martes, 29 de mayo de 2007

Norma, "la del campo"

Contaba cerca de cuarenta y cinco años pero la recuerdo eterna adolescente. Vivía con la mamá en una casa viejísima llena de plantas, gatos, un piano enclenque y cortinas de tul con florcitas bordadas. Estaba peleada a muerte con la hermana melliza, la que se casó con “el hombre de negocios” y que, renegando de su pasado, se distanció de la familia, se mudó a Yanquilandia y “si te he visto no me acuerdo”.
El papá de Norma era hombre de campo. Tenía varias hectáreas cerca de Lobos donde administraba ganado y algunos cultivos. Allí pasaba ella sus fines de semana y a veces también las vacaciones. A la vuelta traía quesos, dulce de leche, miel y todas esas cosas ricas que los bichos de ciudad saboreamos con tanto placer.
Mamá y Norma eran amigas desde la infancia. Iban juntas al campo todos los veranos y de ahí que un buen día Norma nos propuso a mis hermanos y a mí conocer sus pagos, previa narración detallada de paisajes y personajes que de tanto repetir ya se nos hacían propios.
Un sábado a la mañana bien temprano tomamos el tren a Merlo y de ahí la conexión a Lobos.
-Mamá dice que viajemos siempre en el vagón del medio porque el primero y el último son peligrosos –espetó mi hermanito.
Ejem… El tren de Merlo a Lobos sólo contaba con dos tristes vagones. Tuvimos que hacer la excepción. Hacía mucho frío y las ventanas no tenían vidrios. Ni las persianas bajaban. Allí estábamos solos con nuestros infinitos bagayos riéndonos todavía del vagón del medio cuando escuchamos voces y ruidos y en segundos el tren se pobló de gente. Por todos lados salían chicos, gallinas, perros y hasta un chanchito que no quería estarse quieto y terminó atado a la puerta. Viajamos apretados un largo trecho y al fin llegamos.
La entrada al campo era un larguísimo camino arbolado a cuyos costados rumiaba un centenar de vacas. Los perros corrieron a recibirnos. Nos miraron con cautela al principio hasta descubrir en nosotros nuevos compañeros de juegos y travesuras. Todo era tan verde y olía a… campo.
El padre de Norma, Don Martínez, debía tener cerca de 80 años. Alto, corpulento, siempre erguido y de mal humor. A Norma la retaba casi permanentemente pero con nosotros era increíblemente tierno. Una suerte de abuelo postizo. Con orgullo nos llevó a conocer sus tierras que tiempo atrás debieron ser muy extensas, hasta que un día llegó el progreso y la autopista cercenó el campo casi a la mitad. Desde entonces, nada era igual.
Con Norma también paseábamos. Fuimos a la pulpería que atendía el mismo dueño desde hacía medio siglo y cuando le pedimos un kilo de papas nos trajo unas bolitas blancuzcas que miramos con desconfianza.
-¿Qué es esto, Don Cipriano?
-Papas. ¿No me pidieron papas?
-Pero no parecen. Mire… están como amarillas y muy arrugadas. Además son chiquitas.
-¡Son papas cultivadas en arena!
Lo dijo muy serio, como dándose importancia y Norma lo creyó a rajatabla. Nosotros contuvimos la risa hasta que al llegar a la casa Don Martínez estalló en improperios contra Don Cipriano y sus antecesores, culpando a la desgracia de tener una hija con tan pocas luces a la que cualquiera le daba gato por liebre. Norma ni se inmutó. A la tarde salimos a caminar por los campos vecinos y, tras asegurarse que nadie la veía, se metió entre los maizales y al rato empezó a arrojarnos choclos que nosotros embolsábamos con complicidad. Con Norma todo sabía a travesura. Tuvimos que escondernos cuando pasó la camioneta del vecino que, escopeta en mano, oteaba el horizonte en busca de ladrones de choclos. Volvimos a toda velocidad, cargados hasta la manija.
-¿Qué traen ahí? No habrán ido a robar choclos, ¿no?
¡Jua jua juaaaaaa! Y sí… Era una tentación. Pobre Don Martínez que después andaría por ahí rechazando acusaciones de vandalismo y haciendo valer su honestidad de hombre de campo.
Lo mejor de todo era el asado en el horno de barro. Y las pizzas bien finitas que amasábamos a media tarde entre mates con pastelitos, escuchando historias rancias y pintorescas. La bruma del anochecer, el canto de las lechuzas, algún aullido perdido en la lejanía y cientos de sapos y grillos poniéndole música a este fantástico escenario, tierra de indios y gauchos, todo se confunde en un mágico recuerdo con olor a campo y nostalgia.

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