domingo, 25 de septiembre de 2011

Punto muerto

Enero, 1992

El cosmos es así… Lo que ayer fue, hoy no es más. Y mañana… mañana es sorpresa.


El tío Mario me llevó muy temprano a la academia de don Raúl. Hacía un calor de locos y tuvimos que esperar un buen rato estacionados al sol mientras la señora del Galaxy luchaba con el volante y los cambios y yo me preguntaba “¿por qué a mí?”.

Al tío se le había metido en la cabeza que tenía que aprender a manejar y, como para cimentar mi escaso interés, desplegaba estrategias imbatibles:

-Vos sacás el registro y yo te compro el auto.
-Pero, tío… ¿no puede ser un piano?
-¡¡¿Cómo?!! Si ya tenés 18…
-¡Ufa!

Don Raúl era petiso, tenía barba y bigotes y muy pocas pulgas.

“Entre al auto. ¡¿Pero qué hace?! ¿Usted no viene a manejar? Entonces siéntese al volante que de este lado voy yo. ¿Ve los pedales? El pié derecho en el freno. Preocúpese por lo que ve adelante, los de atrás que se arreglen y si viene un colectivo, déjelo pasar. ¡¿Qué espera?! ¡Arranque!”.

Y arranqué. Ese fue mi primer viaje turbulento por las calles de Avellaneda sentada al volante del doble comando, pidiendo por favor que los semáforos brillaran siempre verde esperanza para no tener que batallar con el embrague y la palanca de cambios que estaba más atorada que la espada del rey Arturo. Nos gritaban “cosas” pero don Raúl hacía como que no escuchaba. Dejé pasar a todos los colectivos, a todas las motos, los autos que tocaban bocina, una anciana y dos chicas que salían del colegio. Quería bajarme y salir corriendo, meterme en la cama, ahogarme con la almohada…

-Ponga la marcha atrás.
-¡¿Qué?!

Y había que estacionar ahí en la vereda nomás. Qué caballetes ni caballetes… a lo bestia, entre el camión de soda y un pobre tipo que dejó el auto para que yo se lo chocara.

Al cabo de infinitas maniobras y varios litros de transpiración, el Dodge quedó encastrado en diagonal, al árbol no le pasó nada y el chico de la bici, por suerte, tenía mejores reflejos que los míos. Don Raúl suspiró, me saludó con un lacónico “hasta la próxima” y se fue a atender otros asuntos. Y eso fue todo. Desde la primera clase tuve la certeza de que jamás lo lograría.



(En un auto como éste, no aprendí a manejar)

lunes, 19 de septiembre de 2011

Pisó un tomate y se mató

Pobre la modista… Uno sale a hacer las compras y termina en el hospital, si tiene suerte en pocos meses estará dando los primeros pasos en un andador,  con cuatro dientes menos y un miedo fóbico a los tomates.

A cualquiera le puede pasar. Yo no pisé ningún tomate pero, muy accidentalmente, el codo del dr. AC terminó incrustado en mi mandíbula y sonó tan fuerte que nos asustamos. Podría haber sido mortal y ahí lo quiero ver… escondiendo mis restos debajo de la cama, borrando las huellas, saltando al vacío desde la ventana del cuarto piso y huyendo de mi fantasma vengador por el resto de sus días. Desearía haber pisado el tomate.

Me reí de mi propia torpeza para restar gravedad al asunto hasta que vi que la cosa empezaba a hincharse como paperas. A falta de hielo, sostuve la botellita de agua mineral contra el cuello pero, aún así, avanzó la hinchazón. A la hora de dormir, apenas podía abrir la boca.

Desperté con una pelota de goma espuma atascada en la garganta. Dolía más al agacharme y, cuando el perro se abalanzó a los lengüetazos, creí morir. Soporté la tortura estoicamente sin recurrir al hielo que hiciera sospechar. Inclusive mastiqué el asado del domingo.

Por la noche luchaba contra el desmayo. Me encerré en el baño con una bolsa llena de cubitos y dejé que se congelara el cuello hasta la insensibilidad total. Dormí y soñé que
los Pitufos se trepaban a mi almohada y tejían guirnaldas en mi pelo. Era la gata que últimamente sufre delirios de peluquera. Por la mañana ya me sentía mejor.

AC ni se enteró.