miércoles, 31 de diciembre de 2008

Felicidades

Es la última mañana del último día del año... Y yo acá, medio dormida aún, el pelo encrespado como un remolino, jugando a los carritos chocadores en el minúsculo Coto del barrio, cargada hasta la peluca de turrones y latas de atún para el gran festín que nos reunirá otra vez en familia, la excusa soñada para engullir a lo pavote sin el más mínimo complejo de culpa.
Un año difícil, el antes y el después… Todavía no logro vivir el después, no sé bien dónde estoy parada, qué me depara la vida pero, a los trompazos, intento despejar el camino en medio de este mar de dudas.
Mi rey de corazones está lejos, se aburre, duerme la siesta tierra adentro, me extraña y lo extraño. Ha sido un año turbulento también para él que bien merecido tiene un descanso. Un año de revoluciones deviene necesariamente en el cambio y esta vez ha de ser para bien, tiene que ser para bien.
El sol pega fuerte en mi cabeza, lucecitas de colores giran como un torbellino a mi alrededor, me debato entre ensaladas rusas, piononos, nueces y burbujas de champán, se hace tarde y el deber me llama.

¡Ahora sí!
A mis lectores incondicionales que acompañan mis momentos de alegría, tristeza, buen y mal humor, que han echado raíces en mi corazón, los que cada día me hacen sonreír y enojar (sí, a veces)… A ustedes, mis mejores deseos ¡SIEMPRE!
Gracias por esta singular amistad.

SHABAT SHALOM, JAG URIM SAMEAJ

sábado, 27 de diciembre de 2008

Ausencia

Rescate emotivo de un nunca bien valorado Post, escrito de puño y letra, hace tiempo ya, para SETERMINOLAJODA y para el ingrato de su dueño que por aquel entonces creí desaparecido en un pestilente agujero negro.
Brindo por el retorno, ya que no puedo decir “reencuentro”. ¡Salud!


Hay ausencias que matan lentamente.
Otras vienen bien, producto del deseo incontenible de que Fulanito se evapore en el aire, se lo trague una boca de tormenta, lo pise un tren y que su odiosa figura desaparezca para nunca más volver… Dicen que cuando uno desea mucho "algo", se convierte en realidad. A mí no me resulta. Digamos que he deseado ver desaparecer a unos cuantos que no sólo no se han ido, sino que últimamente me los cruzo en todos lados. Y tengo como un déja vu, se me repiten las caras, los veo en sueños y su recuerdo me persigue… ¡se me aparecen!
Pero hay ausencias de todo tipo. Ausencia de cosas importantes, elementales. Cuántas veces hemos andado por la vida con los bolsillos vacíos porque literalmente "no hay un sope" y peor aún, quién no ha llegado muerto de hambre a los pies de la heladera rogando por una miserable feta de salchichón y resulta que no hay ni una gota de leche vencida para tirar a la basura. Ausencia total. La heladera vacía da una imagen de desolación capaz de abatir a un soldado espartano.
Los hay que sufren la ausencia de e-mails y chequean compulsivamente su casilla para encontrar al menos un spam que les devuelva el alma al cuerpo; los que mueren "al grito de la moda" y se desgarran ante el placard a punto de reventar porque no tienen qué ponerse ni plata para comprarse lo último de lo último; los que viven encadenados al teléfono esperando inútilmente que suene y no suena y son capaces de quedarse horas escuchando el disquito de la hora con tal de que alguien les hable al oído… Y los que simplemente pasan por la vida sin dejar huella, indiferentes, ausentes.
Ausencia y soledad.
Ausencia y obsesión.
Ausencia y depresión.
Hay ausencias que no se entienden y pedimos a gritos una explicación. Como cuando alguien querido, muy querido, en quien has depositado toda tu confianza y viceversa, con quien has compartido penas y alegrías, alguien que supo ser tu cable a tierra, tu consejero, tu alma gemela, tu Alcoyana-Alcoyana… de repente, sin motivo aparente, desaparece sin dejar rastros. Lo buscás. Al principio sin darle mayor importancia porque han tenido alguna diferencia y es lógico que el silencio ayude a disipar los enojos, como ha ocurrido otras veces, como aquella primera crisis con protestas y reclamos que luego devino en cálida reconciliación y todo volvió a ser como antes… o mejor, sí, mucho mejor. Pero cuando pasa el tiempo y no hay respuesta, ni reclamos ni enojos ni nada… empezás a preocuparte. ¿Por qué no aparece? ¿Le habrá pasado algo? Y te sentís en parte responsable. Y recordás que ante tu mínima ausencia de medio día, él movía cielo y tierra buscándote, pensándote en peligro, queriendo saber dónde estabas y con quién. Y esta vez vos no hiciste lo mismo. Dejaste pasar demasiado tiempo y ahora él no está. No vuelve. No puede o no quiere.
Su hogar está más desolado que una heladera vacía. Pero igual entrás de vez en cuando a mirar si todo está en orden, si alguien cambió las cosas de lugar… No es lo mismo sin él. Y duele la ausencia.
Tal vez abriendo un poco la ventana, dejando entrar un rayo de sol… ¿volverás?

jueves, 25 de diciembre de 2008

Una Navidad distinta



Quién lo hubiera pensado…
Yo.
La verdad que lo pensé, imaginé que tarde o temprano sucedería, no sería precisamente agradable pero era, sin duda, un cambio necesario, gritado, ansiado.
Navidad en familia, con mi familia de sangre, los incondicionales, los que están en las buenas y en las malas, los que no me defraudarán jamás, mi apoyo, mi contención silenciosa y desinteresada. Solos.
Casa nueva, Navidad nueva. Costumbres que se reciclan, recuerdos, momentos, un costado doloroso y la esperanza como un rayito de luz asomándose lejos, una bruma apenas que de a poco me va dando fuerzas.
Feliz Navidad.

jueves, 18 de diciembre de 2008

El Centenario - Parte II

Mamá recogió los restos del desayuno, nos despachó como moscas molestas y puso manos a la obra, enfundada en su delantal floreado. Le entró a pegar duro a la masa, dale que va, porque dicen que cuanto más se la golpea, más livianita queda y leva, leva, levaaaaaa… hasta el infinito, o por lo menos hasta que el Tupper hace ¡puf! y la tapa se abre solita por efecto de las misteriosas transformaciones que origina la levadura.
Las pizzetas eran para la cena del Centenario, estaba escrito. Toneladas de pizzetas que pedían a
gritos ser comidas pero había que esperar, aunque se nos hiciera agua la boca, aunque mamá, en extremo preocupada por los acontecimientos históricos, hubiera olvidado preparar el almuerzo y nos obligara a ayunar hasta después de la misa.
Pero fue más lejos la cosa… Hubo que engalanarse y perfumarse como si le debiéramos una visita al rey de España, grité y despotriqué de lo lindo pero nada impidió que me calzaran los zapatitos de charol que tanto odiaba, esos que me hacían doler el dedo gordo y me sacaban ampollitas. Cuando a mamá se le ponía algo en la cabeza, no había marcha atrás.
A la hora señalada, papá cargó con la primer bandeja de pizzetas todavía calentitas, directo al auto. Y todo marchó bastante bien hasta el cuarto o quinto viaje, cuando en el apuro tropezó y la bandeja voló por los aires con todas las pizzetitas dando piruetas hasta caer silenciosamente sobre el piso del ascensor… Catástrofe. De haber podido, papá hubiera huido por las escaleras dejando atrás la prueba del delito y así salvar el pellejo.
Acomodó las maltratadas pizzetas en la bandeja lo mejor que pudo, “y aquí no ha pasado nada”. Pero claro, no hubo tiempo para más y minutos más tarde, cuando mamá subió al ascensor, lo primero que vio fueron las huellas de tomate en el espejo, el piso y las paredes y fue como una revelación, como si le quitaran la venda de los ojos y entonces estalló, literalmente estalló, roja como una amapola, enceguecida, furiosa, nunca pero nunca la vi tan enojada.
Corrió por el pasillo hasta la puerta de entrada lanzando improperios, el dedo acusador apuntando a mi papá que no osaba mirarla a los ojos, culpándonos a todos por haber desperdiciado los mejores años de su vida velando por una familia de ingratos que a último momento le arruina las pizzetas del Centenario, después de pasar un día entero deshidratándose frente al horno, “porque a ustedes no les importa nada de nada…”, “ya van a ver cuando se me acabe la cuerda…”, “ojalá sus hijos y los hijos de sus hijos les paguen con la misma moneda…”

La misa se prolongó más de lo debido. La Capilla estaba abarrotada de rostros voraces que
esperaban la bendición para correr a ocupar su puesto en la mesa bien servida. El obispo degustó todas las exquisiteces, incluido el pavo que casi muere atropellado en la avenida y el licor artesanal de los benedictinos que quemaba como el fuego del infierno.
Y ahí estaban las santurronas de turno, las que se hicieron con los laureles del Centenario, bien aposentadas en el lugar de honor saboreando las pizzetas caídas en desgracia que todavía exhibían los puntitos negros de mugre recogida del ascensor. Pilas y pilas de pizzetas se perdían entre sus fauces a la velocidad del rayo.

-Hummm… pero qué ricas están, qué maravilla.
-¿No hay más?
-Ahhh… tienen un gustiiiito…


De pronto la vi pasar a mamá con una de sus bandejas, los ojos anegados en lágrimas de risa, la cara cómplice, vengativa.

-Acá les traje más, que las disfruten.
-Te salieron riquísimas, querida, tenés que darnos la receta.
-Claro, cuando quieran, pero el toque de gracia… ¡se lo dio mi marido!

martes, 16 de diciembre de 2008

El Centenario - Parte I

Faltaba apenas un mes para el centenario de la fundación de la Capilla.
Las feligresas alborotaban la hora de la siesta con su parloteo histérico mientras plumereaban el confesionario y ensobraban invitaciones, previendo todo tipo de catástrofes que harían peligrar la llegada del obispo, amaban dramatizar lo que para ellas constituía un hito en la historia del barrio, se les caía la bombacha pensando que serían testigos, protagonistas, hacedoras de ese pedacito de historia, un día serían evocadas con respeto rayano en la admiración, las sentarían a los pies de algún santo mártir, víctima de una muerte especialmente dolorosa, y observarían el mundo terrenal desde muy arriba, con ojos lacrimosos desbordantes de una piedad patética.
Claro que tamaña obsesión por los festejos ponía a los más pequeños a salvo de cualquier
reprimenda, era la oportunidad servida en bandeja, inmunidad absoluta para las travesuras que se multiplicaban como los panes y los peces.
El párroco, trastornado por los vahos de la gloria eterna, se deshacía en bendiciones y perdonaba pecados ignorando la confesión. Cura de antaño, arrugado y amarillento como un pergamino, vozarrón contundente, gustaba de cantar pegado al micrófono aún después de aquel episodio del corto circuito, cuando se quedó pegado con la casulla de hilos de oro que por poco se prende fuego. Sobrevivió por obra y gracia del Espíritu Santo, sólo para ser partícipe de la gran celebración del Centenario ¡un milagro!
Mamá no se quedaba atrás. Noche tras noche tipeando en la Olivetti el discurso conmemorativo, también se ocupaba de las velas y del organista y llevaba la contabilidad de lo recaudado en las “canastitas”, antes y durante las misas. De ella heredé indudablemente esta poco redituable vocación de secretaria multipropósito.
María Elena regaba los crisantemos con pasión enfermiza, temiendo que no lucieran suficientemente esponjosos y rozagantes para el gran día. Crisantemos… no me gustan, son flores de muerto, pero “duran más” y eso bastó para dirimir la cuestión.
Otro tema importante, decisivo, era la comida. Porque en definitiva a la gente le importa un comino el Centenario, el obispo, los discursos de ocasión y la fotito en primera plana de la revista barrial… Todos vienen por el morfi, es un hecho comprobado.
No fue nada fácil organizar el banquete para los cientos de invitados que correrían a saciar la hambruna con el último Amén aún reverberando en la cúpula del altar mayor.
Y el obispo lamentando llegar siempre en último lugar…

domingo, 14 de diciembre de 2008

Economía primaria

Un sol que raja la tierra, el pasto mojado, una nube de jejenes se pasea al capricho del viento y la mina rebelde, contestataria, intelectualoide, ahora desgreñada y sudorosa, completamente anti-fashion, encaramada en la copa del ciruelo recolectando la fruta madura, luchando a manotazos limpios con las calandrias que insisten en picotear las existencias.
La mitad va a parar al balde que en pocos minutos rebalsa de ciruelas panzonas, en el punto justo para convertirse en dulce. Cada tanto me tiento con alguna escogida especialmente, y resulta excitante saborear la pulpa carnosa, intensamente roja, fresca, el jugo deslizándose por las comisuras de los labios, no importa demasiado si me mancho la ropa pues los placeres de la vida merecen ser vividos plenamente.
Y éste es uno de ellos, quizá porque me recuerda los veranos de la infancia en la quinta del abuelo que tenía especial obsesión por los frutales y gustaba de reunir a la familia en pleno, la cual -en parte obligada por las circunstancias y los compromisos hereditarios- pañuelo en la cabeza y balde en mano, sudaba la gota gorda recogiendo toneladas de ciruelas, damascos, peras y afines mientras el arcano mayor narraba las anécdotas de siempre, de cuando la nona vino de Italia con la ristra de ajos en el equipaje de mano por miedo a que acá no hubiera y cuando el tío Francesco –que Dios lo tenga en la gloria y no lo suelte- le regaló el reloj de oro para que, con el producto de la venta, comprara gallinas y conejos e instalara una granja y él no hizo nada de eso, guardó el reloj y trabajó hasta caer exhausto, juntó el dinero necesario para comprar tierras y plantar árboles y crió una gran familia, suficientemente numerosa como para no tener que pagar la mano de obra a la hora de la cosecha.
Las mermeladas caseras son patrimonio familiar, las recetas se han ido transmitiendo de generación en generación desde tiempo inmemorial respetando el secreto que impone la tradición oral.
Y, a juzgar por la cara de satisfacción y el “mmmmmm…” de los degustadores, es evidente que el dulce de ciruelas se me da bastante bien, “muy pero muy bien” han dicho por ahí… En fin, dentro de poco reclamaré mi lugar en las góndolas y temblarán las grandes marcas. ¡Cuidado con Menta!
Se levantan pedidos.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Devolución



Me mimó, preguntó infinidad de veces los motivos de mi silencio, me hizo escuchar canciones que llegan a lo más hondo del alma, cantó para mí, me acarició y me abrazó muy fuerte como si quisiera transmitirme algo de su calor.
Pensará que no supe apreciarlo, que carezco de sentimientos, que sus esfuerzos fueron vanos, que me alejo y lo alejo. Nada de eso, en absoluto. Tanto lo sentí que volví a convencerme de que me es imposible avanzar si no está a mi lado, si no escucho su voz, si no leo en sus ojos que algo muy fuerte nos mantiene unidos en un presente tan incierto.
A sus múltiples preguntas no puedo responder, aún temo pronunciar las palabras que me comprometerán para siempre, que quizá lo hagan dudar y temer la resurrección de un pasado que algún día, espero, dejará de atormentarlo.

Sólo diré (y él sabrá entender) que:

- disfruté mucho viajar con vos
- quiero acompañarte siempre, en todo, pero “todo todo”
- no perdí ni una palabra de los cuentos, aunque nuestros juicios difieran
- si me pongo irritable, no es tu culpa (nunca te culpo), pero sos mi cable a tierra y alguna descarga tenés que aguantar
- adoro la velocidad cuando vas al volante
- mi gran deseo, esta vez, era caminar juntos a la orilla del mar


Y lo más importante, lo que de verdad quiere saber… Mi silencio no encierra secretos, es sólo que por momentos la realidad me desborda, no quiero ocupar el lugar de nadie más, no quiero entristecerte con mis penas ni preocuparte ni lastimarte, y por desgracia a veces no encuentro a tiempo las palabras adecuadas para decir cuánto te amo.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

El amor es así...

-¡María! Ocúpate tú de esto.

Para variar, el alemán me tiraba los muertos sobre el escritorio con su acostumbrado tonito imperativo que no admitía réplica, quizá un gesto a sus espaldas denotando la velada amenaza de una venganza aplazada. Déspota…

El fax flotó como alfombra voladora esquivando las volutas de humo del primer cigarrillo de la mañana.
Francia, Charles de Gaulle. Letra de imprenta mayúscula, escueto, formal. Firma: Maarten Van E. Un holandés errante en la tierra de los Valois, justo a mí…
Nada importante. Establecer el contacto, intercambiar saludos, precios y condiciones, soñar con proyectos que no se concretarían pero que habían de parecer muy contantes y sonantes, prometer cooperación mutua y ex–clu-si-vi-dad, sobre todo eso. Para ese entonces la mentira fluía rápida y precisa de mi boca entrenada, gajes del oficio, y el alemán confiaba en mí lo suficiente como para endilgarme el trabajo duro y recoger los laureles y las ganancias, que no eran pocas.

Maarten resultó un tipo inteligente, simpático y –una rareza en este pequeño pañuelo de las relaciones internacionales- sumamente caballeroso. Pero no un caballero de los que te abren la puerta y después se olvidan que existís. No, no, no. Un caballero de verdad, de esos que mandan flores, que recuerdan t-o-d-a-s las fechas importantes, que inventan excusas para regalar algo bonito, que sientan a la mujer de sus sueños en el pedestal más alto y viven adorándola, pendientes de sus más mínimos caprichos, dispuestos –por ejemplo- a acompañarla al supermercado, pagar la peluquería, llevar el desayuno a la cama y evitar mencionar en su presencia los partidos del domingo. Y todo ello hacía suponer que, naturalmente, sería muy buen mozo.
Fue un romance intenso, apasionado, con crisis de desesperación y celos, reproches y
reconciliaciones… vía fax. Es que en aquellos tiempos no existía el email ni el fotolog ni la web cam ni el pajebook, había que optimizar los escasos recursos y sentar precedente tecnológico.
Los faxes viajaban de un continente a otro ininterrumpidamente, cada vez más largos y explícitos, a la vista de todos, una especie de novela por entregas donde cada día sucedía algo asombroso. Si no había motivos para intercambiar correspondencia, los inventábamos, y el público agradecido seguía pidiendo otro capítulo.

-¡María! ¿Qué pasa con este tipo? ¿Haces negocios o qué?
-Por supuesto, Sr. S, nunca pierdo de vista mis objetivos.
-Pues parece que el chaval se está enamorando.
-Ahhhhhh… ¿Usted cree?

Y tanto así lo creía mi jefe rubio teutónico, que se tomó el trabajo de investigar por su cuenta, más bien inducido por el temor a perder una de sus manos derechas que por mi endeble equilibrio emocional, que muy poco debía importarle.
A esa altura, la relación con Maarten rebalsaba el límite de lo políticamente aceptable. Largas y edulcoradas charlas telefónicas en inglés neutral, escondida en la cocina o entre las cajas polvorientas del archivo, bombones para el cumpleaños, insinuaciones de viajes, propuestas subidas de tono…
El alemán empezó a preocuparse seriamente y un día, con su habitual ceño fruncido, me puso la evidencia delante de las narices. Una carta larga, demasiado larga, con muchos “Maarten esto” “Marteen aquello”, me olía mal.

-Léelo.

Era una orden. Y allí estaba lo que no podía adivinar ni imaginar. ¡Tonta! ¡Re tonta! Una ingenua boba, eso es lo que fui. El tipo estaba de novio "desde hacía años" con una enfermera polaca, se iban a casar, ella estaba embarazada y eran muuuuuuy felices.
¡Me mintió! Fue tan triste... Era el final de la novela, el último capítulo, las chicas lloraron, lo defenestraron, Maarten había dejado de ser el príncipe soñado para convertirse en una escoria
humana, un ser indeseable, un traidor, mejor perderlo que encontrarlo.
No dije nada, lo cierto es que enmudecí por un tiempo, se me hizo un nudo de corbata en la lengua. Maarten ni siquiera estaba enterado, alguien había destapado la olla a sus espaldas y era evidente que mi silencio le resultaba desconcertante. No más faxes, no más llamados…
“Si llama Maarten ¡estoy en Calcuta cazando jabalíes!”

Hasta que un día, accidentalmente, el teléfono volvió a cruzar nuestros destinos. Escuchar su voz de galán cinematográfico me puso el estómago de piedra, respiré hondo y por fin exploté como un pochoclo, le dije todo lo que pensaba y lo que no pensaba también, grité, pronuncié las pocas frases hirientes que supe hilvanar en un idioma que detesto y quise que le doliera tanto como a mí, que sufriera, que pidiera perdón.
Sin embargo, sólo se mostró sorprendido. Su respuesta, carente de sentido para mi maltratado amor propio, fue en extremo sencilla: “You didn’t ask me…”