viernes, 20 de febrero de 2009

La vida efímera de Augustus

Parecía un pequeño pene amarillo fosforescente, elevándose solitario y silencioso en la tierra húmeda de la maceta. No le di mucha importancia, al fin y al cabo eso sucede cuando en lugar de abono de primera calidad se recurre a la turba de río que es más barata y rendidora. Puede pasar cualquier cosa…
Recién a la mañana siguiente reparé en que el pequeñito fungus había quintuplicado su tamaño y se lo veía rozagante, lleno de vida, espléndidamente rechoncho y feliz.
Al anochecer, las cosas habían cambiado. Ya no era un adolescente de piel aterciopelada y cuerpo esponjoso, pues aunque seguía viéndose erguido y en la plenitud de su vigor, ciertamente su figura era bastante más estilizada.
Regué la tierra con cuidado. Varios hermanitos crecían en las cercanías, algunos morirían prematuramente, los otros… quién sabe.
Al día siguiente empecé a preocuparme. El hongo –al que cariñosamente bauticé Augustus- había perdido forma y color, ahora parecía una sombrilla playera y se lo veía marchito, triste, anciano. Supe que pronto llegaría el final y habríamos de despedirnos para siempre.
No quise retratar su muerte. Se apagó lentamente, desmayado sobre su tallo flaco y débil, sin esperanza, en completa soledad.
Guardé respetuoso silencio mientras retiraba sus despojos de la maceta y rellenaba los huecos con un puñado de turba. Nacerán muchos más, todos ellos verán la luz y muy pronto dormirán en las sombras…
Me pregunto si a veces no es mejor así.

1 comentario:

Luciano dijo...

Pobre hongo, ni un pitufo que lo llore.
Qué cosa rara.