sábado, 15 de diciembre de 2007

Despedida en el barco

La tarjeta de invitación era un pergamino amarillento cuidadosamente plegado dentro de una botella, el auténtico y original “Message in a Bottle”. Y por supuesto la fiesta era un barco, propiedad del organizador.
Cuando nos aseguramos que la banda de incorregibles, borrachos y alborotadores que hemos dado en llamar “amigos de toda la vida” habían sido invitados, confirmamos nuestra asistencia. Y la noche arrancó cálida y prometedora, champán bien helado y besuqueo en falsete a toda la competencia que, al menos por esta vez, dejará de serruchar pisos para bailar alcoholizada al ritmo de la mejor retromusic.

Me gustan las fiestas de fin de año. La mejor fue allá por 1997 cuando El Jefe nos llevó a cenar a un exclusivo restaurante frente a Plaza Francia, luego del clásico fondo blanco en Henry Beans con pilas de nachos calentitos y “para las chicas, daikiri de frutilla” y, luego de seis o siete whiskies dobles con poco hielo, nos sorprendió a todos con el obsequio de un bonus bien abultado que nadie esperaba y aceptamos con lágrimas en los ojos. Claro que fue el primero y el último y nunca se supo si lo había planeado a conciencia o la borrachera lo volvió generoso y se arrepintió demasiado tarde.
El Jefe, alemán de pura cepa, chupaba como Bob Esponja. Pero recién empezaba a mostrarse incoherente después del tercer litro, lo cual hacía imposible seguirle el ritmo. Si no, pregúntenle a Osky que venía descorchando cervezas desde las seis de la tarde y para cuando llegó la trucha rellena veía renacuajos de colores volando sobre el plato.
El problema del alcohol no es tanto la pérdida de conciencia sino que desata la lengua al más parco de los mortales, y quieras o no termina cantando a viva voz un par de verdades que te ponen la piel de gallina. Claro que cuando estamos todos en la misma es como una hipnosis colectiva y a la mañana siguiente no quedan testigos. Amnesia general.
La fiestita en el barco fue lo más. Tenía ilusiones de ganar los pasajes a Cayo Coco, pero me los arrebató una gorda bobalicona a la que todos odiamos cuando saltó como un resorte con una sonrisa que le cortaba la cara a la mitad, y corrió al estrado a recibir “su” premio. Al menos ligué una bien provista canasta de Navidad en la que entreví con placer infinito un turrón de almendras de esos tan duros que te dejan la mandíbula toda desvencijada.
Mariano A. se tomó todo el tinto, que conste en actas. “Che, mozo, llename el pingüino”, fue la frase de la noche. Y reía de sus propias guasadas salivando a los cuatro vientos.
Clarita, con un martini a medio terminar y otro entero para dentro de un rato, pedía a gritos ayudar al mago en el truco de desaparición. “Dale, Clarita, desaparecé que nos hacés un favor”. Pero ya había entrado en la fase crítica donde nada ofende ni cautiva.
Ahhhh… hacía tiempo que no me divertía tanto. No hay nada como festejar con los amigos y si la noche es calurosa y la música suena fuerte, quiero bailar hasta caer exhausta y olvidar hasta mi nombre.
Y por un minuto, ese pensamiento irracional ronda en la cabeza… ¿y si levamos anclas y nos vamos por ahí a seguir la joda…como una fiesta sin fin? Pero lo descartás de plano. Por unas horas está muy bien, es divertido y relajante. Pero un “gran hermano” arriba del barco con esta banda de energúmenos que hoy bailan abrazados haciendo pogo en el centro de la pista y mañana son capaces de arrancarte las córneas si les tocás un cliente… no way. Mejor nos vemos el año que viene ¡y que siga la fiesta!

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