lunes, 12 de noviembre de 2007

El asado de los muchachos

Ayer mi papá degustó el tradicional asado junto a sus ex compañeros de colegio, “los muchachos”, una forma de decir atento a que acarrea cada uno alrededor de setenta primaveras. Lo notable es que no han dejado de reunirse al menos una vez al año desde que egresaron del industrial, allá por 1955, y hasta se auto-regalaron plaquetas conmemorativas con motivo de las bodas de oro.
Tengo el recuerdo imborrable de aquellos domingos de noviembre muy temprano a la mañana, tres o cuatro amigos de papá sentados en torno a la mesa del comedor tomando café en las tacitas de porcelana preferidas de mamá, hablando de fútbol y de política, esperando a Tito que siempre se quedaba dormido y a las cansadas aparecía con el pucho en la mano y una sonrisa de oreja a oreja. Era el alma de la fiesta, no era lo mismo sin él.
Tras casi una hora de perorata, partían apretujados en el auto de Bocha hacia la quinta de General Rodríguez que, durante un par de décadas, constituyó el ansiado punto de encuentro.
A papá se lo veía desbordante de alegría, como un adolescente en pleno festejo del día del estudiante. La noche anterior preparaba el bolsito con los “cortos” y los botines para jugar el infaltable picadito después de comer. Cuando engordó lo suficiente para dejar de ser el corredor más veloz del equipo, quedó relegado al puesto de arquero. Pero seguía igual de feliz.
La víspera, mamá sudaba la gota gorda cocinando cientos de bombas de crema que eran la delicia de los egresados. Para ser honestos, “los muchachos” venían temprano a casa a buscar las bombas y de paso se llevaban también a mi viejo.
Mamá había estudiado a conciencia los secretos de doña Petrona para que la masa bomba resultara liviana, flexible y se inflara en el horno hasta lograr el tamaño justo. Las había de crema pastelera, chantilly, dulce de leche y mousse de chocolate recubiertas con hilos de caramelo. Si se nos ocurría robarle alguna era capaz de cortarnos los dedos, pero nos dejaba chupar los restos de caramelo y siempre reservaba una cantidad extra de bombitas (generalmente las que salían falladas) para deleitarnos al día siguiente. No en vano los amigos de papá la declararon Reina Nacional de la Bomba de Crema.
No me consta que las demás esposas hayan colaborado en igual medida. Estaba decretado que las mujeres no podían participar de los asados y, por más se mordieran los nudillos de bronca y resignación, nunca pero nunca jamás fueron invitadas. Y gracias a ello la amistad perduró por más de cincuenta años y “los muchachos” siguen festejando despreocupados como siempre y comiendo hasta reventar.
Ahora se reúnen con más frecuencia, en especial porque algunos ya no están y la mayoría sufre los achaques de la edad. En el fondo todos han vuelto a ser niños de nuevo aunque han cambiado los partidos de fútbol por campeonatos de truco y escoba de quince con porotos (plata no porque son jubilados).
El asado de noviembre sigue siendo el evento más destacado del año pero, para no esperar tanto, ahora organizan almuerzos, cenas, brindis y comilonas varias con cualquier pretexto. El objetivo es el mismo de siempre: estar juntos, comer mucho y pasarla bien.

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