viernes, 30 de mayo de 2008

Soy tu fan - Capítulo I

Entre la tierra y el cielo

Se puede decir que la Parroquia fue mi segundo hogar… por varios motivos. En particular porque mamá era miembro honorario de la Acción Católica, lo fue durante décadas hasta que un día se hartó y le cantó las cuarenta al cura de turno, le plantó los escapularios en las narices y fue como si le hubiera lanzado un escupitajo de competición. Era una mujer de armas tomar, y lo bien que hizo...
Pero la cosa es que, mientras ella trabajaba de sol a sol –y ad honorem- en los helados salones parroquiales, yo jugaba a las escondidas en el laberinto de pasillos que recorren el edificio y comunican la Iglesia, el Seminario, el Colegio y el Club, a lo largo y a lo ancho de toda la manzana. Me gustaba pasear por los jardines y tirarle piedritas en la cabeza al Hno. Roberto que era bizco y algo sordo y odiaba a los chicos. Debo haber pasado la mitad de mi infancia explorando la casa parroquial, persiguiendo la sotana del Padre S que deambulaba como un fantasma murmurando rezos ininteligibles o intentando trepar por las piernas del ángel Gabriel que se alza inmenso y heroico sobre la pila del agua bendita.
La Basílica fue construida hace ya un siglo gracias a la donación multimillonaria de una de las familias más prominentes de nuestro quehacer nacional. Curiosamente los fundadores duermen el sueño de los justos en la cripta, una capilla pequeña y sencilla ubicada en el subsuelo del templo principal.
El mobiliario es elegante, sobrio y de exquisito diseño. Orgullosos, los miembros de la
congregación se complacen en declarar que “todo fue traído de Francia”, desde las estatuas y los cálices de una riqueza extraordinaria hasta el magnífico órgano Cavaillé-Coll que es, junto con el reloj Chateau Freres de la torre, la posesión más destacada de este paraíso arquitectónico.
El sonido del órgano es realmente inigualable, dulcísimo y atronador, una avalancha de armonías que permanece vibrando en la bóveda inmensa y traspasa las fronteras del mundo material. A los cinco años de edad, estaba convencida de que Cristo resucitado se apersonaría en medio de los fieles cuando, al rozar la medianoche, echaban a volar las campanas y el órgano estallaba en un crescendo caudaloso mientras el cura, con los cachetes enrojecidos no tanto por la emoción sino por los efectos del vino de misa, gritaba “¡Gloria a Dios en las alturas!” salivando a los cuatro vientos.
El órgano me inspiraba una pasión enfermiza. No importaba que me observaran extrañados cuando concurría a los conciertos de fin de año de la mano de mis padres y quedaba como hipnotizada ante los primeros acordes de la Tocata y Fuga en re menor.
Cada tanto atisbaba por sobre el hombro, arriba cerca de la cúpula, donde el organista, aislado del mundo, creaba su propio oasis musical. “Mirá para adelante ¿querés? ¡Estás en la Iglesia!”, decía mamá, inflexible. Pero la magia estaba ahí y él tocaba maravillosamente…

3 comentarios:

Luciano dijo...

Vi luz y pasé.
Como desconozco ese mundo.

Menta Ligera dijo...

Para bien o para mal, lo conozco muy bien. Bah, siempre es bueno conocer, todo suma.

Luciano dijo...

Cierto.