lunes, 14 de marzo de 2011

Lo que más amé en la vida

Apenas nos vio, silenciosos y expectantes a su lado, esa noche oscura, oscurísima, abrió bien los ojos y dijo en un susurro: “¿Qué hacen acá? Vayan a dormir que es tarde.” Fueron sus últimas palabras. Luego se durmió en un sueño sin imágenes y así se fue yendo de a poco y para siempre. Hace hoy 17 años.

No hace mucho, papá decidió trasladar a nuestros queridos antepasados al cinerario de la parroquia. Se llama así al lugar donde se guardan las cenizas de los difuntos, infinitamente más digno y adecuado que el triste cementerio público. No sólo a mamá, también a los abuelos, al tío Antoñito y lo que quedaba del tío bisabuelo Francesco, de quien se llevaron el reloj y los dientes de oro y casi ni huesos dejaron.

Luego de la solemne misa de difuntos, fuimos en procesión hasta el cinerario y el padre Enrique fue llamando a cada familia que acudía respetuosamente con su urna. Cuando nos tocó el turno, cargamos las cinco o seis bolsas (transportar tantas urnas hubiera resultado bastante dramático…) y nos paramos en fila india al lado del cura que, entre sorprendido y curioso, dijo: “Ah… eran unos cuantos…”

Algo de las cenizas se voló con el viento. Había pedacitos de huesos y estaban todos mezclados, los abuelos, los tíos, mamá… Pero estaban todos. De a una, el padre Enrique fue vaciando las bolsas en la fosa, tosiendo cada vez que aspiraba las cenizas. Rezamos, cantamos y nos fuimos felices de saber que ahora mamá está donde quería estar.

Siempre pienso que te fuiste demasiado pronto. Si supieras lo que daría por volverte a ver, por escuchar tu consejo sabio, tu risa o un reto de los muchos que merezco… Sería mejor persona si estuvieras conmigo.

Hoy te necesito más que nunca, mamá.

No hay comentarios.: