jueves, 18 de diciembre de 2008

El Centenario - Parte II

Mamá recogió los restos del desayuno, nos despachó como moscas molestas y puso manos a la obra, enfundada en su delantal floreado. Le entró a pegar duro a la masa, dale que va, porque dicen que cuanto más se la golpea, más livianita queda y leva, leva, levaaaaaa… hasta el infinito, o por lo menos hasta que el Tupper hace ¡puf! y la tapa se abre solita por efecto de las misteriosas transformaciones que origina la levadura.
Las pizzetas eran para la cena del Centenario, estaba escrito. Toneladas de pizzetas que pedían a
gritos ser comidas pero había que esperar, aunque se nos hiciera agua la boca, aunque mamá, en extremo preocupada por los acontecimientos históricos, hubiera olvidado preparar el almuerzo y nos obligara a ayunar hasta después de la misa.
Pero fue más lejos la cosa… Hubo que engalanarse y perfumarse como si le debiéramos una visita al rey de España, grité y despotriqué de lo lindo pero nada impidió que me calzaran los zapatitos de charol que tanto odiaba, esos que me hacían doler el dedo gordo y me sacaban ampollitas. Cuando a mamá se le ponía algo en la cabeza, no había marcha atrás.
A la hora señalada, papá cargó con la primer bandeja de pizzetas todavía calentitas, directo al auto. Y todo marchó bastante bien hasta el cuarto o quinto viaje, cuando en el apuro tropezó y la bandeja voló por los aires con todas las pizzetitas dando piruetas hasta caer silenciosamente sobre el piso del ascensor… Catástrofe. De haber podido, papá hubiera huido por las escaleras dejando atrás la prueba del delito y así salvar el pellejo.
Acomodó las maltratadas pizzetas en la bandeja lo mejor que pudo, “y aquí no ha pasado nada”. Pero claro, no hubo tiempo para más y minutos más tarde, cuando mamá subió al ascensor, lo primero que vio fueron las huellas de tomate en el espejo, el piso y las paredes y fue como una revelación, como si le quitaran la venda de los ojos y entonces estalló, literalmente estalló, roja como una amapola, enceguecida, furiosa, nunca pero nunca la vi tan enojada.
Corrió por el pasillo hasta la puerta de entrada lanzando improperios, el dedo acusador apuntando a mi papá que no osaba mirarla a los ojos, culpándonos a todos por haber desperdiciado los mejores años de su vida velando por una familia de ingratos que a último momento le arruina las pizzetas del Centenario, después de pasar un día entero deshidratándose frente al horno, “porque a ustedes no les importa nada de nada…”, “ya van a ver cuando se me acabe la cuerda…”, “ojalá sus hijos y los hijos de sus hijos les paguen con la misma moneda…”

La misa se prolongó más de lo debido. La Capilla estaba abarrotada de rostros voraces que
esperaban la bendición para correr a ocupar su puesto en la mesa bien servida. El obispo degustó todas las exquisiteces, incluido el pavo que casi muere atropellado en la avenida y el licor artesanal de los benedictinos que quemaba como el fuego del infierno.
Y ahí estaban las santurronas de turno, las que se hicieron con los laureles del Centenario, bien aposentadas en el lugar de honor saboreando las pizzetas caídas en desgracia que todavía exhibían los puntitos negros de mugre recogida del ascensor. Pilas y pilas de pizzetas se perdían entre sus fauces a la velocidad del rayo.

-Hummm… pero qué ricas están, qué maravilla.
-¿No hay más?
-Ahhh… tienen un gustiiiito…


De pronto la vi pasar a mamá con una de sus bandejas, los ojos anegados en lágrimas de risa, la cara cómplice, vengativa.

-Acá les traje más, que las disfruten.
-Te salieron riquísimas, querida, tenés que darnos la receta.
-Claro, cuando quieran, pero el toque de gracia… ¡se lo dio mi marido!

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