jueves, 12 de agosto de 2010

Reír para no llorar más

Una anciana querida, alegre y vivaz. Un tropezón que ocasiona la fatal caída, sangre en las paredes, el esposo fiel que desespera intentando inútilmente reanimarla, la ambulancia que no llega, conmoción en el vecindario. Alguien hace señas a un patrullero que dormita en la esquina, otro patrullero y al rato otro más. Policías. Ajenos al dolor y la tristeza, no saben de respeto ni buenas costumbres. Para cuando llegó el médico, ya habían labrado el acta e impartían órdenes de rutina… “Hay que seguir el procedimiento”. Pero el esposo no entiende de peritajes y fotos y autopsias. Él sólo quiere limpiar la sangre que empieza a secarse sobre los cabellos blancos del amor de su vida, cerrarle los ojos y tomarle la mano hasta que pierda todo su calor, volar muy lejos, retroceder al minuto previo y burlar al destino.

La muerte, en su cronometrada imparcialidad, desata todo tipo de reacciones equívocas y uno no puede evitar la frase hecha ni el comentario inoportuno. Para colmo de males… ¿quién iba a pensar que el rigor mortis sorprendería a la pobre tía Elsa sentada en el sillón del comedor? El esposo no le soltaba la mano, desobedeciendo la orden expresa del comisario de no tocarla ni cambiar nada de lugar. Era muy buena la tía y, por sobre todo, sumamente pulcra. Si hubiera imaginado este final grotesco, por lo menos se habría cambiado las pantuflas por un calzado más decente.

Ocho horas esperando el traslado a la morgue. Ocho angustiosas horas orinando mates azucarados, la nariz paspada de tanto sonarse, la abuela que se niega a tomar la pastilla de la presión y las vecinas de la cuadra anticipando el velorio con la plena seguridad de que la difunta ya pasó a mejor vida.

“No somos nada…” “Hoy estamos y mañana, no…” “Era una santa…” A veces pienso que para que hablen bien de uno, no hay mejor cosa que estirar la pata. Si no, pregúntenle a la Chola (la almacenera de la vuelta) que se deshacía en llanto olvidando que pocos días atrás le vendió queso rancio a la tía Elsa y comentó, como al pasar, que cobraba una jubilación “demasiado generosa”.

Al fin se la llevaron. De la peor manera, encerrada en una bolsa negra, sin ningún recato, pobre tía. Nadie durmió esa noche ni la siguiente. La autopsia confirmó que murió de un infarto… ¿Hacía falta semejante circo? Podría haber muerto mientras dormía y hubiera resultado triste pero digno.

Esperamos mucho tiempo frente a las puertas de la morgue. Era de madrugada y hacía frío. Alguien tenía que reconocer el cuerpo que yacía congelado, con la boca abierta, completamente tieso. Se ofreció la prima Adriana que siempre se las ingenia para tomar parte en lo que sea.

“¡La van a tener que velar a cajón cerrado porque se va a hinchar! Y da olor… pero claro, se pudre como un churrasco… ¡qué barbaridá! Ya dijo el señor de la cochería que le tienen que pegar la boca… Y dijo que los de la “autosia” no la cosen… Ah, no, no… dejan todo abierto y lo rellenan con algodones. Pobre tía... Les dejé la ropita pero se la van a tirar por arriba porque está toda dura”.

Pero no hubo velorio y todos pensamos que era mejor así. Una sencilla ceremonia en la capilla del cementerio, el aplauso de despedida, las condolencias de familiares y amigos y flores para adornar el nicho.

El esposo se deshacía en un llanto silencioso, aferrado al cajón. Nosotros no sabemos lo que es el amor, estamos muy lejos de comprenderlo. En cambio él, incapaz de pronunciar palabra, derramaba lágrimas inagotables sabiendo que ya nunca más volverá despertarse a su lado, lloraba su amor con una pena inconmensurable, un amor eterno que ni la muerte puede vencer.

Pobre tía Elsa… Que en paz descanses.

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