sábado, 16 de octubre de 2010

Fallado... pero mío

Soy el tipo de persona que compra la prenda so-ña-da y cuando, desbordando de ilusión la descuelga de la percha porque ha llegado el momento de lucirla, resulta que está ¡fallada! El cierre está roto, una mancha que increíblemente no he visto y ahora es taaaaaan evidente, un enganche sin remedio, un botón ausente…

Esos zapatos que me esperaron durante meses en la vidriera de Libertad y Paraguay, demasiado caros para mi bolsillo desocupado pero tan tentadores que no pude resistirme y los compré casi a fin de temporada. Pocas veces mi sonrisa fue tan ancha y feliz, inflaba los pulmones de aire y caminaba entre nubes ajena al tránsito y a las miradas de la gente, los zapatos de mis fantasías eran míos, míos, ¡míos!

Lo bueno fue cuando abrí la caja y descubrí que el par no era par, porque no hay “par” si un zapato es de cuero y el otro de gamuza aunque sean igual de bellos.

Ganas de llorar y de gritar y de ahogar entre mis manos al vendedor que me tomó el pelo, porque estas cosas no pasan inadvertidas, se hacen adrede, no hay modo de explicar tremendo error.

Diosssss… ¿Por qué me hacen esto? ¿Por qué a mí? Buaaaaaaaah… No alcanza con “hacer el cambio” pues esto sólo contribuye a ahondar la pena, la magia de hacer propio el objeto deseado se deshilacha en un obligado reemplazo donde no siempre es seguro encontrar talle, color y precio que nos cuadre.

Con las personas pasa más o menos igual, sólo que no tienen cambio. Raras veces, casi nunca.

Mi hombre especial es tan especial que me costó siglos encontrarlo. Cuando lo encontré fue como con los zapatos. Me extasiaba observándolo, escuchándolo, no me atrevía a soñar pero soñaba, deseaba, con todas mis fuerzas lo deseaba. Era perfecto, tanto que no vi las “fallas”… Es que no debía tener ninguna, claro.

Pero tenía. Y muchas. Esa actitud mandona de VENI-TRAEME-HACEME-ESCUCHAME; egoísta al extremo de no compartir la bandeja de la comida que llevamos religiosamente a la cama; es invariablemente impuntual y desorganizado, no contesta los emails y tiene a su alcance mucha más tecnología de la que es capaz de comprender.

Pero la cosa que me saca, una puñalada, una ofensa sin precedentes, la FALLA que no imaginaba: el susodicho cree que Enrique VIII es el esposo de Lady Di, si le preguntan quién es el dueño de Microsoft dirá “es ese turco que puso las bombas en las torres gemelas” y, pese a todos mis esfuerzos, sigue creyendo que Bach y Beethoven son hermanos.

Hay quienes se preguntan qué estamos haciendo juntos. Entonces prefiero callar pues no hay necesidad de explicar nada. No importa que no sepa quién era Enrique VIII o D’artagnan, nada de eso logra enojarme aunque a veces rezongo un poco. Todo le perdono cuando me mira a los ojos y dice suavecito pero firme “Me hace feliz que estés conmigo”.

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