martes, 12 de junio de 2007

Recreos y chichones

En los colegios de señoritas también corre sangre. Si no, pregúntenle a Jorgelina cuando me vio estrellada contra una columna del patio, la frente partida al medio tiñéndose de rojo y ella, siempre tan valiente y superada, despatarrada en el piso con esa palidez espectral y la Hna. Salvación tratando de resucitarla. Todo ocurrió en segundos. Jugábamos a una mancha nueva, recién inventada, fresquita… y en el fragor de la carrera me estampé de lleno contra la columna sin verla ni presentirla. De golpe el mundo se volvió oscuro y perdí noción de tiempo y espacio. Llamaron una ambulancia y mis padres acudieron asustados previendo una desgracia mayor. A fin de cuentas no fue tan grave, sólo me desangré parcialmente y horas más tarde mi cara exhibía los moretones del caso. También se me partió el labio que después se hinchó del tamaño de una morcilla. Pero eso no fue lo peor. Al día siguiente tomábamos la Primera Comunión y yo estaba completamente desfigurada. Cuando se aseguró de que el accidente no me había dejado hemipléjica, ciega o tarada mental, mamá estalló de bronca, producto de la tensión y el susto, y dijo cosas horribles que nunca podré olvidar. “¡Me vas a matar de un disgusto!”, repetía sin cesar. Porque claro, no era esta la primera vez. El fotógrafo no encontraba ángulo que me favoreciera ni lograra atenuar los bultos violáceos de mi frente. Mamá se retorcía las manos de los nervios y yo me mordía el labio intentando no aparecer en las fotos como la reencarnación femenina de Gatica en décimo round.
Cuando el triste episodio pasó a la historia y ya algo más crecidas optamos por jugar al "quemado" en los recreos, ligué un pelotazo tal en la oreja que el aro se me incrustó como una lanza detrás de la mandíbula. El dolor me paralizó. Porque no puede decirse que Paula fuera precisamente una señorita y sus pelotazos eran bólidos de esos que conviene esquivar o resignarse y sufrir sin patalear. Alguien, no recuerdo bien, me amputó el aro con palabras tranquilizadoras que me devolvieron a la realidad. “No, no te perforó ninguna arteria. Vas a vivir”. Y al día siguiente volvía a la carga, con fuerzas renovadas, a retribuir pelotazos.
Rodar por las escaleras era otro de mis pasatiempos favoritos, con o sin mochila lo mismo daba. A Florencia le gustaba colgarse de los pasamanos del micro a ver quién aguantaba más y si la velocidad nos hacía volar al punto de estirarnos los brazos como si de un potro se tratara, tanto mejor, más emocionante aún. Destrezas tales que nos han puesto en peligro tantas veces… La de retos y castigos que me comí. Algunos ya venían de rebote pero siempre, de alguna manera, eran bien merecidos.

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