jueves, 10 de febrero de 2011

¿Viste "Creep"?

Entonces tuve que elegir entre el subte o las palomas.

Comenzaba a gotear. Una lluviecita fina pero perseverante. Y, en la esquina de Callao y Rivadavia, frente a la tenebrosa fachada de El Molino, una horda de piqueteros probablemente indocumentados, con el clon del negro Rada a la cabeza entonando mantras satánicos, se me echó encima al grito unánime de “¡porfi, Cristina!”.

Sopesé las escasas posibilidades y, tras dudar un instante, me arrojé de cabeza al agujero del subte A. Muchos hicieron lo mismo, en minutos éramos tantos que apenas se podía respirar. El coya que aturde con el Carnavalito se abría paso a golpes de siku, el calor sofocante desanudaba las corbatas, hora pico, abanicos improvisados, el estruendo de los molinetes me hacía doler la cabeza. Para cuando llegó el tren tenía las piernas empapeladas con estampitas de San Ceferino y un manojo de lapiceras chinas que un niño puso en mis manos.

Durante años evité el subte. Por el encierro, claro. Y el olor. Esto último no puedo explicarlo pero, por alguna misteriosa razón, me da miedo. Invariablemente permanezco alejada de las vías y, si es posible, también de la gente. Al principio sentía esa atracción incomprensible de saltar, como quien se asoma desde un balcón muy alto refrenando la sensación de vértigo.

Con el tiempo he ido superando algunos obstáculos, incluso el molesto golpe del molinete en la cola. Guardo celosamente mi tarjeta magnética en un bolsillo de la cartera y sospecho que en unos meses más estaré en condiciones de intentar una “combinación”.

Hasta les estoy tomando cariño a los personajes del mundo subterráneo: el cieguito de la línea D, los cubanos salseros del B, el vendedor de linternas-sin-pilas, el que canta a los gritos los éxitos de Pablito Ruiz, la boliviana que ofrece carilinash-dosh-pesosh y hasta una vieja que vocifera sin motivos y se cuelga despotricando acerca de un pasado que sólo ella conoce.

Pero ayer sufrí un encuentro inesperado que desató todas mis fobias, como si en un segundo se abrieran las puertas del infierno diseñado a mi medida y poderosos brazos me arrastraran donde no quiero ni espiar.

La vi. Fue un instante y no pude evitar el “¡Aaaaah!” horrorizado, apenas un susurro que podría haber pasado desapercibido. Pero ella lo oyó. Y me miró. Ojos que eran meras hendiduras sin párpados ni pestañas, la piel arrugada, derretida como la cera, una máscara deforme sin huecos ni prominencias, la imagen del espanto hecha carne. Es la mujer quemada del subte B. Nunca escuché hablar de ella. No usa anteojos ni peluca y tiene un único mechón de pelos atados con una gomita.

“Pobre mujer…”, pensé. Pero no fue suficiente. Ella estaba ahí parada mirándome, sin hablar, concentrada en mi grito y los gritos que habrán acompañado cada una de sus apariciones, deseándome lo peor, que me muera o me queme allí mismo delante de sus ojos, esos ojos, Dios mío…

Continuó su camino recitando impasible una historia que no pude (quise) escuchar. Manos anónimas deslizaban monedas en los bolsillos de su holgada campera. No me atreví a acercarme ni a mirarla otra vez. Bajé en la siguiente parada, desorientada, caminando a los tumbos entre el mar de gente.

No creo que pueda volver al subte en estos días.



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