretos propios y ajenos, secretones y secretitos, algunos ni sentido tenía callarlos y muchos los fui olvidando. Cuando uno le toma el gusto se torna divertido, un pasatiempo o una responsabilidad, según sea el caso.

Pero el secreto que me condena, que es nuevo y jugoso, ¡ése no me lo puedo callar! Es que si no lo cuento se me va a esponjar el cerebro de tanto rumiarlo y, si lo cuento acá, sin exagerar los detalles, es probable que hasta siga siendo un secreto. Sí, pues a fin de cuentas, los implicados son aquí meros personajes de ficción, una ficción muy verdadera… pero eso no importa.

Me lo dijo Silvana y a ella se lo dijo Nora y a Nora se lo dijo Ana y Ana lo sabe “de buena fuente”. Es como un teléfono roto que en cada etapa suma distorsiones y juicios de valor que, a la larga, harán del secreto una cuestión de estado.

A Marta se la veía triste, por momentos cabizbaja, seguía riéndose de los
mismos chistes pero quizá era sólo la costumbre. La última vez que la vi, la escoltaban el marido y sus dos hijas; la mayor estudia cine, la más chica todavía va al colegio. Marta es especialista en Historia del Arte, da clases en la facultad, escribió un libro, viaja mucho. Y canta. Canta en el coro, tiene linda voz.

No sé cómo no me di cuenta yo sola, cómo no advertí las miradas, me distraje observando a la cellista aquella, pensando que allí se confundían las extrañas pasiones del maestro S y resulta que era Marta, la ignota Marta, quien robaba uno a uno sus suspiros.

Marta no es la primera ni será la última. Dicen las malas lenguas que el maestro S alimenta toda una caterva de amantes incondicionales, las mantiene en permanente estado de ebullición gracias a ingeniosos piropos y promesas de encuentros furtivos a la vuelta de la esquina o en el bar de siempre, un abrazo y un beso perdido en el anonimato de una plaza porteña.

Es probable que Marta lo sepa y por eso está triste, o está triste porque sucumbió al amor, un amor que la abrasará como una hoguera y la dejará sola y vacía, sin nada que contar ni a quién. Tal vez intuye que, una vez disuelta la novedad de la pasión, será un espécimen más en la inagotable colección del maestro que ahora la acecha con palabras tiernas de príncipe enamorado y más tarde la irá olvidando, otra mujer se adueñará de sus días y sus noches, de todos sus pensamientos y deseos… por un tiempo. Y después otra y otra y otra.

Pobre Marta, ni siquiera puede disfrutar el vértigo de la pasión y hacer que valga la pena. Está triste, es un secreto y nadie debe enterarse.

Me gustaría saber quién será la próxima... ¿y si Silvana, Nora y Ana también…? Al menos por esta vez, tengo la conciencia más limpia que una patena. Por eso me río y les cuento el secreto… el final está cantado.