jueves, 28 de mayo de 2009

El mismo día, a la misma hora

Tengo un recuerdo muy vívido de lo que hice el 28 de mayo del año pasado. No es que recuerde al dedillo lo que hice cada día de mi vida, pero éste en particular sí, por algún motivo se me ha quedado grabado. Tampoco es que haya pensado mucho en eso, simplemente lo recordé. El cerebro es como un gran ejército de cartoneros que trabaja sin descanso almacenando todo tipo de datos, la mayoría sin clasificar, uno ni sabe que están ahí hasta que aparecen y no es posible deshacerse de ellos, se empacan como mulas y no quieren irse, lo cierto es que no se van más.
Hacia el mediodía de aquel día rocé el límite de la ansiedad, en parte porque no había engullido la cantidad suficiente de tostadas con manteca que son mi combustible para arrancar la jornada. Pero más bien se debía a que no encontraba lo que buscaba, algo no estaba bien.
Salí a caminar, compré aspirinas y tampones en la farmacia que está frente al Mercado, apagué el celular, necesitaba pensar. Me entretuve paseando entre los puestos de antigüedades, un niño me pidió monedas a cambio de una flor casi marchita, un tango desconocido sonaba en un viejo gramófono, me paré a escuchar hasta que el disco se trabó y el dueño del local empezó a golpear el aparato maldiciendo como un vikingo.
Con paso rápido esquivé a las palomas que siempre montan guardia en la plaza a la espera de su dosis diaria de maníes, y regresé. De repente se había encendido una luz, un puntito que se iba ensanchando a medida que caminaba.
La idea germinó como un poroto biónico, tanto así que la estampé sobre el papel casi de corrido, sin titubear, no tuve que rebuscar las palabras ni tachar líneas, al cabo de unos minutos sólo restaba un buen pulido y allí estaba.
Un regalo, eso era.
El regalo prometido, que no admite críticas de ningún tipo pues su valor radica mucho más hondo de lo que es posible imaginar.
Lo guardé hasta que se hiciera la hora, conciente de que una vez entregado el regalo no ha de ser reclamado ni devuelto, ya que el acto de regalar es en sí mismo un acuerdo tácito e indisoluble.
Y eso es todo. La sensación de paz que sobrevino luego es ciertamente inenarrable. Quizá por ello es que recuerdo ese día tan especialmente, porque sin querer, con absoluta naturalidad, afloró todo aquello que no sabía cómo decir.

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