viernes, 30 de noviembre de 2007

Una de cal... y otra de arena


Cuando Dios creó el mundo y arbitraria o sistemáticamente hizo el reparto de DONES, algunos nos quedamos con el reclamo entre los dientes pensando si habría oportunidad de hacer algún canje, un “te cambio el don de la Inteligencia y el del Coraje por… no sé… ¡el de la Riqueza!” Más de uno habría aceptado con gusto el 2x1. Hasta los grandes sabios que se cagaban de hambre redactando aforismos y dictámenes memorables hubieran preferido gozar la vida en detrimento de tanta celebridad póstuma.
A mí me cayeron del cielo algunos dones interesantes, no muchos... El don de la Memoria que a veces es bueno y a veces no, sólo hay que aprender a sacarle provecho. El don de Comer sin Engordar fue siempre mi cualidad más envidiada, aunque con el tiempo ha perdido fuerza y efecto y últimamente debo acudir a técnicas ultra creativas para ocultar la pancita y evitar la típica pregunta mal intencionada “¿De cuánto estás…?” que los premiados con el don de la Mala Leche no se privan de arrojarte a la cara.
Un día descubrí que tenía el don para Cantar, que no es lo mismo que el don del Canto. Y encima me gustaba, porque hay veces que tenés un don que no te conforma y no lo explotás, lo guardás como si no fuera un verdadero don y está ahí pero se hace más chiquitito con el tiempo hasta que un día ni te acordás que lo tenés. ¡O peor! Te gusta tanto pero tanto algo… bailar, dibujar, jugar al truco, trepar a los árboles… que creés tener el don y resulta que te estafaron, se lo dieron a otro y vos seguís como si nada porque en realidad tu don es el de la Perseverancia y alguien más se llevó el del Talento.
Soy perseverante. Muy perseverante. Y ese es precisamente uno de los dones que no aprecio lo suficiente. Sería tan fácil hacer borrón y cuenta nueva… Pero no, yo estoy siempre ahí, dale que dale, y no me importa lo que digan, mi meta es llegar siempre al fondo de la cuestión, nada de medias tintas. Es más fuerte que yo… Y tal parece que a los demás molesta un poco, como a la nona que se cansaba de refrenar mis ímpetus con el consabido “¡Ma’ finishela!”
El don de la Humildad tampoco es mi fuerte aunque me reconozco (y me reconocen) “perfil bajo”. Detesto la ostentación y me río con ganas, agarrándome las costillas, de los que se
desviven por la casa más lujosa, el auto más exclusivo y las tetas más grandes. Y claro, a cambio me tiraron por la cabeza el don del Sarcasmo para reírme más fuerte y mejor.
Por algún motivo, el don de la Paciencia me miró y pasó de largo, en especial con mi papá que sí recibió con creces el don de Sacarme de Quicio. Aunque con el tiempo se aprende a ser paciente y uno va perdiendo de a poquito esa cuota de ansiedad que no es mala per se, pero a veces se nos va de las manos y es como si nos soltaran la rienda y nos desbocáramos por la vida sin medir consecuencias.
También ligué el don de la Torpeza Crónica. No hay un día en que no tropiece “sin querer” con la misma silla, que curiosamente está siempre ubicada en el mismo lugar y a esta altura debería poder evitarla con los ojos cerrados; o me estampe el dedo gordo del pié contra las rueditas del sommier y ahí sí que quedo bailando la tarantela hasta que el dolor se extingue dejándome esa sensación de necesitar una pata ortopédica. Simplemente no puedo evitar chocar contra las paredes, que se me caiga el celular en el medio de la calle o se me desparrame la hamburguesa porque le puse al pan una tonelada y media de mayonesa y ahora el despiole de tomate, lechuga y afines es irreversible. Lo peor fue cuando aterricé de boca al piso en la entrada de la Facultad, la primer semana de clases de primer año y tuve que soportar que durante meses me reconocieran como “la que se cayó al piso”. Hay cosas que no tienen vuelta atrás y, por más que me entrene, sigo siendo la reina de los torpes.
Y mi don más característico, el que sale a la luz cuando menos lo espero y quisiera tener la capa invisible de Harry Potter para hacer mutis por el foro y que nadie vea mi cara de no-sé-dónde-meterme… el don de la Desubicación. Es como un “otro yo”, una voz que sale de lo más profundo de mí para decir lo que no hay que decir en el momento menos oportuno. Y después se crea como un silencio y nadie sabe qué hacer y yo menos que nadie. No hay forma de tapar el agujero. No puedo controlarlo. Por eso prefiero escribir, porque puedo detenerme a pensar cada palabra, o casi todas, sin correr el riesgo de esputar alguna barbaridad irreparable.
Qué cosa los dones… Sería tan aburrido si uno pudiera elegir con cual quedarse. Porque en la variedad está la gracia y sólo es cuestión de ponerle un cacho de onda.

martes, 27 de noviembre de 2007

A rodar la vida


Tal parece que tenemos auto nuevo...

Después de muchas idas y vueltas, en realidad más idas que vueltas al taller porque parece que el auto viejo lo hacía a propósito, se tragaba todos los pozos y se le daba por hacer ruiditos extraños, probablemente presintiendo que su ciclo ya estaba cumplido y que su dueño, otrora orgulloso de pasearse en el que supo ser “una bomba infernal” y ahora acarrea más kilómetros que si hubiera rodado una docena de veces de Berazategui a Kuala Lumpur (eso sin contar el Picasso que le hicieron en la concesionaria, porque si no era invendible)... su dueño, seamos honestos, ya no lo quiere más, dice que está viejo, mañoso y que es el momento de “actualizarse”.
Me produce tristeza aunque no he tenido tiempo suficiente de encariñarme. Porque siempre es triste desprenderse de las cosas que son tan nuestras, que nos acompañaron a veces sin nosotros valorarlo y forman parte insustituible de nuestras vivencias.
Como cuando papá vendió el Fiat 1500 después de casi quince años de cargar con la familia de acá para allá, con ruiditos y mañas, a veces se quedaba parado sin motivo y no había manera de
hacerlo arrancar, pero lo entendíamos porque tenía su carácter y había que esperar a que se le pasara la bronca. Claro que a veces no se le pasaba muy rápido y había que dejarlo “por ahí” y tomar el colectivo con todos los bártulos y mamá despotricaba contra todos los Fiat del planeta que “nunca llegan a destino” y “no se puede viajar tranquilo” y “vas siempre con el corazón en la boca” y bla… bla… bla… Pero bien que se le cayó un lagrimón cuando lo vio doblar la esquina a manos del nuevo dueño.
Venía mal parido el 1500 desde que se lo entregaron a mi papá, cero kilómetro, el día de Santa Rosa. Y él, contento con su chiche nuevo, lo sacó a rodar bajo un diluvio de novela y a mitad del paseo tuvo que guarecerse del granizo que casi se lo abolla por completo. Por eso lo bautizó “Rosita”. Sí, ya sé, sólo a mi viejo se le ocurre ponerle “Rosita” al auto... En fin, “Rosita” nos vio crecer, como diría mi abuela. Un día le dijimos “Adiós” y cada tanto lo veíamos pasar por alguna avenida y gritábamos contentos “¡Ahí va Rosita!”, como si pudiera oírnos y ¿quién sabe…? tal vez reconocernos.

Me pregunto si el auto nuevo admitirá ahora miguitas en el tapizado, carilinas debajo de los asientos, monedas y papelitos dispersos por doquier. Y habrá que ser más cuidadoso con los pozos, no es cuestión de andar arrastrando el guardabarros cada vez que sale a la ruta. Por lo pronto, al dueño se lo ve más contento que perro con dos colas… como si finalmente hubiera encontrado su media naranja.

domingo, 25 de noviembre de 2007

Sábado Inferno

Los pelos del maestro S ya estaban electrizados cuando llegué, tarde para variar, intentando no hacer más ruido que el imprescindible mientras buscaba el lugarcito más recóndito para sentarme con mi partitura y esconder el rubor de la culpabilidad detrás de algún escabroso pentagrama.

-¡Tenores! “Vuestro reino no es de este mundo”… no los oigo. ¡Y dije FORTISSIMO! De nuevo, levare del compás 52. ¡Sopranos, más separadas las semicorcheas!

Y así una y otra vez. A mitad del ensayo tenía la garganta crispada y un paquete vacío de caramelos de menta. Nunca deseé con tantas ganas llegar al final del ensayo.

Me dio antojo de café doble con crema y medialunas de manteca, o tal vez un brownie de limón. Pero mi bar de los sábados está cerrado desde hace más de dos semanas y nadie sabe por qué, ergo mi mozo preferido no vendrá corriendo a mi encuentro con el diario en la mano y las medialunas crujientes que sabe me fascinan. Lo único potable es un triste McD que no brilla precisamente por la limpieza, pero es lo que hay. El café es vomitivo y me dieron algo que simula ser un tostado de jamón y queso pero, por donde lo miro, no parece real. Uffff… No se pasa más el tiempo y no puedo seguir cambiando de mesa por todo el local para evitar los embates de estos mocosos del demonio que corren de acá para allá con las manos grasosas llenas de papas fritas y patitas de pollo y amenazan con bañarme en Coca Cola aguada si acaso me interpongo en su camino.
Y las madres siguen en la suya… Como si los críos no existieran. ¿Cómo es la cosa…? ¿Cuando no soportás a tus hijos los llevás a un lugar público para que el resto de los mortales se aguante los berrinches y vos hacés como que no ves nada? ¿Cómo puede de pronto una “madre” convertirse en ciega-sordomuda y hacer de cuenta que nunca parió mientras la criaturita hace destrozos, grita y patalea a menos de cinco metros a la redonda? ¿Es algún tipo de terapia que las no-madres desconocemos?

Refunfuñando y lanzando miradas asesinas, salí por fin del McD infernal. Y obtuve una recompensa inesperada: viajar en la combi de vuelta a casa, sentada al lado de Jeremy Irons. ¡Sí, sí, sí! Tal vez demasiado flaco para mi gusto, pero indudablemente una excelente copia del
original, en la flor de la edad. Al menos por un rato me sentí “La amante del teniente francés” y, haciendo gala de mi frondosa imaginación, también un poco “Lolita”.
Lo malo fue cuando abrió la boca para avisar dónde bajaba y ¡chau! se esfumó el encanto… No me entra en la cabeza que un tipo con esos ojos de un azul calmo y profundo, tan elegante y en apariencia seductor, hable en cámara lenta con una voz sin vida ni tono, completamente despojada de carácter y personalidad, tan pero tan… ¡aburrida! Andá, bajate de una vez… Eso me pasa por “fantasiosa”. Un día va a subir el padre Coraje y yo me voy con él, me voy…

A las cansadas, llegué a casa… sólo para escuchar la melosa perorata de mi vecina de al lado que festeja su cumpleaños de 40 y anda invitando especialmente a todos aquellos que “han dejado huellas” en su vida. Y estuvo colgada del teléfono al menos una hora y media, “porque vos me marcaste” y “mi vida cambió con tu presencia” y “estoy organizando una fiesta a mi medida” y “tenés que venir porque no sería lo mismo sin vos”… Ya me aprendí todo el disquito pero ahora analizo con remordimiento, que si es verdad que todos los invitados “la marcaron”, pobre mina, estará más cruzada de cicatrices que los Tres Mosqueteros
.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Cepillo de compromiso

Instalar el cepillo de dientes en la casa de tu pareja es la manera más tangible de formalizar el compromiso.

Con el primero hubo una suerte de acuerdo telepático y, sin mediar palabra, nos obsequiamos sendos cepillos intentando restarle importancia al asunto. De esta manera, quedaba asentado que ambas partes aceptaban y asumían la feliz convivencia, o al menos el “podés quedarte a dormir”, porque la verdad desnuda es que siempre mantuvimos esa saludable independencia que le da como un condimento extra a la relación. Y cuando nos dijimos “Adiós” y él se fue muy lejos y no pude seguirlo, guardé su cepillo como un tesoro pensando que tal vez algún día… y fue como un símbolo. El mío quedó exactamente donde lo dejé, acumulando polvo y pelusas. Lo sé porque un día regresó y de pronto todo parecía ser como antes, excepto porque ya no éramos los mismos aunque seguíamos lavándonos los dientes “hoy en tu casa, mañana en la mía”. Y después, cuando la separación se tornó definitiva, ya no supe qué fue de los cepillos aunque, como tantas otras cosas, es evidente que no resistieron las mudanzas ni el paso del tiempo…
El segundo fue más directo. Tras apropiarse lentamente de las tres cuartas partes de mi placard con las prendas que antes iban y venían en el bolsito de viaje, tomó al toro por las astas y una mañana como tantas otras, medio dormida, en pleno proceso de desperezarme antes de entrar a la ducha, lo vi: un flamante cepillo de dientes justo al ladito del mío, más grande y más duro, de un azul transparente muy atractivo. Nunca se lo dije pero, por primera vez en la vida, experimenté una sensación de seguridad muy similar a la de “estar en familia”, y estuvo muy bien. Y ese fue el primero de muchos cepillos de dientes que se reemplazarían unos a otros, como un juego de postas. Tantos que se perdió el significado, un ítem más en la interminable lista del supermercado, a veces 2x1 si la oferta vale la pena, y ya no importa tanto el color. Es el caso del cepillo que alguna vez supo ser “anillo de compromiso” y terminó en el olvido de la rutina diaria, tan carente de interés que hasta resulta patético mencionarlo.
No creí que alguna vez llegaría el tercero… Dicen por ahí que “la tercera es la vencida”, pero no creo mucho en eso. Esta vez, cansada de lavarme los dientes con el dedo como aquellas noches de campamento en las que lamentás no haber dejado que mamá te arme la mochila, sin reparar en compromisos ni conveniencias, decidí que ya era hora de tener mi propio cepillo, así que compré el primero que encontré y lo metí de prepo en su baño. Y no lo notó hasta que comenzó a apremiar la necesidad.

-¿Este cepillo es tuyo?
-Sí.
-Me olvidé el mío… ¿Me lo prestás?

WHAT…???? ¿Qué es eso de compartir el cepillo de dientes? No, way!! Esperaba cualquier reacción: miedo, sorpresa, enojo, felicidad, duda… pero esto es insólito. “El cepillo de dientes no se comparte porque es antihigiénico”, y creí cerrar el tema con una de mis tantas frases célebres. Pero no hay caso con él. Ni siquiera logra enojarme cuando me mira con provocación echando espuma por la boca, asumiendo que mi cepillito es ahora un bien ganancial. ¡Ma’ qué compromiso...! ¡Me cagó el cepillo!

martes, 20 de noviembre de 2007

Poca ropa


Derramás esa impresión de ser
la acción que encarna la ternura.
A tu alrededor no hay humildad,
la Venus es caricatura.
Tenés que ser de todos.




Cómo cambian los tiempos…
Cuando mi abuela era joven, se consideraba una conducta altamente indecente mostrar las pantorrillas, ni más ni menos. La pollera un centímetro arriba de los tobillos resultaba escandalosamente provocativa y la tildaban a una de atorranta, “buscona”.
Pobre, mi abuela… Se caería de culo en la tumba y se echaría tierra ella misma, de sólo ver el triste espectáculo de una Marengo descerebrada queriendo escalar posiciones con su “baile del koala”, disciplina de tan dudoso “virtuosismo”.
En plena era de la globalización la mujer está sencillamente desatada, han cambiado sus valores, se ha perdido el pudor y la feminidad.
Ya no basta con sugerir, ahora todas quieren mostrar porque la que no muestra no gana, no es nadie. Si no, pregúntenle a Cirio que anda muy suelta de cuerpo vociferando que su cola es récord de facturación y, como tal, tiene que “trabajar mucho para mantenerla”. Y ahí tenemos a la Capristo, a quien dos por tres se le escapa una lola, en el Bailando, ahora en el Patinando y, si nos descuidamos, también en el Nadando… y los babosos de siempre requete contentos mientras ella se hace la mariapura y lo arregla todo con esa sonrisita falsa de labios colagenados y… ¡uy, se escapó!
La consigna es exhibir. Las mujeres argentinas juegan a ser vedettes y… ¡vivan las plumas y los concheros! Tampoco hace falta mucho para ser tapa de Playboy, basta con un par de semanas hibernando en GH y ya se creen Pamela Anderson. Carecen de dotes artísticas y neuronas que funcionen al menos medio tiempo, pero eso a nadie le importa.
Pensar que hoy bailar semidesnuda en el caño no es de putas… ¡es fashion! Dejó de ser trabajo digno para convertirse en un verdadero freak circus. Aunque, a fin de cuentas, poco importa si es por dinero, vocación o porque vamos para donde sopla el viento.
Una tampoco es “la Madre Teresa”, pero todavía resuenan en mi cabeza las enseñanzas de mamá que decía, entre otras cosas, que “para ir al médico hay que ponerse ropa interior limpita y discreta y estar muy prolija”. Y yo pensaba que esto era una regla universal, hasta que me topé con la otra cara de la moneda y fue como un cachetazo de esos que te dejan con la boca abierta y los ojos saltando de las órbitas.

Paciente: Quisiera hacerme una lipo…
Cirujano: Bueno, vamos a ver. Desvestite que te reviso.
Paciente: Ah, pero… es que no traje bombacha…

¡¡¡¿QUÉ CLASE DE MUJER ES LA QUE SE APERSONA EN EL CONSULTORIO DEL MÉDICO SIN BOMBACHA?!!! ¿Cuán desprovista de vergüenza hay que estar para andar paseándose en cachufleta delante de un desconocido y encima pagarle para que te mire? Están las “sin bombacha”, las “hilo dental” y las “encaje rojo”, en ese orden. Y a ninguna le tiembla el pulso cuando se sube a la camilla.
Pero… ¿qué les pasa a las mujeres que han perdido la capacidad de seducir con inteligencia? Debe ser culpa del hombre que, como parte del continuo proceso de adaptación, ha dejado de ser selectivo y valora a la mujer según el tamaño de los implantes.
La pregunta es… ¿tendremos que sumarnos a esta nueva movida o seguir en la vereda de enfrente?

domingo, 18 de noviembre de 2007

"Ayer pasé por tu casa..."

La capacidad de decir piropos no tiene que ver con el romanticismo. Un hombre piropeador no necesariamente es romántico. Claro que para muchas la calidad importa más que la cantidad (para muchas otras, no) y entonces ponés en la balanza el piropo delicado, inteligente y sutil del verdadero romántico y el rosario de barbaridades para nada delicadas, pero a menudo inteligentes, que escapan de la boca desdentada de un albañil paraguayo medio deshidratado después de una jornada de trabajos forzados a cincuenta grados bajo el sol. Y aún sin sol y sin esforzarse demasiado son capaces de una originalidad rayana en la extravagancia que deja completamente deslucido al más romántico cumplido inspirado por las Musas.
El argentino es un piropeador nato. Sospecho que ninguna mujer, cualquiera sea su edad y aspecto físico, se ha quedado sin su piropo en esta tierra superpoblada de “poetas”.
Por supuesto que cuando una no ha pasado aún de los veintitantos abriles, hay piropos de sobra para elegir. Escuchás el que querés y recordás el que más te gusta, dándote el lujo de premiar al autor con una sonrisa (si se te canta) y el resto desprovisto de gracia, elegancia y originalidad, te entra por un oído y te sale por el otro sin secuelas de ningún tipo. Y seguís por la vida como si nada, disfrutando el placer de inspirar al romántico y al guarango en igual medida.
Pero más allá de los treinta, las aspiraciones son menos elevadas y hay que conformarse con lo que hay. Y pasados los cuarenta, terminás rogando para tus adentros que el albañil sudado y maloliente se compadezca y te grite al menos "¡Gorda, te hago de todo menos upa!"
Confieso que pocas veces presté atención a “mis” piropos. Una vez de paseo con mi tía Coca, el sodero gritó desde el camión: “¡Qué linda flor… lástima que va con la maceta!” Y lo recuerdo, no porque el sodero despertara mi interés a los escasos dieciséis años, sino porque fue la primera vez que miré a la cara al piropeador y se creó como un vínculo, un “me lo está diciendo a mí, a mí sola”.
Ayer, mientras caminaba por las calles de San Telmo todavía húmedas tras el chaparrón de la mañana, pisando todas y cada una de las baldosas flojas según mi costumbre, me convertí en inspiradora de una decena de piropeadores aburridos, algunos mejor perderlos que encontrarlos. Pero fue altamente gratificante descubrir que sigo en carrera y muy… divertido. Antes los piropos me molestaban, ahora me divierten y cuando estoy de humor, me animo a responder.
Porque los piropos levantan la moral y enaltecen el amor propio. Siempre.
El viejo que salió del bar con olor a faso y lavanda, juntó las manos dando un golpe que sonó fuerte y hueco y, parándose en seco frente a mis narices, exclamó: “¡Se cayó una estrella del cielo!” Me hice a un lado y seguí caminando muy sonriente, sólo para toparme metros más adelante con un señor de aspecto descuidado, con dudosos aires de Che Guevara, que paseaba a su perro roñoso sin importarle el resto del universo. Me miró de arriba abajo y sin detenerse dijo: “¡Dame un beso o te muerde!” Apuré la marcha, con menos miedo del pobre perro que del subnormal que lo paseaba.
Y entonces no pude evitar la comparación... “Tu belleza es sutil como huellas de espuma”. El piropo inesperado de aquél cuyo nombre no diré porque nadie me creería, ni yo misma logro asimilarlo y tengo que releer una y otra vez para comprobar que se esmeró para mí y ahora tengo la certeza de que busca algo que no estoy dispuesta a darle.
Pero no tengo tiempo de pensar en nada más. Un auto negro y brillante (léase también “limpio”) da la vuelta a la esquina y se estaciona a mi lado atronando el aire con bocinazos.

-Es la primera vez en la vida que me doy vuelta cuando escucho una bocina.
-¡Hola, mi amor! Pasó tanto tiempo que ya me había olvidado lo linda que eras...
-¿Ah sí…? Yo también.

Y me fui con “el hombre de mis sueños” a disfrutar una tarde plena de sol con “volcán de chocolate” incluido. Ahhhhh… esto último merece un capítulo aparte.

jueves, 15 de noviembre de 2007

So many reasons to sleep alone

No es agradable despertarse a las cuatro de la mañana con un violento codazo en la nariz. Todavía aturdida, incrédula, escuchás las disculpas del caso y sabés que el autor, semidormido pero conciente del atropello, prefiere hacerse el sota por no asumir la responsabilidad de los hechos.

H: Amor… ¡Perdoname! ¿Te pegué?
M: Pero ¿sos boludo? ¡Me rompiste la cara!
H: Uy, fue sin querer… Estaba soñando.
M: ¡Me pegaste!
H: Bueno... Sana, sana, chuick… Dormite.
M: )”(/$·/&(·/·&Q/”&Q(/”&)·!

Por un rato largo no podés conciliar el sueño. Mirás una y otra vez la hora en el radio-reloj. Son casi las 6 y te queda una hora y media de gracia para arrancar la rutina de todos los días.
Pensar que ayer te perdiste tu programa favorito porque el golpeador tenía que ver el partido en vivo y en directo. Y vos, generosa, te metiste en la cama con Henry James y su “Retrato de una dama” intentando concentrarte por sobre la avalancha de comentarios que no logran ponerle ritmo al 0 a 0. Al final, cuando se te cierran los ojos de aburrimiento, termina el partido y pensás que podés manotear el control remoto pero ¡no! Tu maridín esta sobreexcitado (es increíble cómo el futbol enardece los ánimos) y sediento de acción. Te hacés la hoy-no-tengo-ganas pero él no se da por aludido. No hay excusa que valga. Cedés. Es mecánico, no estás ni para fingir emociones. Y cuando llega la calma “Te quiero mucho, amor”, “Yo también...” él se da cuenta de que lo atormenta un hambre feroz y te pide que bajes a buscarle… ¡dulce de leche! Refunfuñando vas a cumplir la misión sólo para evitar que sus injustos reproches te impidan dormir. “Mirá si estuviera embarazada y tuvieras que salir de madrugada a comprar espárragos al roquefort…”
Y entonces recordás las bondades de tu single life, cuando eras dueña absoluta del king size y de la tele, cuando no había reglas ni horarios y eras tan egocéntrica… Y en especial añorás aquellas noches de sexo desenfrenado con “El Amante”, ese que manejaba veloz desde Olivos a San Telmo sólo para coger y se iba a dormir a su casa sin mirar partidos de fútbol ni pedir que le traigas dulce de leche a las dos de la mañana porque está antojado.
Qué tiempos aquéllos que no volverán… ¿O sí?

lunes, 12 de noviembre de 2007

El asado de los muchachos

Ayer mi papá degustó el tradicional asado junto a sus ex compañeros de colegio, “los muchachos”, una forma de decir atento a que acarrea cada uno alrededor de setenta primaveras. Lo notable es que no han dejado de reunirse al menos una vez al año desde que egresaron del industrial, allá por 1955, y hasta se auto-regalaron plaquetas conmemorativas con motivo de las bodas de oro.
Tengo el recuerdo imborrable de aquellos domingos de noviembre muy temprano a la mañana, tres o cuatro amigos de papá sentados en torno a la mesa del comedor tomando café en las tacitas de porcelana preferidas de mamá, hablando de fútbol y de política, esperando a Tito que siempre se quedaba dormido y a las cansadas aparecía con el pucho en la mano y una sonrisa de oreja a oreja. Era el alma de la fiesta, no era lo mismo sin él.
Tras casi una hora de perorata, partían apretujados en el auto de Bocha hacia la quinta de General Rodríguez que, durante un par de décadas, constituyó el ansiado punto de encuentro.
A papá se lo veía desbordante de alegría, como un adolescente en pleno festejo del día del estudiante. La noche anterior preparaba el bolsito con los “cortos” y los botines para jugar el infaltable picadito después de comer. Cuando engordó lo suficiente para dejar de ser el corredor más veloz del equipo, quedó relegado al puesto de arquero. Pero seguía igual de feliz.
La víspera, mamá sudaba la gota gorda cocinando cientos de bombas de crema que eran la delicia de los egresados. Para ser honestos, “los muchachos” venían temprano a casa a buscar las bombas y de paso se llevaban también a mi viejo.
Mamá había estudiado a conciencia los secretos de doña Petrona para que la masa bomba resultara liviana, flexible y se inflara en el horno hasta lograr el tamaño justo. Las había de crema pastelera, chantilly, dulce de leche y mousse de chocolate recubiertas con hilos de caramelo. Si se nos ocurría robarle alguna era capaz de cortarnos los dedos, pero nos dejaba chupar los restos de caramelo y siempre reservaba una cantidad extra de bombitas (generalmente las que salían falladas) para deleitarnos al día siguiente. No en vano los amigos de papá la declararon Reina Nacional de la Bomba de Crema.
No me consta que las demás esposas hayan colaborado en igual medida. Estaba decretado que las mujeres no podían participar de los asados y, por más se mordieran los nudillos de bronca y resignación, nunca pero nunca jamás fueron invitadas. Y gracias a ello la amistad perduró por más de cincuenta años y “los muchachos” siguen festejando despreocupados como siempre y comiendo hasta reventar.
Ahora se reúnen con más frecuencia, en especial porque algunos ya no están y la mayoría sufre los achaques de la edad. En el fondo todos han vuelto a ser niños de nuevo aunque han cambiado los partidos de fútbol por campeonatos de truco y escoba de quince con porotos (plata no porque son jubilados).
El asado de noviembre sigue siendo el evento más destacado del año pero, para no esperar tanto, ahora organizan almuerzos, cenas, brindis y comilonas varias con cualquier pretexto. El objetivo es el mismo de siempre: estar juntos, comer mucho y pasarla bien.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Juegos de Menta

Es muy tarde ya y estoy harto de llorar.

Hoy no sé… como que algo explotó.
Cuando todo parecía girar en el sentido correcto y empezar a acomodarse, otra vez quedé patas para arriba esperando que la solución me caiga del cielo como un milagro.
Tengo una angustia brutal, como una espina puntiaguda y dolorosa que temo no poder arrancar. El juego ya no es un juego, tal vez nunca lo fue…
Siento que cada vez cuesta más salir a flote y empezar de nuevo. Y te van quedando esas huellas indelebles que a la larga te endurecen, aunque no lo suficiente para evitar nuevas heridas.
Será que son muchas cosas al mismo tiempo… ¿Por qué no puedo pensar con lucidez?
Buscar y no encontrar… Ya no sé cómo ni dónde.
A veces tengo miedo de mí misma.

Te has perdido entre las calles que solías andar…
Estás herido como un pájaro en el mar.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Noche de estreno


¡Estoy más nerviosa que si fuera a saludar al Papa!
Será porque el ritmo ternario del Lux Aeterna me desestabiliza y no puedo sostener la melodía más allá de los primeros diez compases y ya nos han dicho por enésima vez que no habrá ensayo previo al concierto, apenas una prueba de sala de cinco minutos y al maestro S le hervirá la cabeza si no está todo suficientemente aceitado.
La obra es bien bonita y sencilla, aunque con algún que otro pasaje algo entreverado que tarde o temprano terminará sonando como corresponde. Dicen que el director encontró la partitura manuscrita revolviendo en una polvorienta biblioteca de Roma, y la transcribió especialmente para nosotros. Así que el compromiso es por partida doble porque estamos de estreno. Sí, señor ¡la auténtica avant premiere!
Como no tengo tiempo de volver a casa para producirme, acarreé todos mis petates hasta la oficina y aquí estoy disponiendo con extremo cuidado, sobre la tapa del inodoro, toda la artillería pesada… léase base de maquillaje, delineadores varios, sombras, labiales, humectantes, correctores, un gel efecto seda que te deja la piel de bebé, laca fijadora antibrillo y la planchita para el pelo. Tengo para media hora por lo menos con esta lamparita del orrrrrto que no alumbra un joraca. Hoy desearía ser Moria Casán sólo para adueñarme de un camarín privado con esos enormes espejos orlados de luces potentes.
Estoy nerviosa… Me tiemblan las manos y se me corre el rimmel.
Intento repasar mentalmente la fuguita del Hosanna pero se me hace como un borrón, una especie de amnesia de la que espero recuperarme antes de que alguien más lo note.

H: ¿Y? ¿Te falta mucho?
M: ¡Ya termino!
H: Mirá que no llegamos…
M: Ufa… ¡Ya voooooy!

Y ahora… ¡lo que faltaba! Se me corrió la media ¡y la re p… que lo parió! ¿A quién se le ocurre ponerse medias con este calor de locos? Pero no hay nada que hacer… El uniforme del coro (que es negro de la cabeza a los pies) incluye medias también negras para completar el cuadro con esa onda tétrico-elegante medio vampiresca que remata en un escandaloso chal de lamé plateado. No sé quién fue el cráneo que diseñó semejante modelito, pero hizo falta mucha imaginación para darle al atuendo ese toque de gracia que me haga ver, si no “sexy”, por lo menos “femenina”. A regañadientes opté por esas medias con silicona que llegan hasta la mitad de la pierna porque ni en pedo me pongo la medibacha. ¿Portaligas…? No, no amerita. Lo dejo para otra ocasión.
Con tanto make-up me siento el clon de Cristina K. Pero como dice “la señora de los almuerzos”, para salir a escena hay que maquillarse bien porque las luces te comen la cara ¡y parecés un cadáver!
Al fin partimos rumbo al lugar de los hechos. Tal parece que el Alplax que tomé hace media hora comienza a hacer efecto. Espero no dormirme en mitad de la función y, si así fuera, patéenme la cabeza antes del Agnus Dei.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Gynecologist

Pedí el turno hace un mes y medio y no me importó esperar porque ¡no quiero con nadie más!
Lo de siempre… Desarrollás una resistencia natural ante el speculum helado y sumamente drástico que te tortura los segundos necesarios para sentirte ultrajada sin posible defensa ni derecho al pataleo porque sabés que “así son las cosas” y “mejor prevenir que curar” y bla… bla… bla…
Y por si fuera poco, especialistas de todo tipo te observarán desde muuuuy cerca, te analizarán, te meterán “cosas”, te estrujarán y ecografiarán hasta finalmente cerrar el círculo donde todo comenzó y… “Está todo bien. Volvé dentro de un año”.
Pero siempre es bueno escuchar que todo está bien.
Salir del consultorio con la absolución resonando aún en tus oídos te hace sentir tan livianita que es casi como si volaras y el mundo entero se da cuenta que sos muy mujer.

domingo, 4 de noviembre de 2007

Entre notas y patines

Hace calor pero no se nota. Sopla un viento huracanado que se lleva hasta las malas intenciones… Y yo en viaje de Ushuaia a La Quiaca con mis partituras bajo el brazo porque hay ensayo general y el maestro S montará en cólera si le falta una contralto.
Llegué temprano y pagué el precio de distribuir las sillas para el coro y la orquesta en simétrico semicírculo, ni tan atrás ni tan adelante. Vocalizamos. Resulta gratificante vocalizar, aspirar el aire hasta llenar la base de los pulmones, sentir cómo el maxilar se afloja y cae por su propio peso, la laringe desciende y el sonido fluye sin esfuerzo. Todo está en la cabeza. El secreto es concentrarse y aprender a respirar…
A las cinco de la tarde la iglesia está en penumbras.
“¡Alla corda!” grita el maestro S cuando los violines se desbocan y obligan a repetir por cuarta vez el mismo compás. Levanto la vista y lo veo, sonriendo desde lejos. No lo esperaba. La sorpresa me paraliza por unos segundos. Busco el momento preciso para escapar de las siniestras miradas del director y correr a sus brazos aunque sólo sea por un instante, lo que dura un beso o dos. Me quedo triste mientras se aleja en su auto y corro a cumplir mi destino de paseo obligado por Palermo Soho, cafecito con scons y pastafrola rodeada de ancianas ricachonas y “fiesta de patín” a la que fui invitada muy especialmente.
Las patinadoras estuvieron bastante bien, en especial las más chiquititas con sus caídas estrepitosas pero simpáticas. Había odaliscas, mariposas, muñecas y cabareteras con disfraces multicolores rebosantes de brillo. Ahora la moda es el patín… Todos quieren patinar aunque pocos tienen el talento.
La fiestita terminó promediando la medianoche. Y nos fuimos cantando bajito a devorar un rico asado mientras las niñas caían rendidas con los pies doloridos y las caritas llenas de purpurina.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Cuestión de ego

La autopista es un caos. Choques múltiples, embotellamientos… si me bajo y camino llego más rápido. Y sí, el mismo análisis de todos los días cuando ves que hasta no hace mucho tardabas una escasa media hora en hacer el mismo trayecto que hoy demanda el triple de tiempo. Cada vez hay más autos, no hay plata pero la gente compra autos. Autos caros… ¿Para qué…? Te das el gusto pero manejás con miedo, porque un autito importado se lleva todas las miradas, despierta interés y más de uno comentará, dejándose llevar por el despecho, “Mirá ese hijo de p… el auto que se compró, ese sí que levanta con la pala…” Y te fichan. Al final terminás manejando el auto de tus sueños dentro de las fronteras del country porque encima afuera la ruta está hecha percha, plagada de pozos sin fondo que se han tragado a los conductores más avezados, la banquina es una confusión de barro, yuyos y caca de perro y si salís de noche, rezá para que la luna te alumbre el camino o andá a buscar a los inadaptados que se roban los cables y nos dejan a oscuras.
Aún así, el country explota de 4x4 cada vez más voluminosas. Hasta la mucama maneja su camioneta para ir a la verdulería y volver cargada de tomates. A mi vecina de al lado, la antipática insufrible que se viste con lo último de la vidriera, le chocaron el autito la semana pasada. ¡Porque hasta las que no saben manejar quieren un cero kilómetro para romper las bolas y así les va!
Está el que compra por necesidad, por status, por darse el gusto, por capricho o por ánimo de competir con el que se pasea en su rodado exclusivísimo, el más caro y único en el país. Ese sí que debe cagar doblones de oro… Y para ponerse a la altura de las circunstancias hay que invertir en algo bueno, igual de exclusivo y costoso. Porque el auto habla del hombre y su masculinidad, de su poder, de su dinero, de su estilo… de su enoooorme ego. En definitiva, de eso se trata.
Yo sé de uno que anda rondando concesionarias con el orgullo herido queriendo cumplir el sueño del pibe. Y está “que sí… que no…” haciendo cuentas, lamentándose porque su lindo auto importado no es suficientemente ostentoso, o lo era hasta que comenzaron a verse cientos de “hermanitos” pululando por las rutas argentinas y ahora es uno del montón.
“¡Tengo que competir con el Millonario!” Esas fueron sus palabras, la verdad de la milanesa. ¡Y fue lo más estúpido que escuché en los últimos tiempos! Pero no hay que pedirle peras al olmo… Apesadumbrada compruebo una vez más que el hombre no se baja de su ego por miedo a quebrarse la columna.