viernes, 21 de mayo de 2010

Tomá soda

En mi barrio hay una fábrica de soda de las de antes, de esas donde circulan los sifones a ritmo lento sobre la cinta sin fin y uno puede verlos desde la calle, a través de grandes vidrieras inmaculadas. No hay una vez que pase de largo sin reparar en la monótona calma de los sifones que van y vienen, ahora enfundados en modernos esqueletos de plástico “de uso permitido”.

El camión verde de la fábrica organiza el reparto desde las primeras horas de la mañana y, fiel a su propia historia, continúa exhibiendo la famosa leyenda que muchos tarareábamos con respeto religioso:

Agua que has de beber,
Siffredi tiene que ser.

Mi abuelo era un gran tomador de vino con soda. También mi papá que, pese a las protestas familiares, continúa resistiéndose al sabor puro de un buen varietal. Pero debo ser la única sobreviviente de la nueva generación que recuerda la presencia de auténticos sifones en casa, puesto que mamá se había convertido en su enemiga acérrima desde que ocurrió ESO.

Era muy pequeña entonces pero todavía conservo un vago recuerdo. Mamá decía que ese día “volví a nacer”, que se interpuso el “ángel de la guarda” como un escudo protector, y se le llenaban los ojos de lágrimas cuando lo contaba entre las vecinas.

Fue en el almacén de la esquina. Mamá hacía la compra del día y yo pataleaba aburrida en el cochecito. El sodero saludó, corrió el cochecito a un costado y, tras acomodarse la birome en la oreja, empezó a descargar los cajones al lado de la heladera de los quesos. Dos viejitas esperaban su turno quejándose de lo caro que estaba todo.

Doña Filomena, la almacenera, pesaba cuidadosamente las aceitunas mientras su marido lidiaba con el sodero y la máquina de cortar fiambre que, dos por tres, se quedaba trabada y no había milagro que la hiciera funcionar. A Don Clemente le faltaban dos dedos de una mano y decían que había sido culpa de la cortadora, sin embargo el gallego seguía empecinado en domesticarla.

Esa vez perdió los estribos. La giró del revés, la sacudió, se mesó los cabellos con desesperación y terminó pegando patadas al mostrador con tan mala pericia que derribó un cajón de soda y los sifones salieron rodando en todas direcciones. Algunos estallaron y el estrépito acalló el parloteo de las ancianas, mamá gritó, Doña Filomena se agarró la cabeza y el sodero se derrumbó pesadamente sobre el piso enlosado emitiendo extraños chillidos, al tiempo que se sujetaba el estómago y un reguero de sangre corría por sus pantalones.

Las heridas no parecían graves pero el pobre tenía vidrios clavados en todo el cuerpo y se lo veía asustado. Trajeron toallas y alcohol. Todos tenían una esquirla de sifón incrustada en algún lugar y mamá fue la primera en darse cuenta que mi pierna sangraba copiosamente. Estaba pálida y temblaba y sólo se calmó horas más tarde, cuando le arrancó a papá la promesa de que nunca jamás de los jamases volvería a entrar un sifón en nuestro hogar.

No lloré, ni siquiera entendía qué estaba pasando. Pero lo cierto es que temo a los sifones casi tanto como a las palomas y, aunque aparentemente superficial, atesoro en mi pierna la cicatriz que me recuerda aquel día nefasto, un souvenir de la vieja y querida Siffredi que increíblemente nunca he probado.

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