martes, 13 de julio de 2010

Gran boda judía

Llegamos poco después de que dieran las diez, correctamente emperifollados según las instrucciones bien detalladas en la tarjeta de invitación.

La JUPÁ estaba construida en una gran sala donde reposaban prolijamente varias filas de sillas, a la manera de un templo. Luego de cuarenta minutos de espera fichando vestuario y maquillaje, entraron los novios y los padrinos y, detrás de ellos, una nena y un nene que, con gesto cansino, repartían pétalos de tela de color rosado. Debo decir que he visto niños más comprometidos con el papel…

La ceremonia fue larga y agotadora, sólo comparable a una misa de esponsales de las de antes. A diferencia de ésta, los judíos gritan alborozados cuando el novio “rompe la copa” y esto marca el final de la ceremonia. Claro está, no hay hostia y el novio es quien entrega a la novia el anillo que debe ser de su propiedad, caso contrario el matrimonio no sería legítimo. Ella, a su vez, le entrega el TALIT y así queda sellado el asunto.

El rabino filosofaba con voz finita y entrecortada acerca del valor de fundar un hogar judío y no despreció la oportunidad de mencionar la tenaz supervivencia del pueblo elegido "a pesar de que han querido borrarnos de la faz de la tierra". Leyó la KETUBÁ (el acta de matrimonio) que, a juzgar por su extensión, contenía además de la promesa de amarse y cuidarse en la salud y en la enfermedad, etc, etc… algún acuerdo de otra clase expresado a la manera de una escritura. Esto no lo puedo asegurar porque el hebreo es para mí como el sánscrito, el holandés o el guaraní, o sea, una lengua por completo ajena de la que sólo retengo un despliegue de jotas que resulta desagradable a mi oído.

Todo el asunto estuvo salpicado de música a cargo del JAZÁN y un conjunto instrumental, además de otras voces masculinas, que nos deleitaron con un nutrido repertorio de canciones en idish. Si me hubieran dicho que iba a escuchar los grandes éxitos de Christian Castro ¡en hebreo! me quedaba en casa tejiendo calceta.

Pero entonces arrancó el desfile de bocaditos y les perdoné todo. Comí, bailé y tomé lo suficiente para sentirme irreverente sin perder del todo la compostura. A las 5 de la mañana, cuando un grupo de los 80 ejecutaba (esto dicho en el sentido más letal del término) los clásicos de mi adolescencia, pasamos a otro salón para degustar los postres.

Inmediatamente después, nos despedimos de los anfitriones deseándoles la mejor de las vidas posibles y salimos disparados hacia el estacionamiento. El cierre musical incluía versiones en vivo de Va pensiero y el Brindis de la Traviata, entre otros. Luego, a pedido del público, los solistas improvisaron trinos en idish y hebreo, una desgracia que justifica seguramente el dinero ganado esa noche.

Pese al influjo del alcohol o quizá a causa de éste, realicé un magnífico trabajo de campo siguiendo la metodología de la observación participante. De las muchas conclusiones que obtuve, sólo compartiré una parte:

Una de ellas es el desnivel en cuanto a estado físico, energía y actitud que diferencia a los hombres de más de 65 de sus parejas cuando éstas son contemporáneas. Mientras ellas se mantienen en forma, bailan a ritmo, se prenden en los trencitos y hacen los honores a un tema de Abba o al Bombón Asesino por igual, ellos languidecen en la pista oscilando como una medusa en el mar calmo.

Un grupo aparte lo constituyen los hombres de la misma edad pero que han decido ornamentarse con una mujer 15, 20 o 25 años más joven, fenómeno muy común en cierto estrato socioeconómico. Estos son más activos, se conservan jóvenes y verdes y no temen confesar que “toman la pastilla”.

Y finalmente, el hecho curioso de que la novia se haya volcado desde hace poco a la práctica de la religión y de las tradiciones judaicas, lo cual no le impidió organizar una fiesta donde convivían promiscuamente el salmón con el roquefort, la crema ácida con el cordero y el pollo con la muzzarella de búfala. La clave de esta aparente contradicción nos la comentó un allegado: después de la ceremonia religiosa, el rabino congregó a los novios, los padres y siete hombres cercanos a la familia para oficiar una suerte de festejo KASHER que, entre otras cosas, sirve como permiso liberador de las transgresiones alimenticias de la festichola... ¿No es genial cómo las religiones se las ingenian siempre para dar permiso cuando es conveniente?

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