viernes, 2 de marzo de 2007

Primer día de clases


En mis años de estudiante estaban de moda unas cartucheras conocidas como "canoplas", rígidas, munidas de compartimentos secretos y cierres imantados. Mamá no quería saber nada con ellas porque eran muy caras y "se iban a romper". Inútil insistir. Cartuchera de tela escocesa y no se hable más.

El recuerdo de mi primer día en el colegio de monjas donde pasaría el resto de mi infancia y adolescencia, es una mañana nublada en un patio lleno de chicas uniformadas, mamá sonriendo vencedora, el himno nacional susurrado entre bostezos y un dolor nuevo y punzante de “me han encerrado aquí para siempre”. A la jornada de estudio se sumaba el comedor y una tarde interminable hasta volver a casa.

Ya sabía leer y escribir antes de empezar primer grado. Aprendí con el libro Upa y porque mamá consideraba que era demasiado activa para mi edad y un poco de tarea me mantendría ocupada y alejada de las habituales travesuras. 


De primer grado no me acuerdo mucho. Pero en segundo teníamos a la Hna. Resignación que nos obligaba a calcar. Por ese entonces mi vida estaba envuelta en papel de calcar. Una vez me retó porque calqué un mapa de la Argentina y me olvidé la provincia de Tucumán. Nos trataba mal la Hna. Resignación, como si hubiéramos nacido para cagarle la vida.

Al principio, las monjas me daban miedo.

La Hna. Asunta gritaba tan fuerte con esa voz de trueno que nadie osaba mirarla a los ojos. La Hna. Antonia chistaba desde lugares insospechados si alguien se atrevía a arrancar una mísera flor de sus codiciados canteros. La Hna. Rita que estaba un poco pirada, repartía estampitas en los corredores y organizaba colectas de boletos capicúa para cambiarlos por sillas de ruedas. De la Hna. Teresita, devenida en bondadosa viejita achacosa que no pasaba del metro veinte y por las tardes se sentaba a tejer pilas de escarpines para los huerfanitos, decían que había sido una severa profesora de historia y que las alumnas temblaban de sólo verla abrir la puerta del aula.

La más amorfa era la Hna. Hermelinda, la portera. Ya era vieja cuando empecé el colegio. Una vez se accidentó y le enyesaron un brazo dejándoselo extendido hacia delante, el codo doblado a la altura de la cara. Una posición no tan incómoda para ella como para quienes tenían la desgracia de toparse en su camino y ser literalmente noqueados con su violento revés.

La Hna. Salvación de los Pobres atendía el comedor y nos daba la merienda. Una vez me intoxiqué con unas medialunas de grasa que alguien (el anticristo) había donado al colegio. Tuvieron que darme dos inyecciones. También me hacía mal el mate cocido, de modo que mamá tuvo que pedir explícitamente que no me obligaran a tomarlo. Fue peor el remedio que la enfermedad porque la Hna. Salvación se plantaba a mi lado con una taza de leche hirviendo con nata y no me dejaba tranquila “hasta ver el fondo”.

Estaba bueno pasar la tarde en el colegio. Te enterabas de… “cosas”.

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