domingo, 18 de noviembre de 2007

"Ayer pasé por tu casa..."

La capacidad de decir piropos no tiene que ver con el romanticismo. Un hombre piropeador no necesariamente es romántico. Claro que para muchas la calidad importa más que la cantidad (para muchas otras, no) y entonces ponés en la balanza el piropo delicado, inteligente y sutil del verdadero romántico y el rosario de barbaridades para nada delicadas, pero a menudo inteligentes, que escapan de la boca desdentada de un albañil paraguayo medio deshidratado después de una jornada de trabajos forzados a cincuenta grados bajo el sol. Y aún sin sol y sin esforzarse demasiado son capaces de una originalidad rayana en la extravagancia que deja completamente deslucido al más romántico cumplido inspirado por las Musas.
El argentino es un piropeador nato. Sospecho que ninguna mujer, cualquiera sea su edad y aspecto físico, se ha quedado sin su piropo en esta tierra superpoblada de “poetas”.
Por supuesto que cuando una no ha pasado aún de los veintitantos abriles, hay piropos de sobra para elegir. Escuchás el que querés y recordás el que más te gusta, dándote el lujo de premiar al autor con una sonrisa (si se te canta) y el resto desprovisto de gracia, elegancia y originalidad, te entra por un oído y te sale por el otro sin secuelas de ningún tipo. Y seguís por la vida como si nada, disfrutando el placer de inspirar al romántico y al guarango en igual medida.
Pero más allá de los treinta, las aspiraciones son menos elevadas y hay que conformarse con lo que hay. Y pasados los cuarenta, terminás rogando para tus adentros que el albañil sudado y maloliente se compadezca y te grite al menos "¡Gorda, te hago de todo menos upa!"
Confieso que pocas veces presté atención a “mis” piropos. Una vez de paseo con mi tía Coca, el sodero gritó desde el camión: “¡Qué linda flor… lástima que va con la maceta!” Y lo recuerdo, no porque el sodero despertara mi interés a los escasos dieciséis años, sino porque fue la primera vez que miré a la cara al piropeador y se creó como un vínculo, un “me lo está diciendo a mí, a mí sola”.
Ayer, mientras caminaba por las calles de San Telmo todavía húmedas tras el chaparrón de la mañana, pisando todas y cada una de las baldosas flojas según mi costumbre, me convertí en inspiradora de una decena de piropeadores aburridos, algunos mejor perderlos que encontrarlos. Pero fue altamente gratificante descubrir que sigo en carrera y muy… divertido. Antes los piropos me molestaban, ahora me divierten y cuando estoy de humor, me animo a responder.
Porque los piropos levantan la moral y enaltecen el amor propio. Siempre.
El viejo que salió del bar con olor a faso y lavanda, juntó las manos dando un golpe que sonó fuerte y hueco y, parándose en seco frente a mis narices, exclamó: “¡Se cayó una estrella del cielo!” Me hice a un lado y seguí caminando muy sonriente, sólo para toparme metros más adelante con un señor de aspecto descuidado, con dudosos aires de Che Guevara, que paseaba a su perro roñoso sin importarle el resto del universo. Me miró de arriba abajo y sin detenerse dijo: “¡Dame un beso o te muerde!” Apuré la marcha, con menos miedo del pobre perro que del subnormal que lo paseaba.
Y entonces no pude evitar la comparación... “Tu belleza es sutil como huellas de espuma”. El piropo inesperado de aquél cuyo nombre no diré porque nadie me creería, ni yo misma logro asimilarlo y tengo que releer una y otra vez para comprobar que se esmeró para mí y ahora tengo la certeza de que busca algo que no estoy dispuesta a darle.
Pero no tengo tiempo de pensar en nada más. Un auto negro y brillante (léase también “limpio”) da la vuelta a la esquina y se estaciona a mi lado atronando el aire con bocinazos.

-Es la primera vez en la vida que me doy vuelta cuando escucho una bocina.
-¡Hola, mi amor! Pasó tanto tiempo que ya me había olvidado lo linda que eras...
-¿Ah sí…? Yo también.

Y me fui con “el hombre de mis sueños” a disfrutar una tarde plena de sol con “volcán de chocolate” incluido. Ahhhhh… esto último merece un capítulo aparte.

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