jueves, 1 de mayo de 2008

Al volante

El 1º de Mayo me sorprendió temprano con olor a pan tostado y café con leche bien espumoso. Pero, como es costumbre, mi fenomenal torpeza obstaculizó el transporte del desayuno que pretendía servir en la cama, y a medio camino debí regresar por otro café y pasar el trapo a la escalera. Podría haber sido peor.
Asado con papas fritas, un buen vino y de postre Garotos en cantidad suficiente para quedar tendida al sol sin fuerzas ni para pestañear.
Pero H tenía planes para la tarde, planes que esta vez no incluían siesta de tres horas ni mate con buñuelos ni fútbol de la B.

H: Vamos a dar una vuelta con la camioneta… Y te enseño a manejar.
Yo: No, dejá… Es misión imposible.
H: ¡Dale! Vas a ver qué fácil.
Yo: Grrrrrr....

No quise embarrar la cancha con otra negativa justo ahora que intentamos salir de la última crisis separatista, si hasta prometió dejar de fumar y yo sé cuánto le cuesta... En fin… Me peiné, me calcé las zapatillas todo terreno y, provista de mis caramelos strong mint (sólo para valientes), acomodé al perro en el asiento de atrás con su mantita de cuerina “para no estropear el tapizado”, y subí a la camioneta dispuesta a soportar la peor tarde de mi vida.
Hicimos un corto trecho por la ruta vieja, de tierra, la que corre detrás del country. A medida que nos alejábamos el campo se extendía más allá del horizonte.
Entonces llegó la hora señalada y, a regañadientes, me senté al volante, embrague a fondo, lucha sin cuartel con la palanca de cambios y como si fuera la cosa más natural del mundo… ¡arrancó! Qué emoción mover el carromato con un delicado pisotón sobre el acelerador…
Recordé las tediosas clases de manejo con ese viejo decrépito de la academia que me llevó a hacer mis primeras armas en plena avenida Mitre, bajo el las bocinas airadas de los colectivos, en un Dodge amarillo patito. Todo porque mi querido tío estaba convencido que a los 18 años había que aprender a manejar y creyó que regalarme un auto era suficiente incentivo y hasta me pagó el curso y no me quedó otra que darle el gusto. ¡A mí no me gusta manejar! ¡Ni aunque me regalen una Ferrari!
Pero confieso que esta vez la cosa no estuvo tan mal. Excepto por un par de frenadas bruscas que casi dejan al perro paralítico de las patas de adelante y porque el retrovisor es para mí simplemente una figura retórica… digamos que lo hice bastante bien. Más que aceptable por ser la primera vez. Muy bien teniendo en cuenta los vericuetos del camino de tierra, a veces pantanoso, a veces erizado de pedregullo. Sobresaliente considerando que la chata es como un pequeño tanque de guerra, en materia de comodidades y dimensiones. En resumidas cuentas, salí airosa de la situación y hasta le tomé el gustito. En resumen, Fangio... un poroto.
H está radiante de felicidad. Hasta planea la compra de un “autito” para mi uso personal. Y se lo agradezco, claro, aunque me conformaría con un Ipod nuevo o tal vez una heladera de esas que apretás un botón y escupe cubitos.
Sí, ya sé. Dios le da pan…

3 comentarios:

Luciano dijo...

No. Yo era así, negado, ahora me da placer manejar. Y es que manejo una cucaracha mecánica.
Seguí probando, de a poco.
Ah, si te gritan, ignorá los gritos.

Luciano dijo...

Ah, sobre la imagen que adorna tu post, el otro día vi a una chica haciendo eso, pintandose mientras manejaba.
Le dije a mi mujer, sin provocar eh, y me contesta: a lo mejor tenia una entrevista.

Menta Ligera dijo...

Te dire que no fue tan malo, podria haber estado peor. Ahora tengo sueños de grandeza como manejar un camion de Coca Cola o una grua de Roman... Ah, porque las cosas hay que hacerlas a lo grande, no?
Lo de la minita que se mira al espejo, por ahora no. Estoy muy concentrada luchando con la marcha atras para no salir disparada en quinta a la estratosfera.