miércoles, 30 de abril de 2008

Noche de gala

Un día me voy a cansar de lo “políticamente correcto” y voy a hacer lo que cualquier hijo de vecino sediento de anarquía, me van a encontrar tirada en el piso de la cocina tomando cerveza en bombacha y camiseta.
No sé a qué viene esto… ¡Ah, sí! Es que tengo la dicha de haber sido invitada a la fiestita de gala
de la compañía de seguros que hace años nos viene currando sin vergüenza. En el Hilton, nada menos. Y en la tarjetita toda dorada y pomposa aclaran bien que la cosa es “muuuy elegante”. Seguro es por los colados de siempre, como el Chino G que se prende en todas creyéndose el alma de la fiesta y que, a pesar del olor a chivo crónico y las chombas de piquet, es empresario de buena ley, “viajado y bilingüe”, pero cuando atiende el teléfono dice “aguant e moument”.
H ya confirmó la asistencia dando por sentada mi conformidad.
Primer pensamiento catastrófico: “¡No tengo qué ponerme!” Y mentalmente recorro los restos del placard que he ordenado y esquilado a conciencia. Necesito zapatos y una cartera nueva. Y otro vestido… largo, sexy, elegante, negro. Ah, cómo me gustaría vivir de canjes y desatar la envidia de mis pares luciendo un exclusivísimo modelito Piazza.

H: ¿Y el vestido que te compraste para la fiesta de quince?
Yo: Es de verano.
H: Ah… Bueno, te ponés un saquito arriba y listo.

W-h-a-t ??? Los hombres lo arreglan todo así de fácil. Falta que me diga “Anda al Once” y cartón lleno.
Pero claro, nadie se da cuenta que van a todos lados con el mismo traje negro si al menos tienen la precaución y el buen gusto de cambiar de corbata.
Diosss... Faltan nueve días y ya estoy que estallo. No sé si buscar vestido o excusas para no ir.

lunes, 28 de abril de 2008

El golpeador

Se mudaron hace cuatro años. Ella toda delgadita, rubia, traslúcida, hubiera pasado desapercibida hasta con minifalda de cuero y rouge fluorescente. Él, larguirucho, de andar desgarbado, ausente, el prototipo del “cara de nabo”. Ella, azafata. Él… lo disimulaba bastante bien.
Solían pasear tomados de la mano al promediar la tarde, acaramelados como dos tortolitos. Y entonces ella quedó embarazada y siguieron paseando hasta que la panza corrió riesgo cierto de explotar.
Nacieron mellizos. Rubios, inexpresivos.
El muchacho reanudó el paseo vespertino, esta vez arrastrando el cochecito doble de los críos que, al cabo de tres años, se negaban a caminar. Ella se mantuvo oculta un buen tiempo, hasta que meses atrás reapareció exhibiendo un nuevo embarazo.
Nació el niño (o niña, no se sabe bien) y todo se veía tan normal que resultaba fastidioso.
Entonces, sorpresivamente, el vecino de al lado, “de quien eran muy amigos”, les retiró el saludo, vendió su casa y se mudó a la otra punta del country. Corrieron rumores, nada concreto, se habló de estafa, fraude, qué se yo… El flaco seguía fiel a su rutina de no trabajar, lavando la 4x4 y paseando a los mellizos como si tal cosa.
Hace una semana, un griterío infernal sacudió la noche estrellada de mi barrio-tupper. Los vecinos alarmados llamaron al personal de seguridad, algunos salieron a la calle a medio vestir. Nadie entendía nada. Hasta que llegó el patrullero y, tras mucho ir y venir, se llevaron esposado al paseador de mellizos, con sus patas largas y ese aire irritantemente desganado.
Se tejieron las más insólitas hipótesis, especialmente cuando ella, la víctima, asomó sollozante por el marco de la puerta, las huellas de la golpiza todavía frescas en su pálido rostro, temblando de rabia, protegiendo a los niños que miraban la escena confundidos, asustados.
Tal parece que él la engañaba. Sí, con esa cara de nardo a la enésima… es de no creer. Ella lo descubrió, le echó en cara las evidencias, discutieron, vociferaron como energúmenos y él la fajó, bastante fuerte por lo que se pudo apreciar después. Ella lo denunció a la policía y finalmente vinieron a buscarlo. No puede acercarse a la casa ni a los chicos.
Y nuestros vecinos letrados se han puesto al servicio de la desdichada, como debe ser. A ver si una vez en la vida hacen algo bien.

jueves, 24 de abril de 2008

Terror en la oscuridad

Ahora me da miedo salir de noche…
Será que antes caminar por las calles desoladas del coquetón y exclusivo Sorete Country Club era un poco revivir esa dosis de libertad sin límites que este siglo de violencia e inseguridad nos arrebató de un plumazo, casi como ser niña otra vez y dar vueltas y vueltas con la bici, sin miedo, sin más precaución que mantener el equilibrio mientras el viento te sopla la cara y los teros chillan alrededor.
Sólo que últimamente, quizá porque oscurece más temprano y la noche se pone silenciosa, o estoy más atenta a la oscuridad y al silencio, o ¡pucha! que de verdad está oscuro y no hay un alma que me ampare mientras camino a tientas bajo los sauces, el celular apretado en la mano, “por favor, hablame hasta que llego a casa… no me dejes sola…”, una sombra que cruza veloz a escasa distancia y se esconde entre los ligustros, ruido de ramas rotas, algo que trepa, algo con garras que rascan la corteza de un tronco robusto, algo con ojos redondos y brillantes, enmarcados por un… ¿antifaz?
El “algo” se queda quieto. Me está observando. Y a mí se me congela el estómago porque no es un
gato, ni una liebre, ni un cuis gigante, ni un monito escapado del zoológico. ¡Es una comadreja! Sí, señor. Y bien grandota. Una súper comadreja con dientes afilados y las uñas más largas que vi en mi vida.
No sé si correr o dar marcha atrás despacio, sin quitarle los ojos de encima. ¿Será más veloz que yo? Dicen que transmiten la rabia… Pienso en la mordida y se me pone la piel de pollo. Y esos ojos malignos que me miran fijo…
Entre la tarántula del otro día y ahora este engendro con garras y antifaz… ¡¿quién puede estar tranquilo?! Y eso que olvidé mencionar a la chinche monstruosa que caminaba por el plato del perro, chata y verdosa, grande como la palma de mi mano, con un caparazón duro de aspecto prehistórico. Y la culebra que quedó atrapada en el filtro de la pileta y hubo que desenroscarla y lanzarla por los aires, evitando el roce frío y gelatinoso de su magra animalidad. Y la iguana que
se pasea por el fondo de casa cuando el calor taladra la cabeza… Pensar que H le pone huevos frescos a modo de carnada y el saurio, que la tiene muy clara, hace un agujerito, chupetea el contenido y abandona las cáscaras vacías sabiendo que siempre encontrará alimento gratis. Ah… y el cangrejo. Pero ese por lo menos no sale de la pecera, aunque sigue haciendo estragos con total impunidad.
No sé qué va a ser de mí... Por lo pronto he comprado una linterna bien potente que llevo en la mochila cada vez que salgo tarde. Pero está claro que no puedo andar armada, qué va a pensar la gente si me ven oteando en la oscuridad con ojos agrandados por el pánico, empuñando en alto el palo de amasar…
¿Fumigar? No, qué va… Pregúntenle a los tábanos que vuelan extasiados degustando los vapores de un veneno que les perfuma las alas. Cuanto más fumigan, más bichos hay. Como si el ecosistema entero desarrollara una suerte de inmunidad.
No hay nada qué hacer. No estamos solos... y ellos son más.
Trepan, reptan, vuelan, saltan y mueven sus innumerables patas peludas dentro de los límites del cerco perimetral. ¡Y no pagan expensas!

martes, 22 de abril de 2008

¿Presentimiento?

De pronto te asaltó esa sensación rara, difícil de describir, como un hormigueo a la altura del esternón, un vacío que se va haciendo grande y profundo y empieza a doler y es como si hubieras olvidado algo, o esperaras que algo suceda, o mejor dicho… como si temieras lo que irá a suceder.
Caminando a media tarde por Corrientes y Libertad, se te da por mirar las ventanas del quinto piso de aquel antiguo edificio que albergó los mejores años de tu vida laboral. Pensar que una vez a la semana algún infeliz se quedaba
atrapado en el ascensor y llegabas al final de la escalera con la lengua afuera y el corazón bombeando a todo vapor. Te preguntás si el kiosco de al lado seguirá haciendo esa empalagosa ensalada de choclo y queso con mayonesa que devorabas en segundos, en una mano el tenedor y en la otra el teléfono que parecía tener vida propia.
Seguiste tu camino sonriendo con nostalgia… Y otra vez esa sensación punzante, como una advertencia, una voz anónima que grita y se desvanece, ininteligible.
A la vuelta de la esquina estaba tu joyero amigo, turco de Turquía, fanático de Boca, con su remera raída y la barba pinchuda, ese estudiado desaliño que es disfraz obligado del millonario en constante estado de alerta. Te saludó con mucho aspaviento y compartieron un café mientras hablaban de bueyes perdidos y te probabas todos y cada uno de los anillos con brillantes que guarda celosamente en la trastienda.

-Me gusta como te queda ése, el del delfín.
-¿No es un poco grande?
-Es perfecto para vos.

No le costó mucho convencerte. Te fuiste feliz con el super anillo que, al menos por un momento, opacó todas las tribulaciones. Pero el colectivo tarda mucho en llegar y otra vez sentís ese hormigueo en el estómago. El celular mudo, demasiados mensajes sin respuesta y un silencio preocupante. Y la voz que sacude tu cabeza, una voz que ahora tiene nombre y apellido y dice lo que no querés escuchar: “A veces pienso que si me pasara algo, vos no lo sabrías”. La voz grita cada vez más fuerte y es casi en aluvión. Tu cabeza está a punto de estallar. Tenés la certeza de que algo malo le sucede, simplemente SABÉS que es así. Pero te resistís a comprobarlo, aunque necesites saber…

domingo, 20 de abril de 2008

Arákhne

El sol desaparecía lentamente tras el follaje espeso de los robles.
Campo.
Silencio. Soledad.
Me deshice en un largo suspiro con el último beso de despedida, sumida en la somnolencia que provoca el asado de domingo en familia, cuando todo es tan rico y tentador y la charla, de tan amena, se torna inagotable.
Subí, bajé, entré, salí y dejé constancia de los acontecimientos recientes en mi diario, el que escribo de puño y letra desde la más temprana adolescencia.
Nada interesante en la tele y, si faltara un agravante para terminar de descomponer mi dichosa existencia, podría mencionar que se rompió el módem y Telefónica “está atendiendo su reclamo”. De esto último hace ya un par de días…
Dudando entre alimentar el blog o al perro que me mira con ojos tristes como si hubiera ayunado toda la semana, olvidando que hizo astillas los numerosos huesos que misteriosamente cayeron de la mesa a sus fauces, en fin… preparé unos ricos mates y “ta-te-ti”, opté por el celular. Pero si hay algo que me descajeta por completo es no obtener respuesta a mis mensajes, más si se trata de esos especialmente redactados para ese alguien especial que no se especializa en responderlos.
Y fue entonces cuando la vi. Negra como la noche, pavorosamente negra… Quizás fuera su
sombra sobre las baldosas marfileñas, o mi natural aversión a todo aquello que camine en más de cuatro patas… Sentí cómo la sangre bajaba a mis pies, el pánico golpeando como una tempestad. Cuánto tiempo habrá estado ahí, observándome, no lo sé, no quise saber, sólo imaginarlo me erizó los pelos la nuca. Ahogué el grito. No podía despegar la vista de la horrorosa forma despatarrada que, conciente de mi presencia, sabiéndome enemiga, se irguió en posición de ataque y me miró de frente.
Soy una mujer fuerte, detesto lagrimear por nimiedades, le pongo el pecho a la vida… Pero las arañas me dan pavura, son mi peor pesadilla, el objeto de mis miedos más primitivos. Me pregunto cuál será el origen de esta fobia y temo averiguarlo.
Permaneció inmóvil. La miré, me miró. El insecticida estaba en el lavadero, justo del otro lado… Recorrí mentalmente el arsenal de productos pesados a los cuales recurrir en caso de urgencia: la maceta del potus, el florero chino, la butaca del piano… y, tras fatigosa deliberación, ganó el Atlas Clarín y, como no hay que descartar nada en estos casos, empuñé el atizador dispuesta a vender cara mi piel. Aún así faltaba el químico paralizante, o al menos estupidizante, que me diera los segundos necesarios para asestarle el golpe de gracia. No había tiempo que perder. Corrí al baño de arriba, era cuestión de decidir entre el talco, la espuma de afeitar o el desodorante. Y ganó el Axe Conviction, qué apropiado…
Apunté desde lejos, cerré los ojos y apreté el gatillo con decisión. Vacié todo el aerosol sobre el monstruo peludo que empezó a corretear como el rayo, veloz y sin rumbo por la cocina. Sólo cuando la atmósfera se tornó irrespirablemente masculina, la bestia detuvo su enloquecida carrera, se arqueó con rabia y fue entonces el momento propicio para aplastarla bajo el libraco. Grité muy fuerte esta vez, un alarido histérico, mezcla de asco y horror. Temblaba. Me pareció que el libro se movía y, sin pensarlo, pegué un saltó y lo pisoteé con todo el entusiasmo sin dejar de vociferar.
Al cabo de unos segundos logré bajar los decibeles y pensar con lucidez. La araña estaba muerta,
no podía ser de otro modo. No obstante, decidí no manipular la escena del crimen, que alguien más lo hciera… Alguien aguerrido que no tema a los arácnidos, que me muestre “a distancia prudencial” el cadáver de mi obsesión.
Diosssss… Esto me pasa por ingrata, por andar pregonando que la vida de campo carece de emociones. Y vaya emoción que ligué esta noche… Quizá un whisky sin hielo me devuelva el alma al cuerpo, de un trago, a lo macho. Mejor que sean dos.

viernes, 18 de abril de 2008

Si hace frío y llueve…

“No hagas hoy lo que puedes dejar para mañana…”


Me negué de todas las formas posibles. Pasé a su lado infinidad de veces abriendo y cerrando puertas, mirando sin ver, aumentando la confusión sin medir las consecuencias, ahogando el remordimiento, postergando lo inevitable, soñando que alguien más lo haría por mí. Hasta que fue demasiado tarde.
“Una desgracia con suerte” hubiera dicho la tía Marga. La gata maullando desesperada desde el fondo del ropero -y yo me pregunto para qué se metió- literalmente sepultada bajo media tonelada de camperas, bufandas y pantuflas, intentando sobrevivir al alud de perchas que se desplomaron sobre su cabeza cuando menos lo esperaba. La rescaté del desastre como pude. “¡Si no fuera por tu culpa ahora no tendría que ordenar el placard!” Pobre… me miraba llorosa mientras la sacudía en el aire con bronca y, una vez en libertad, se fue corriendo con la cola erguida sin ocultar el resentimiento.
Quedé sola en medio de la batahola y, con resignación, empecé a vaciar estantes y cajones a los manotazos limpios, refunfuñando con esa sabiduría de compradora compulsiva: “Tanta pilcha inútil y no tengo qué ponerme”.
Pero a veces la vida nos da sorpresas o será que una es experta en el enigmático arte de la ocultación y el camuflaje, tan experta que olvida dónde guarda las cosas y entonces el hallazgo se transforma en la recompensa soñada. Porque no todos los días te encontrás un fajo de verdes adentro de las alpargatas que no usás desde la adolescencia pero guardás como un tesoro y te negás a tirarlas, hacés la vista gorda a las hilachas, los agujeros y las manchas de lavandina y siguen ahí oliendo a trapo viejo, a recital de Madonna en River, a verano del 90 en Pinamar, a tarde de lluvia y alfajores de maizena frente al Pizzurno, protestando ya no sabés por qué. Un fajito abultado que no está nada pero nada mal. Y entonces ordenar el placard te parece la cosa más interesante del mundo, escala posiciones en tu lista de preferencias, porque uno nunca sabe… Y revisás todos y cada uno de los bolsillos, adentro de las zapatillas y ¿no habrá quedado un vuelto entre las bombachas…? Pero es hora de conformarse, no hay que tentar a la suerte.
Al cabo de dos horas de intensa labor tenés el placard prácticamente vacío, una pila de ropa vieja a la que mirás con esa mezcla de fastidio y nostalgia y la necesidad imperiosa de correr al shopping a comprar de todo. Esto es lo que yo llamo “proceso de retroalimentación”.

miércoles, 16 de abril de 2008

Le grand "petit hotel" - Parte II

Fuimos puntuales. El vendedor esperaba en la puerta fumando un cigarrillo, apretujando entre los dedos nerviosos un manojo de planos y anotaciones, con la esperanza de encontrarle “novio” al caserón. La arquitecta llegó minutos más tarde.
Hechas las presentaciones del caso y tras cierto forcejeo con el candado oxidado, nos adentramos en el museo del horror.

-Son trece habitaciones en total. Los servicios están clausurados y las ventanas… bueno, después abrimos las de la planta alta.
-¿Llueve?
-No, esteeee… hay humedad, como en toda casa vieja.


¡Craaaak! ¡Pluuum!

-Ah, cuidado… ¿Se lastimó? Hay algunas maderas flojas… Mire donde pisa.
-¿Y ese olor? ¿Será el baño?
-¿Qué le parece, arquitecta?
-Y… hagan de cuenta que lo que no se ve, no existe, y lo demás hay que hacerlo a nuevo.

H estaba anonadado. No imaginó ni por un instante que el “petit” hotel fuera tan grande y parece que, desde que pisó el primer peldaño de la interminable escalera, se afianzaron sus ideales de restaurador.
Pero no tenía caso seguir soñando. Al tacho nuestras ilusiones del palacete propio. Y pensar que no estaba tan mal, con un poco de paciencia y mucha pero mucha plata, habríamos podido hacer de esta ruina una preciosidad.
Sorprendí a la arquitecta mirando con codicia el exquisito diseño de los pisos de mármol. No me vengan ahora con reciclados medio pelo, ¡esto es calidad! Aunque las puertas tengan cien años y crujan los pisos y el techo esté lleno de goteras.
Qué lindo hubiera sido… Hasta me imagino vestida y peinada a lo Mariquita Sánchez de Thompson, tocando en el piano de cola algún vals de Chopin mientras los últimos rayos de sol arrancan reflejos rojizos a la madera recién lustrada.

martes, 15 de abril de 2008

Le grand "petit hotel" - Parte I

Resulta que nos queremos mudar. Basta de tanta vida verde encerrados en una burbuja de lujo que, por más que te la quieran vender de sana y segura, es lisa y llanamente ¡un puterío! Se acabó, se fini, caput.
Quiero ser libre otra vez, libre como el viento, que el guardia de seguridad no sepa si me estoy bañando, si se me quemó el bizcochuelo o si resbalé por la escalera mientras pasaba el lampazo. Porque la vida de country arrasa con la privacidad, todos saben todo de todos y la moda es tejer historias entreveradas que corren de boca en boca como un teléfono roto mal intencionado, hasta que la “verdad” distorsionada sin ton ni son trasciende los límites del anonimato y golpea con la fuerza de un tsunami.
Pero no es tan fácil la cosa. Llevamos días, semanas, buscando un lugar decente dónde vivir y nada. Lo bueno es caro y lo malo, también. Y lo barato sale caro y todo eso… Te dicen “en excelente estado” y pensás con incredulidad si alguna vez lo estuvo. Peor si está “reciclado a nuevo”, la lavada de cara no engaña ni a Blancanieves y sin embargo cotiza en bolsa porque es fashion reciclar, hasta los colchones apolillados de los ocupas despiertan pasión en los amantes del bricolage que en algo los van a transformar, algo que denominarán “retro”, ergo costará una fortuna.
Yo prefiero esas casas que “conservan el estilo original”, aún cuando al arquitecto demente se le haya ocurrido construir un baño en tonos impensables, incluyendo inodoro rosa y azulejos con florcitas, todo en composé. Y si la propiedad lleva sobre sus espaldas el peso de un siglo, mejor, mucho mejor. Rescatar lo viejo y darle vida y brillo otra vez, que no es lo mismo que reciclar, no, señor. Ahhhh… el olor de la pinotea recién lustrada, quitar el barniz de las molduras con pincelitos de alambre, despacito sin rayar la madera, revelando las vetas, el color original, el talento del artista.
Pero como quien no quiere la cosa, de la noche a la mañana apareció la gran oportunidad. H se salía de la vaina haciendo conjeturas, intentando convencerme de lo que además parecía un interesante negocio.
En una de las esquinas más cotizadas del barrio en que nací, se eleva un imponente petit hotel que supo ver tiempos mejores y hasta no hace mucho fue hogar clandestino de una banda de inmigrantes multirracial que fue desalojada a escopetazos por unos cuantos mafiosos a sueldo, intentaron regresar pero otra vez sus huestes fueron dispersadas sin misericordia. La dueña, una gallega de edad incalculable, decidió finalmente deshacerse del monumento histórico y aquí es donde estuvo a punto de cambiar mi vida.

domingo, 13 de abril de 2008

"Don Fulgencio"

Mi viejo tiene esa manía de las estampitas. Siempre me desconcertó tamaña desesperación por las camisas de “bolsillo con tapita”, no quería de las otras, se le ponían los ojos en blanco y crispaba los puños cuando le negaban el capricho. Todo porque no podía salir a la calle sin la protección del santoral en pleno y, al parecer, la “tapita” mantenía al elenco estable bien seguro en su lugar.
La vez que lo acompañé al sanatorio y la empleada de turno le pidió el carnet de la obra social, revolvió y revolvió hasta rozar el punto máximo de exasperación y, en vistas de que el carnet no aparecía, volcó todo el contenido del bolsillo sobre el mostrador. Con paciencia de mártir fue desplegando San Benitos, Don Boscos, Ceferinos y Vírgenes de todos colores y nacionalidades como cartas de baraja, hasta que a las cansadas, con sonrisa triunfal, liberó de entre los Santos Inocentes al susodicho carnet. No se inmutó ante la cara atónita de la empleada ni las amenazas de los que esperaban detrás. Una por una fue ordenando las estampitas según su jerarquía celestial, las colocó otra vez en el bolsillo y cerró la tapita con una palmada de gratitud.
Esta es una de las cosas que me hacen perder la paciencia con él. Peor que cuando olvida las llaves y compungido reconoce: “Pueden estar en cualquier parte…” Y todos a buscar las llaves, aunque sea tarde y haya compromisos impostergables, es cuestión de encontrarlas o resignarse a vivir en la casa paterna otra vez. A veces sospecho que lo hace adrede, pero aún así lo perdono.
Mi viejo es como un chico grande. Mamá decía siempre: “Pareciera que no tuvo infancia…” Y no le erraba.
Una vez lo vi venir caminando despacio por la vereda de enfrente, se detuvo, volvió sobre sus pasos, se agachó al lado de un auto estacionado y, sin preámbulos de ningún tipo, pegó una patada al piso y chistó con toda la fuerza de sus pulmones. Un gato que dormía la siesta debajo del auto salió corriendo como alma en pena a velocidad insospechada, aturdido, aterrado… Papá sonreía con una felicidad desconocida en él, como si hubiera cumplido el sueño del pibe, como si haber asustado al gato le diera sentido a su vida o algo así.
Y como todo adulto-niño, sus conductas suelen ser impredecibles. No me extraña que se le queme el estofado mientras lee, en estado de hipnosis total, alguna aventura de Asterix que ya conoce de memoria; o la vez que rompió el florero Murano practicando intrépidos malabares con el balero que atesora en el último cajón de la cómoda; o cuando suena el teléfono y no contesta y uno imaginando todas las desgracias posibles, llamando al vecino de al lado para que toque el timbre, haciendo cadena familiar en busca de noticias frescas, y él como si nada jugando con su tren Marklin, la maraña de rieles sobre el piso del comedor y un ruido de frenos y bocinas que han de ser su paraíso terrenal.
Si no cambió hasta ahora, difícil que lo haga cuando está a punto de pasar la setentena… Y ahora
que me acuerdo tengo que ir al cotillón a buscar las bengalitas para la torta “de crema chantilly con duraznos”, la del libro de Petrona, esa que lo obsesiona desde la juventud y que me va a tener batallando con la manga hasta bien entrada la madrugada.
Las cosas que uno hace por los padres no se pueden creer…

Es un buen tipo mi viejo
Que anda solo y esperando
Tiene la tristeza larga
De tanto venir andando
Yo lo miro de desde lejos
Pero somos tan distintos
Es que creció con el siglo
Con tranvía y vino tinto
Viejo, mi querido viejo.

viernes, 11 de abril de 2008

Lo dijo Tato

"¡Qué país! ¡Qué país!
¡No me explico por qué nos despelotamos tanto...
si éramos multimillonarios!
Ud. iba, y tiraba un granito de maíz y
¡paf!... le crecían diez hectáreas...
Sembraba una semillita de trigo y ¡ñácate!,
una cosecha que había que tirar la mitad al río
porque no teníamos dónde meterla.
Compraba una vaquita, la dejaba sola en medio del campo
y al año se le formaba un harem de vacas.
Créame ... lo malo de esta fertilidad es que una vez, hace años,
un hijo de puta sembró un almácigo de boludos y
la plaga no la pudimos parar ni con DDT.
Aunque la verdad es que no me acuerdo si fue un hijo de puta
que sembró un almácigo de boludos, o un boludo
que sembró un almácigo de hijos de puta."

Tato Bores... Maestro!!!

miércoles, 9 de abril de 2008

Separatta

A veces está bueno dormir sola. Bueno… “sola sola”, no. Con la gata ronroneando al pié de la cama, la tele encendida y el sleep en no menos de 150 minutos para asegurarme que la voz de Tinelli se extinguirá cuando ya esté en el quinto sueño y no haya probabilidad de despertar muerta de espanto en medio de la oscuridad y el silencio. Y si acaso llueve fuerte y con truenos, un Alplax, uno entero para que el efecto dure más.
Nunca me acostumbré a dormir sola de verdad. Y eso que a la semana de mudarme a mi petit apartment, una tormenta eléctrica de esas que no se olvidan, produjo un rayo de proporciones sobrenaturales que dio de plano en la antena del televisor y prácticamente lo pulverizó. Fue como una puñalada, ese rayo hijo de p… asesinó a mi mejor amiga, la tele. Y durante varios días supe de soledad y oscuridad y tuve que acostumbrarme a la radio que también tiene su encanto, pero no me ayudaba a conciliar el sueño.
Ayer H se fue a dormir lejos, muy lejos… al dormitorio de al lado. Y se llevó a la rastra su mesita de luz, que
en realidad es mía pero se la apropió, igual que tantas otras cosas. Y se llevó también el shampoo, la crema de afeitar y el control remoto suplente de Directv. No es la primera vez y sospecho que tampoco será la última. Las grandes peleas siempre traen aparejadas las complicaciones de una mudanza imprevista donde siempre es él quien abandona el dormitorio para atrincherarse en algún lugar de la casa más o menos acogedor. Claro que es suficientemente generoso para dejarme dueña absoluta del sommier y el aire acondicionado, aunque agradecería infinitamente que se lleve también el despertador que desata estridencias inusitadas cuando uno menos lo espera.
Estamos juntos pero separados. Vi que se quitó la alianza y le quedó como un surco. Eso es porque engordó y no se dio cuenta hasta ahora de lo mucho que le apretaba el anillo. Yo también me saqué la alianza pero no la tiré al inodoro en el primer arranque de nervios, claro que no.
Estoy pensando la lista de cosas que me corresponderán en el reparto cuando cada uno emprenda su rumbo. Podríamos hacer ta-te-ti con los platos y los frasquitos de las especias, este para vos, este para mí… “El poster de Floricienta te lo podés quedar pero los muñequitos de He-Man ¡son míos!”
Me río para no llorar… Estoy cansada de llorar.

lunes, 7 de abril de 2008

La paciente más paciente

La combi llegó puntual. El cielo diáfano, azulado, prometía un calor abrasador pero no me importaba. Claro que podría haberme tirado panza arriba en la reposera con los poros desbordantes de aceite de coco, el Ipod y algún libraco viejo por si asoma el aburrimiento, y así esperar que se escurra la tarde. Pero no. Tenía cosas más importantes que hacer y me fui contenta, ilusionada.
La sonrisa me duró algo más de treinta kilómetros, hasta que sonó el radio y la voz que adoro, que sabe decir las cosas más lindas y me mima y me cuida y me reclama, se despachó con una sarta de complicaciones inesperadas, irritantes, de mala leche. Que Fulanita no se despierta de la anestesia, que a Menganita se le abrieron las tetas y hay que reoperarla, que patatín y que patatán… ¡Siliconas del orrrrto y la p… que lo parió!
Bajé de la combi bufando y pateando el piso, pese a todo dispuesta a dilapidar una hora de aquel fabuloso mediodía de sol recorriendo todas y cada una de las ostentosas vidrieras que pueblan la avenida, porque a fin de cuentas el tiempo pasa rápido y, cuando me quiera acordar, estaré en sus brazos disfrutando el momento.
Pero tras casi hora y media de caminata, las piernas que se niegan a sostenerme y el ruidito inconfundible del estómago vacío, empecé a perder la compostura. Comí sola en el restaurante de la esquina mientras transcurría el tiempo suplementario de espera, hasta que no aguanté más y desoyendo sus reiterativos “Esperame que ya salgo” emprendí el camino de vuelta, cuesta abajo en mi rodada, lista para descargar la bronca cantando a voz en cuello con mi coro bienamado.
Pero me atajó a las tres cuadras y, como soy una naba de colección, volví. No le dije todo lo que pensaba porque se sentía mal, tenía los ojos cansados y un poco tristes. Y porque no puedo enojarme con él, simplemente no puedo. Aunque no tenga noción de tiempos y espacios, como cuando dice “Estoy en la esquina” y hay que preguntarle “¿En la esquina de dónde?” y sus diez minutos son en realidad cincuenta y aún así sigue pidiendo paciencia. Si sumara todos los tiempos de espera desde que nos vimos por primera vez… Mejor no, definitivamente no.
Pero valió la pena. Aunque el maestro S me dedique un rosario de reproches el próximo sábado, aunque haya malgastado una espléndida tarde de sol deambulando sin sentido por las calles del centro, aunque tarde o temprano debamos retornar a la rutina con ganas de más y esta necesidad nueva de una vida distinta…