My beloved sister me regaló una preciosa cazuela de barro. Para mi sorpresa, traía instrucciones precisas para su correcta curación, a saber:
“En otro recipiente preparar un engrudo chirle, dejarlo entibiar y llenar la cazuela. Dejarla reposar con el engrudo unas horas, enjuagarla y estará lista para cocinar”.
Hice el engrudo. Fiel a mi torpeza acostumbrada “engrudé” toda la cocina, el piso y mi pelo, pero fue peor al día siguiente cuando intenté despegar el pasticcio y deshacerme de él. Casi tengo que pedir prestado un cortafierro para rascar los pegotes del fondo de la cazuela. A las cansadas, salió.
-Mirá que capaz no está bien curada…
-¿Cómo que no? Si hice todo al pié de la letra...
-No sé… Fijate en Internet mejor.
-¿Me estás cargando?
-Algunos la remojan en agua varias horas, otros la untan con cal…
-No puede ser… ¡Que lo remilparió!
Entonces, mirando la cazuela con desconfianza, busqué y rebusqué los consejos del experto y resultó peor el remedio que la enfermedad. Es como reza el dicho “En el país de los ciegos, el tuerto es rey” pues aquí todos quieren enseñar, todos saben, todos aconsejan, todos son dueños de la verdad y la verdad es que ¡nadie sabe nada!
Al final le hice caso a Martiniano pero, si después de todo este candombe me explota la olla, haré un escrache público y se va a acordar de mí.
1) Unté el exterior de la cazuela (y la tapa) con ajo. El olor por poco me mata, es obvio que mi vampiro favorito no vendrá a visitarme hasta el próximo cambio de luna… puedo dormir tranquila.
2) Al día siguiente, con un broche de la ropa prendido a la nariz, pincelé clara batida sobre el ajo y la dejé secar. Es increíble cómo endurece la clara, sin mencionar que han quedado en la superficie unos globitos de aspecto salivoso que dan mucho que pensar…
3) Cuando secó la clara por completo, llené la cazuela con leche dispuesta a hervirla unos pocos minutos.
Con eso bastaría, sólo que, para calentar la olla sobre la hornalla, es necesario un “disco de amianto” si uno no quiere que la pieza se descuartice. No puede ser ¡no-puede-ser! Me pasan todas… ¿A dónde encuentro ahora un disco de amianto? Ya se me encresparon los pelos con tanto ajetreo. El ferretero no sabe de qué le hablo, la chica del cotillón me mira con ojos inexpresivos, no sé qué hacer…
Menos mal que el señor de la casa de pastas se solidarizó, o quizá sólo lo asustó mi cara de estoy-por-llorar cuando confesé mis desdichas entre montañas de ñoquis y capellettis que quedarían tan sabrosos en mi cazuela, si es que logro curarla como Dios manda.
Cuando estaba a punto de resignarme, volvió de la cocina con la nariz sucia de harina y un plato finito en las manos.
-Acá tenés el disco de amianto. Usalo y después me lo traés, mirá que no tengo otro ¿eh?
Casi me pongo a bailar de tanta felicidad y no lo abracé porque me lo impidió la altura del mostrador. Me fui corriendo con el disco apretado contra el pecho. Ahora sí que te voy a curar, cazuela del orto, y vas a ver los guisos que nos vamo’ a morfar.
Quedan todos formalmente invitados.
“En otro recipiente preparar un engrudo chirle, dejarlo entibiar y llenar la cazuela. Dejarla reposar con el engrudo unas horas, enjuagarla y estará lista para cocinar”.

-Mirá que capaz no está bien curada…
-¿Cómo que no? Si hice todo al pié de la letra...
-No sé… Fijate en Internet mejor.
-¿Me estás cargando?
-Algunos la remojan en agua varias horas, otros la untan con cal…
-No puede ser… ¡Que lo remilparió!
Entonces, mirando la cazuela con desconfianza, busqué y rebusqué los consejos del experto y resultó peor el remedio que la enfermedad. Es como reza el dicho “En el país de los ciegos, el tuerto es rey” pues aquí todos quieren enseñar, todos saben, todos aconsejan, todos son dueños de la verdad y la verdad es que ¡nadie sabe nada!
Al final le hice caso a Martiniano pero, si después de todo este candombe me explota la olla, haré un escrache público y se va a acordar de mí.
1) Unté el exterior de la cazuela (y la tapa) con ajo. El olor por poco me mata, es obvio que mi vampiro favorito no vendrá a visitarme hasta el próximo cambio de luna… puedo dormir tranquila.
2) Al día siguiente, con un broche de la ropa prendido a la nariz, pincelé clara batida sobre el ajo y la dejé secar. Es increíble cómo endurece la clara, sin mencionar que han quedado en la superficie unos globitos de aspecto salivoso que dan mucho que pensar…
3) Cuando secó la clara por completo, llené la cazuela con leche dispuesta a hervirla unos pocos minutos.
Con eso bastaría, sólo que, para calentar la olla sobre la hornalla, es necesario un “disco de amianto” si uno no quiere que la pieza se descuartice. No puede ser ¡no-puede-ser! Me pasan todas… ¿A dónde encuentro ahora un disco de amianto? Ya se me encresparon los pelos con tanto ajetreo. El ferretero no sabe de qué le hablo, la chica del cotillón me mira con ojos inexpresivos, no sé qué hacer…

Menos mal que el señor de la casa de pastas se solidarizó, o quizá sólo lo asustó mi cara de estoy-por-llorar cuando confesé mis desdichas entre montañas de ñoquis y capellettis que quedarían tan sabrosos en mi cazuela, si es que logro curarla como Dios manda.
Cuando estaba a punto de resignarme, volvió de la cocina con la nariz sucia de harina y un plato finito en las manos.
-Acá tenés el disco de amianto. Usalo y después me lo traés, mirá que no tengo otro ¿eh?
Casi me pongo a bailar de tanta felicidad y no lo abracé porque me lo impidió la altura del mostrador. Me fui corriendo con el disco apretado contra el pecho. Ahora sí que te voy a curar, cazuela del orto, y vas a ver los guisos que nos vamo’ a morfar.
Quedan todos formalmente invitados.