domingo, 4 de abril de 2010

Sábado de Gloria

Desde la más tierna infancia guardo el recuerdo de la inusual CEREMONIA DEL FUEGO que tenía lugar en el atrio de la Parroquia, la noche del Sábado Santo.

Los fieles –incluido mi tío que sólo pisaba la iglesia para la misa de Pascua- se reunían en la puerta del templo antes de dar las nueve, portando todos una vela blanca. En el centro del atrio se elevaba una montaña de leños que los boy scouts rociaban con algo que olía a nafta o kerosén, al tiempo que obligaban a la multitud a respetar una prudencial distancia. Generalmente hacía frío y la luz de la luna invitaba tanto al romanticismo furtivo como al cotilleo de vecinas que aprovechan los festejos para ventilar los trapos sucios.

Cuando el público alcanzaba la dimensión esperada, el cura párroco emergía “de algún lado” enarbolando el tradicional cirio pascual, acompañado de un séquito de diáconos y monaguillos que, según su jerarquía y antigüedad, portaban incensarios o campanitas. Un silencio de tumba custodiaba la marcha del cirio hacia el centro del atrio.

“En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…” Así daba inicio el ritual que, por sus connotaciones, algunos han tildado de sectario aunque para los fanáticos amantes del género (y me incluyo) resulta simplemente fascinante. El fuego como símbolo de la presencia de Dios, la zarza ardiente, fuego en el desierto, fuego en el altar del templo de Jerusalén. Estábamos reunidos para festejar la resurrección de Cristo pero muy especialmente para presenciar el espectáculo del fuego… que nadie se mande la parte ¿eh?

Por eso, tras escuchar pacientemente la lectura de las sagradas escrituras, los corazones palpitaban de emoción y las miradas se elevaban, no precisamente al cielo sino hacia la torre del campanario desde la cual pendía un hilo grueso que descendía en línea recta hasta el centro de la pira.

El cura pronunciaba las palabras de rigor y, como si se tratara de coordenadas bélicas, alguien daba la señal y, en lo alto de la torre, se encendía de pronto una luz titilante, casi una estrella pequeñita que oscilaba en la brisa nocturna. Y así, ahogando el grito en una inspiración profunda, veíamos precipitarse a lo largo del hilo la llama que caía en picada sobre la pira con un estruendo de la gran siete. La enorme fogata iluminaba con calor ardiente el rostro de los feligreses que batían palmas y aullaban de júbilo.

El cura encendía el cirio en el gran fuego y luego, uno a uno, encendíamos las velas. “Esta es la luz de Criiiiisto…” A capella, entonábamos la bella melodía mientras avanzábamos a través de la nave principal, sólo iluminada por la luz tenue de las velas. La oscuridad del templo simboliza las tinieblas del sepulcro, mientras que la luz del cirio representa a Cristo resucitado.

El resto de la ceremonia es similar en todas las parroquias, excepto porque aquí la magnificencia
del órgano y el vuelo de las campanas acompañan el rezo del Gloria, un momento sublime que, de sólo evocarlo, se me pone la piel de gallina. La misa es larga y protocolar como pocas pero, con el último amén, corremos a brindar con vino dulce y palmeritas que año tras año provee gratuitamente la panadería del barrio.

Un verdadero festejo, porque así debe ser. ¡Felices Pascuas para todos!

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