jueves, 15 de julio de 2010

Es mentira que soy mala

No la soporto. Estoy oscilando claramente en el nivel de tolerancia cero, por momentos siento el impulso de saltar y hundir mis uñas (¿garras?) en su largo cuello. Intento concentrarme en otra cosa y elijo no matarla.

Chica Rara canta en el coro, es soprano. No es bonita, lleva el pelo largo y sin forma, es desgarbada, usa unos anteojos de lo más estrafalarios que la hacen ver como una bibliotecaria frígida y atemporal. Pero por sobre todas las cosas: es alta. No a la manera de las mujeres esbeltas, a quienes unos centímetros extra otorgan el derecho indiscutible de lucir sandalias romanas sin que los tobillos parezcan matambres de pollo. Ni siquiera como las supermodelos, dueñas de un porte que envidiaría la Venus de Milo.

Chica Rara es alta, sólo eso, tanto así que su cabeza sobresale en cualquier formación, no es posible hablar con ella sin lograr una contractura cervical de película. Tan alta es que habitualmente choca su cabeza contra los marcos de las puertas. Alta, muy alta, trepada a mis tacos más pretenciosos apenas llego a rozar su hombro. Sospecho que duerme en una cama especial.

Cuando canta tuerce la boca a un costado y afina los labios en una mueca completamente antinatural. Ante las observaciones del director, pone cara de inteligente y escucha atentamente, anota con prolijidad cada indicación sobre la partitura y se sienta muy tiesa, con la mirada fija y desorbitada como si fuera testigo de alguna revelación trascendental. Es la auténtica nerd, sólo que más alta.

En el afán de resultar simpática, saluda a todos con un sonoro beso al que me sigo negando por cuestión de principios, en especial porque detesto ver cómo se agacha con condescendencia ante los simples mortales como la jirafa del zoológico atraída por las golosinas de los niños. No es curioso que le huyan.

El otro día, sin ir más lejos, me increpó a metros del bar… “¿Querés un pedacito?” haciendo flamear un enorme sandwich de miga muy cerca de mi nariz, al tiempo que me miraba con esos ojos de lechuza asombrada. “No, gracias”. Y me alejé dejando que atosigara al próximo incauto.

No es el tipo de persona que inspira afecto, ni siquiera un poco de lástima. Uno intenta evitarla y ella vuelve a la carga con renovados besos y más sanguchitos y los ojos cada vez más saltones. Últimamente vive trepada a unas botas de taco aguja que la elevan a alturas inconmensurables y ya es más de lo que se puede tolerar. No existen motivos concretos para explicar el por qué de esta aversión, sólo sé que la odio, le temo, su sola presencia despierta mis instintos más sanguinarios. No me mires, no quiero verte. Qué ganas de matarla… Te voy a matar. Sí, te voy a matar.

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