lunes, 4 de junio de 2007

Los candidatos

Cuando tenía más o menos nueve años me enamoré perdidamente de Roberto, el hermano menor de mi primer maestro de música. Mi hermana tomaba clases de piano con la mamá de Roberto, de modo que juntas íbamos a su casa dos o tres veces por semana, yo con mi guitarra y ella con sus polvorientos libros de técnica y digitación.
Roberto era unos meses mayor que yo. Rubio, flaquito, travieso. Me acuerdo como si fuera hoy de su campera azul con una franja roja y otra blanca en la espalda. En los ratos libres me enseñaba a jugar al ajedrez y a veces corríamos carreras en la vereda de enfrente. El corazón me latía a toda velocidad cuando escuchaba su voz: “¡Maaaa… me voy jugar a la pelotaaaa!” Se puede decir que crecimos juntos… o más bien nos vimos crecer. Yo soñaba escapadas románticas con mi “Tom Sawyer” de carne y hueso mientras él sólo pensaba en vagabundear con los amigos. Con Santiago especialmente, ese petiso insufrible que se interponía entre nosotros quebrantando la magia que en realidad sólo anidaba en mi cabeza. Hasta que un día fuimos adolescentes y empezamos a mirarnos con curiosidad. Roberto se volvió muy atractivo con los años, pero lo que ganó en apariencia lo perdió en inteligencia. Fue tan decepcionante... Como esa vez que quiso besarme a la fuerza en el club, tal vez para consolarme porque perdí jugando al tenis, y yo le encajé un cachetazo tal que la mano se me hinchó como una empanada. Nunca más volvimos a hablar. Y nadie más habló del asunto.

Más tarde apareció Leandro, el vecino del primer piso. Una amiga suya llamó a casa para preguntar “si yo quería salir con él”. Y como no supe qué decir, corté. Al rato llamó el interesado. Mamá escuchaba desde la cocina, aguzando el oído. Yo contestaba con monosílabos. No puedo recordar de qué manera quedó establecido que éramos novios. Lo curioso es que nunca pero nunca nos dimos un beso, ni siquiera nos rozamos. Lo nuestro era una relación telefónica. Leandro llamaba todos los días, de lunes a viernes a las tres de la tarde en punto. Yo corría a atender el teléfono y daba rienda suelta a mi ritual monosilábico durante escasos minutos mientras mamá intentaba dilucidar el intríngulis. La cosa duró poco más de un mes hasta que un día Leandro me dijo que no quería salir más conmigo. Me deprimí como si de un divorcio se tratara. Y fue peor cuando al día siguiente lo vi besándose descaradamente con una chica justo enfrente del edificio como si quisiera echarme en cara lo que conmigo no pudo hacer. Afortunadamente lo olvidé pronto.

Con Fernando tampoco funcionó. Era monaguillo y eso fomentó mi repentina vocación religiosa para sorpresa de mis padres que no alcanzaban a comprender esa imperiosa necesidad de ir a misa a cada rato. Pero su indiferencia de adolescente abúlico apagó rápidamente las tímidas fantasías que supe albergar.

Un poco tarde logré darme cuenta que Alejandro era sólo un tipo atractivo, mucho músculo y el cerebro del tamaño de un garbanzo. Pero sólo verlo me producía temblores incontrolables y la incapacidad de articular palabra. Le prestaba todos mis apuntes. Inclusive llegué a hacer exámenes completos por él sin obtener nada a cambio. Nada. Al fin me cayó la manzana en la cabeza y pude verlo tal como era: el rey de los pelotudos. Dios, cuánto tiempo perdido...

Federico era distinto. Profesional independiente, unos años mayor que yo, divertido, inteligente. Lástima que fuera tan indeciso. O tenía las cosas muy claras y no se animaba a decirlo o era un perfecto mamerto de la calidad de uno que yo sé y prefiero no volver a nombrar. Después de muchas idas y vueltas, algún beso a escondidas y promesas que quedarían en el olvido, dijo al pasar que “tenía novia”. Y adiós Pampa mía. Se desmoronó mi ilusión como un castillo de naipes.

Mariano barrió con todos los demás, de un saque. Y lo adoré por eso. Éramos inseparables, como pan con manteca. Pero su peor defecto era esa manía de desaparecer por períodos indeterminados y volver como si nada hubiera pasado, con sonrisa de oreja a oreja y a mí me daban ganas de sacudirlo y gritarle que me hacía sufrir. Una vez me dijo: “Sos mucho para mí”. Y entonces me quedé sola otra vez, con más dudas que antes y miedo de volver a empezar.

¿Cómo puede ser que a mí me toquen todos? ¿Ven que tengo un imán? ¿Ven..?
No… obviamente el problema soy YO.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

De Roberto me acuerdo… como no me voy a acordar si lo seguiamos a la salida del colegio, en el club… una vez nos escondimos en el “barrio de las casitas” a espiarlo porque pensabamos que tenia novia y el boludo se escondia a cambiar figuritas con los amigos. De grande estaba peor, Meri. No se que le viste.
Jajajajaja el monaguillo!!!! Vino con el padre Enrique para una misa del colegio y nos quedamos todas con la boca abierta. Año 1986, 7º grado, si mal no recuerdo??? Estaba bueno el flaco… Un poco timido. Ahora debe estar casado con alguna chupacirios y tendra unos cuatro o cinco hijos larguiruchos como el.
Alejandro cual??? Nena, tu problema es que todos se llaman igual!!! Supera eso y asunto resuelto. Federico… no se, no me acuerdo. ¿Donde lo conociste?
Mariano si, el de la facu. Tonta, ese chico siempre me gusto para vos. ¿Sabes algo de el?

Sofi dijo...

Faltan nombres o me parece a mi??
No queres hacer la lista de los mios? Los de Maga no porque no caben en la guia telefonica.

Menta Ligera dijo...

Hagamos la lista completa de las tres. Me encanta la idea!!!