miércoles, 26 de diciembre de 2007

Navidad

Después de atravesar apasionados períodos de obsesión en busca del regalo prometido, a sabiendas que los precios están por las nubes y no hay happy hour capaz de motivar el escaso consumismo que alienta nuestro paseo forzado por el shopping a las tres menos cuarto de la mañana, Navidad nos sorprende otra vez con la misma escena que se repite año tras año: la abuela ataviada con su delantal alusivo controlando que no falte ningún tenedor y “¡a la mesa que el pollo se enfría!”; la tía que estrena un top demasiado escotado mendigando elogios por los implantes que le quedaron para el orto, aunque ella se siente Alfano y hay que apoyarla, pobre; los niños alborotados que no cesan de preguntar a cada instante “¿Cuánto falta para las doce?” mientras escudriñan el cielo en busca de algún reno perdido; el padrino que, para variar, arrastra la borrachera de toda una semana de alegres despedidas y le sigue dando a lo que venga; y los primos "tiracuetes", esos que con el último bocado a medio masticar, corren a organizar el tupido arsenal de bombas y cañitas “para que tengan los de la esquina”. En fin… ¡la familia unida!
Es lindo sentarse a la mesa todos juntos para atiborrarse de pavo, lechón, vitel toné y la infaltable ensalada rusa que esta vez es pura papa y arveja. Hay que darse el gusto y reventar de una buena vez. Todos hablan al mismo tiempo intentando hacerse oír por sobre el griterío infantil y, en medio del batifondo, alguien pronuncia la conocida y poco efectiva advertencia: “Papá Noel está mirando desde el cielo…” Y seguimos comiendo como si nada.
La sobremesa se tiñe de chusmerío e impaciencia. Y como siempre, la nota de gracia… El abuelo se levanta con decisión, avanza hacia la cocina, desaparece durante escasos segundos creando expectativa y regresa munido del viejo y querido ¡cascanueces! Y no conforme con llenar la mesa de cáscaras y astillas en una masacre despiadada que pone a la abuela los pelos de punta, impone el consabido desafío: hay que romper las nueces a lo macho, un golpe de puño fuerte y firme sobre el dedo índice apoyado en la nuez y las esquirlas vuelan por los aires en todas direcciones, la tía se protege el escote no vaya a ser cosa que le desinflen las siliconas recién estrenadas y los chicos gritan felices “¡Ahora yo, ahora yo!” Huimos al patio mientras la mesa, el piso y las cabelleras se llenan de pedacitos de nueces todavía aceitosas y por un buen rato el abuelo se convierte en el ídolo de los más pequeños que vitorean cada nuevo estallido y comen nueces suficientes para morir indigestados.
Alguien destapa una sidra y otra y otra, reímos y contamos los minutos que faltan para la medianoche. El pan dulce… ¿cómo sería una Navidad sin pan dulce? Aunque sólo fuera por el simple hecho de pellizcar las frutas de colores artificiales que a nadie apetecen y terminan desperdigadas en el plato, mientras la abuela lamenta en voz alta por quincuagésima vez “Ahhh… ¡pan dulces eran los de antes!”
Dan las doce. Hay revuelo en la concurrencia, los chicos corren a buscar los regalos que las primas solteronas se han encargado de ubicar estratégicamente en el patio, simulando entre todos que Papá Noel ha debido bajar subrepticiamente en algún momento de distracción y “¿Dónde está…? ¿Cuándo habrá venido que no lo vimos?” Pero Papá Noel ya es historia. Sólo importa la montaña reluciente de paquetes que en escasos minutos queda reducida a una maraña de papel de regalo, moñitos inservibles y cajas vacías mientras cada uno descubre qué le tocó en gracia. Como siempre hay alegría, desilusiones, agradecimientos efusivos que hacen sospechar que “tal vez no fue Papá Noel…” y, pasada la algarabía, volvemos a la mesa para seguir engullendo a lo bestia.

De los tres globos aerostáticos que prometían unirnos en un corto pero ameno proyecto conjunto, el primero se prendió fuego en la copa de un árbol con peligro cierto de incendiar la casa de enfrente, el segundo se enredó en los cables de alta tensión y sin pensarlo dos veces salimos corriendo, eludiendo responsabilidades. Por fin el tercero logró el ascenso con algún esfuerzo extra pero se perdió entre los nubarrones y no pudimos seguirlo.
Los primos se encargaron de la artillería pesada, demostrando una vez más que se han quedado atrapados en la infancia. El abuelo se durmió en la silla, como era de esperar, con los codos apoyados sobre un colchón de cáscaras de nueces. La abuela incansable continuaba ofreciendo pan dulce y mate calentito y los chicos estrenaban patinetas, disfraces del Hombre Araña, antiparras y celulares.
Y yo muy contenta con mi súper colchoneta inflable, “el sueño hecho realidad” que hará mi verano mucho más placentero y fashion, daba envidia a todo el auditorio, en especial a la tía “Tetas” que no ha obtenido esta noche sino suspicaces alusiones un tanto subidas de tono.
Después de tanto ajetreo, la despedida obligada… “Nos vemos mañana, que descansen.” “Meri, mañana llevo lo que quedó de la mayonesa y un poco de lechón.” “Mañana en tu casa, ¿no, Meri? Nos vemos.”
Y pienso en el poco tiempo que tendré para dormir y reponer fuerzas y cómo quedará mi hogar-dulce-hogar tras el paso del malón. Menos mal que Navidad es una vez al año...

No hay comentarios.: