martes, 27 de noviembre de 2007

A rodar la vida


Tal parece que tenemos auto nuevo...

Después de muchas idas y vueltas, en realidad más idas que vueltas al taller porque parece que el auto viejo lo hacía a propósito, se tragaba todos los pozos y se le daba por hacer ruiditos extraños, probablemente presintiendo que su ciclo ya estaba cumplido y que su dueño, otrora orgulloso de pasearse en el que supo ser “una bomba infernal” y ahora acarrea más kilómetros que si hubiera rodado una docena de veces de Berazategui a Kuala Lumpur (eso sin contar el Picasso que le hicieron en la concesionaria, porque si no era invendible)... su dueño, seamos honestos, ya no lo quiere más, dice que está viejo, mañoso y que es el momento de “actualizarse”.
Me produce tristeza aunque no he tenido tiempo suficiente de encariñarme. Porque siempre es triste desprenderse de las cosas que son tan nuestras, que nos acompañaron a veces sin nosotros valorarlo y forman parte insustituible de nuestras vivencias.
Como cuando papá vendió el Fiat 1500 después de casi quince años de cargar con la familia de acá para allá, con ruiditos y mañas, a veces se quedaba parado sin motivo y no había manera de
hacerlo arrancar, pero lo entendíamos porque tenía su carácter y había que esperar a que se le pasara la bronca. Claro que a veces no se le pasaba muy rápido y había que dejarlo “por ahí” y tomar el colectivo con todos los bártulos y mamá despotricaba contra todos los Fiat del planeta que “nunca llegan a destino” y “no se puede viajar tranquilo” y “vas siempre con el corazón en la boca” y bla… bla… bla… Pero bien que se le cayó un lagrimón cuando lo vio doblar la esquina a manos del nuevo dueño.
Venía mal parido el 1500 desde que se lo entregaron a mi papá, cero kilómetro, el día de Santa Rosa. Y él, contento con su chiche nuevo, lo sacó a rodar bajo un diluvio de novela y a mitad del paseo tuvo que guarecerse del granizo que casi se lo abolla por completo. Por eso lo bautizó “Rosita”. Sí, ya sé, sólo a mi viejo se le ocurre ponerle “Rosita” al auto... En fin, “Rosita” nos vio crecer, como diría mi abuela. Un día le dijimos “Adiós” y cada tanto lo veíamos pasar por alguna avenida y gritábamos contentos “¡Ahí va Rosita!”, como si pudiera oírnos y ¿quién sabe…? tal vez reconocernos.

Me pregunto si el auto nuevo admitirá ahora miguitas en el tapizado, carilinas debajo de los asientos, monedas y papelitos dispersos por doquier. Y habrá que ser más cuidadoso con los pozos, no es cuestión de andar arrastrando el guardabarros cada vez que sale a la ruta. Por lo pronto, al dueño se lo ve más contento que perro con dos colas… como si finalmente hubiera encontrado su media naranja.

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