martes, 30 de noviembre de 2010

La Flor

Hay una esquina en mi barrio que es distinta a todas las demás. No tanto por su pasado, tampoco por su futuro. No es la fachada, no son sus anécdotas. La diferencia, aquí, la marca su gente.

Hace más de cien años, en la ochava de Suárez y Arcamendia, nacía un bar que, tras varios nombres y dueños, terminó llamándose “La Flor”. Y, como cada rincón lleno de historia, perfiló la vida de los habitantes de la zona. Los vecinos bien saben que, al morir los últimos propietarios, el edificio permaneció cerrado a la espera de la venta que lo convirtiera en un lavadero, un videoclub o una torre de departamentos. Corrió serio riesgo de demolición pero la gente se opuso, protestó, pataleó y entonces se apagaron los proyectos apenas esbozados.

Habrá memoriosos que recuerdan mil y una anécdotas de La Flor. Costumbres, visitantes ilustres, avatares políticos, historias de amor, discusiones deportivas, vermuts con los amigos… Y es que la historia de La Flor se sigue escribiendo desde que su reapertura atrajo a un público renovado que se remonta a lo largo del siglo para contar la leyenda. Una historia que comienza el día en que doña Victoria y sus hijos salvaron a la Flor de su desaparición y le devolvieron la alegría y el amor de la buena cocina.

Es que La Flor es un lugar ecléctico. A su mesa se sienta el cartonero que pasa por la esquina, la misma mesa que otrora ocupara Bartolomé Mitre. Conviven jóvenes y viejos, no hay distinción de clases ni de credos. La comida tiene el sabor de lo casero y lo abundante, como las milanesas de la abuela y el arroz con leche con aroma a canela.

En La Flor, uno se siente en familia.

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