miércoles, 8 de junio de 2011

Libera mea

Me peiné, me puse los aros de la suerte y cacé las monedas para el colectivo de arriba del piano. Tuve que volver a buscar la partitura que olvidé “en algún lugar”, como suele suceder. Y todo se veía bastante bien, inclusive tomé la pastilla que guardo para los momentos críticos deseando algún día poder prescindir de su ayuda milagrosa.

La iglesia estaba atestada de gente, algunos calentaban el banco desde la Misa, otros deambulaban por los pasillos en busca de un recoveco desocupado. A los del coro nos encerraron en un sucucho detrás de la santería a modo de vestuario improvisado. El lugar era chiquito y estábamos tan apretados que Antonia no tuvo más remedio que exhibir su bombachón de encaje con florcitas bordadas a toda la troupe, que ciertamente no disfrutó del espectáculo. Con todo, vestimos la toga reglamentaria, vocalizamos y corrimos a ocupar nuestro puesto en las escalinatas al pie del altar.


Unas palabras de bienvenida, el saludo del director que sonreía con afectación y un silencio de tumba precedieron a los primeros acordes del Requiem. Y ahí empezó todo. Me corría un frío por la espalda que al rato me quemó como el fuego de un volcán, el corazón desbocado, las manos sudando copiosamente… Anxiety. Anxiété. Ansiedad.

Podría haber escapado, hubiera sido vergonzoso y no quería perderme a Mozart por nada del mundo, pero de ser necesario podía dar media vuelta y salir por el costado. Estaba furiosa y asustada, intentaba concentrarme en las fugas pero las semicorcheas bailaban como hormigas indecisas ante mis ojos. Pasó el Kyrie y para el Dies Irae ya me sentía mejor. Casi pude gozar el Tuba Mirum pero el Confutatis me dejó nuevamente confundida y con ganas de huir en un plato volador. Así, el malestar iba y venía en oleadas cada vez más densas, la pastilla no hizo efecto esta vez. Alguien se dio cuenta y me tomó de la mano.

-¿Estás bien?
-Sí… ahora sí.

Y no me soltó hasta el final del Sanctus. Cada tanto susurraba en mi oído palabras cariñosas
que eran como pequeñas dosis del ansiolítico más potente. Y yo pensaba que me gustan mucho sus rulos y cómo canta “limpito” el si bemol y que ya no podré volver a cantar si no es a su lado.

Para el Agnus Dei ya había empezado a disfrutar verdaderamente y el Lux Aeterna fue una apoteosis. El mundo se venía abajo en el aplauso efusivo y sincero, sólo faltaban los fuegos artificiales y Mozart resucitando al son de las trompetas celestiales. Al fin terminó y yo estaba ahí toda transpirada, en calma pero exhausta.


Mi tenor favorito me seguía de cerca, todavía preocupado. Me siguió hasta la parada del colectivo y es tan lindo y su voz es tan dulce que me dolió aclarar los tantos:

-I'm married... y además tengo el corazón con agujeritos.

-Por lo menos cantá conmigo un madrigal.

-Bueno... pero elijo yo. Y gracias por cuidarme…

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