domingo, 13 de abril de 2008

"Don Fulgencio"

Mi viejo tiene esa manía de las estampitas. Siempre me desconcertó tamaña desesperación por las camisas de “bolsillo con tapita”, no quería de las otras, se le ponían los ojos en blanco y crispaba los puños cuando le negaban el capricho. Todo porque no podía salir a la calle sin la protección del santoral en pleno y, al parecer, la “tapita” mantenía al elenco estable bien seguro en su lugar.
La vez que lo acompañé al sanatorio y la empleada de turno le pidió el carnet de la obra social, revolvió y revolvió hasta rozar el punto máximo de exasperación y, en vistas de que el carnet no aparecía, volcó todo el contenido del bolsillo sobre el mostrador. Con paciencia de mártir fue desplegando San Benitos, Don Boscos, Ceferinos y Vírgenes de todos colores y nacionalidades como cartas de baraja, hasta que a las cansadas, con sonrisa triunfal, liberó de entre los Santos Inocentes al susodicho carnet. No se inmutó ante la cara atónita de la empleada ni las amenazas de los que esperaban detrás. Una por una fue ordenando las estampitas según su jerarquía celestial, las colocó otra vez en el bolsillo y cerró la tapita con una palmada de gratitud.
Esta es una de las cosas que me hacen perder la paciencia con él. Peor que cuando olvida las llaves y compungido reconoce: “Pueden estar en cualquier parte…” Y todos a buscar las llaves, aunque sea tarde y haya compromisos impostergables, es cuestión de encontrarlas o resignarse a vivir en la casa paterna otra vez. A veces sospecho que lo hace adrede, pero aún así lo perdono.
Mi viejo es como un chico grande. Mamá decía siempre: “Pareciera que no tuvo infancia…” Y no le erraba.
Una vez lo vi venir caminando despacio por la vereda de enfrente, se detuvo, volvió sobre sus pasos, se agachó al lado de un auto estacionado y, sin preámbulos de ningún tipo, pegó una patada al piso y chistó con toda la fuerza de sus pulmones. Un gato que dormía la siesta debajo del auto salió corriendo como alma en pena a velocidad insospechada, aturdido, aterrado… Papá sonreía con una felicidad desconocida en él, como si hubiera cumplido el sueño del pibe, como si haber asustado al gato le diera sentido a su vida o algo así.
Y como todo adulto-niño, sus conductas suelen ser impredecibles. No me extraña que se le queme el estofado mientras lee, en estado de hipnosis total, alguna aventura de Asterix que ya conoce de memoria; o la vez que rompió el florero Murano practicando intrépidos malabares con el balero que atesora en el último cajón de la cómoda; o cuando suena el teléfono y no contesta y uno imaginando todas las desgracias posibles, llamando al vecino de al lado para que toque el timbre, haciendo cadena familiar en busca de noticias frescas, y él como si nada jugando con su tren Marklin, la maraña de rieles sobre el piso del comedor y un ruido de frenos y bocinas que han de ser su paraíso terrenal.
Si no cambió hasta ahora, difícil que lo haga cuando está a punto de pasar la setentena… Y ahora
que me acuerdo tengo que ir al cotillón a buscar las bengalitas para la torta “de crema chantilly con duraznos”, la del libro de Petrona, esa que lo obsesiona desde la juventud y que me va a tener batallando con la manga hasta bien entrada la madrugada.
Las cosas que uno hace por los padres no se pueden creer…

Es un buen tipo mi viejo
Que anda solo y esperando
Tiene la tristeza larga
De tanto venir andando
Yo lo miro de desde lejos
Pero somos tan distintos
Es que creció con el siglo
Con tranvía y vino tinto
Viejo, mi querido viejo.

2 comentarios:

Luciano dijo...

Tu viejo, mi suegro, mi viejo, yo...somos todos más o menos así, chiquilinadas más o menos...no sé por qué.
Disfrute la fiesta y al tipo.

Menta Ligera dijo...

Si, yo no se... Hay hombres que son mas nenes que otros. Mi viejo tiene esas actitudes infantiles que me sacan pero en el fondo siempre es gracioso, al final todos terminamos festejando las chiquilinadas. Y lo mejor es que nunca deja de sorprendernos.