viernes, 16 de mayo de 2008

Personajes de feria

Cuando contaba alrededor de diez u once años, solía acompañar a mi mamá en su habitual recorrida por la feria municipal que se congregaba en la plaza todos los miércoles desde muy temprano. Se compraba barato, tan barato que los comerciantes de la zona se mordían los nudillos cada vez que una clienta “fiel” seguía de largo sin detenerse siquiera a pispear la vidriera. Y ya sabían adonde iba… ¡a la feria! Porque allá la horma de provolone costaba lo mismo que el magro pedacito que Doña Filomena envolvía con esa parsimonia de gallega bruta y te cobraba a precio de oro sabiendo que, por no caminar cuatro cuadras más, todos morían en su almacén atiborrado de patas de jamón y cientos de frascos de conservas tentadoras. Hasta que llegó “la feria” y arrasó como un vendaval.
Estaba Don Pascual, el pollero. Era muy alto y flaco, pelado, con anteojos cuadrados y un bigote enorme con las puntas hacia arriba. Miraba los huevos al trasluz, uno por uno, hasta completar la docena. No sé qué veía o pretendía ver, pero era una costumbre establecida. Y trozaba el pollo con golpes secos de cuchilla mientras hablaba de fútbol con el puestero de al lado o atisbaba de reojo el culo de las clientas más jóvenes… sana curiosidad.
Elvira vendía galletitas. El puesto era un montón de latas apiladas, esas con la ventanita en el
medio que ahora venden recicladas en los locales de antigüedades como resabios de una época perdida en las nieblas del olvido. Mamá compraba vainillas y Okebón, mis preferidas. Me gustaban las rueditas con azúcar y esas con forma de animalitos. No como las de ahora que de tanto relleno y copitos y la mar en coche, no tienen gusto a nada. Galletitas con personalidad, eso eran las Okebón.
Pero la principal atracción era el pescadero. Se ubicaba en un extremo, lo más lejos posible para evitar contaminar con el olor al resto de los puesteros. Su llegada desató una especie de delirio místico entre las amas de casa que salían por el barrio a predicar la necesidad de comer pescado al menos una vez a la semana y exaltaban las bondades del salmón rosado como si fuera maná en medio del desierto.
Primero fue el pez ángel, mal llamado “pollo de mar”. Y comimos pez ángel de todas las formas posibles, porque mamá intercambiaba recetas con las vecinas y hay que ver cuán creativas pueden llegar a ser las mujeres aburridas cuando se trata de impresionar a sus congéneres. Las milanesas de pez ángel nos salían por las orejas…
Y fue entonces cuando el pescadero trajo al barrio la gran novedad. Ubicó la fuente llena de trozos de hielo en el centro del mostrador y la adornó con ramitas de perejil. Las vecinas murmuraban en la cola tratando de adivinar, se deshacían en conjeturas rasgándose las medias de pura ansiedad.
“Señoras… ¿quién está primera? Hoy tenemos… ¡LISA!”
Y el anuncio fue seguido de un “Ahhhhhhh...” tan prolongado que daba qué pensar.
La cosa es que la lisa desalojó al pez ángel del centro de atención, robándole protagonismo en las cacerolas del barrio. Ahora todos comíamos lisa y en mi vida he visto pescado más deslucido, insípido, desabrido. Pero no había nada qué hacer, guarda con emitir una queja…
El pescadero seguía aprovisionando a las amas de casa cada vez más desesperadas y se llenaba los bolsillos bajo la despectiva mirada del carnicero que los hubiera faenado a él y a la lisa en el primer descuido.
Y de repente el brote psicótico, los anuncios de “marea roja” y “se recomienda suspender el consumo de pescado…” corrieron como reguero de pólvora en el vecindario. Hubo lamentaciones públicas, llantos, susurros y el pescadero restándole importancia al asunto, como si sólo fuera una campaña de desprestigio en su contra. Pero las vecinas se apartaban con suspicacia sin siquiera
mirar los precios. Al carnicero le volvió la sonrisa a la par que crecía la demanda de pecetos y chorizos.
Aún hoy cada miércoles, desde épocas remotas, las amas de casa con sus changuitos a reventar le dan vida a la feria y recrean el espíritu mercantil de un barrio que se ha quedado en el tiempo. Mi papá a la cabeza, para variar… Aunque lo suyo son los salamines.

1 comentario:

Luciano dijo...

Si, lo mio tambien son los salamines, jamones y chacinados varios. Quesos tambien y aceitunas de todo tamaño. Que buenos los mercados y ferias.