viernes, 25 de enero de 2008

Al chofer, con cariño

Emilio era el chofer del micro escolar. Tenía coronita con las monjas que, si bien no decían expresamente “Este es el transporte del colegio”, no se les ocurría recomendar a nadie más y si algún competidor amagaba meter el dedo en la torta se lo quemaban con el cirio pascual.
Emilio era el tipo más gordo que yo había visto hasta entonces. Manejaba un viejo y querido Mercedes Benz 1978, naranja y blanco, los asientos destartalados y bajo el gran
espejo retrovisor, que ocupaba todo el ancho de la cabina, un faldón de terciopelo azul con los nombres de su esposa e hijos bordados en lentejuelas plateadas y rematado en vistosos flecos dorados. Discreto.
Era hincha furioso de Racing y ambicionaba convertirnos a todas. Cuando lograba convencer a alguna de las chicas, tan contento se ponía que la premiaba con el viaje completo casa-colegio y/o colegio-casa en el asiento del copiloto. Y las demás destilábamos envidia pero no cedíamos.
Emilio decía malas palabras y era bruto como un arado, pero no había en el mundo tipo más bonachón. Ciento cincuenta kilos de buen corazón… Claro que cuando montaba en cólera ¡agarrate, Catalina! Cazaba el “libro de quejas” que guardaba celosamente bajo su asiento y que no era más que un palo largo y pesado, una especie de cachiporra por demás intimidatoria, y nos amenazaba con hacernos polvillo. Nos asustaba más su cara enojada que la cachiporra, aún sabiendo que era incapaz de aplastar una cucaracha y que ni en sueños osaría tocarnos un pelo.
El día de la Virgen del Rosario no teníamos clase pero debíamos asistir a la Misa, so pena de incurrir en doble falta. Las monjas vestían el hábito “de fiesta” (exactamente igual al de todos los días pero menos gastado) y venía el obispo que después se quedaba a comer, y sé de buena fuente que no se despegaba de la mesa hasta las cinco de la tarde cuando, después de tanto engullir, ya no le entraba aire a los pulmones. Lindas festicholas organizaban las monjas… Lástima que a nosotras nos tenían a sopa de cabellos de ángeles, pastel de papa y de postre, manzana.
Ese día, Emilio nos llevaba al colegio y nos iba a buscar antes de mediodía y todo era felicidad de salir temprano y disfrutar la tarde libre. Recuerdo que una vez, cuando ya todas habíamos subido al micro estacionado en la puerta, Emilio puso cara de pocos amigos y gritó que dejáramos de colgarnos de los pasamanos, que nos iba a hacer bajar a patadas en el culo. Se levantó del asiento, rápido y furioso, el volante le dejaba como un surco en la busarda enorme, se acomodó la franela que solía llevar colgada del cinturón y como un bólido se abrió paso a lo largo del pasillo. Nos apartamos lo más pronto posible para no caer aplastadas bajo semejante mole y sorprendidas vimos que continuaba su loca carrera hacia el fondo del micro. “¡Levántense de ahí! ¡Todas! ¡Salgan de acá y la rep…que los p…!” Volamos como moscas sin decir ni “mu”. Todavía a las puteadas limpias, levantó los asientos del fondo y empezó a sacar paquetes crujientes de medialunas recién horneadas y botellas de CocaCola que contemplamos extasiadas hasta que, superado el asombro, lo aplaudimos y vitoreamos a grito pelado y Emilio decía “Bah, bah, bah… coman y déjense de joder”, pero tenía los ojos acuosos.
Allá por 1986 se le dio por escuchar a Banana Pueyrredón. De la noche a la mañana se convirtió en fanático, compró el cassette de Grandes Éxitos y nos lo hacía escuchar de atrás para adelante y de adelante para atrás, viaje de ida y de vuelta. Al principio nos gustó la novedad hasta que aprendimos todas las canciones de memoria y entonces alguien tímidamente propuso volver a la radio y fue como una bofetada para Emilio que ya transitaba el delirio místico y espetó que aquel era “su” micro y aquélla que no gustara de César Banana se podía bajar en ese mismísimo instante. Y seguimos escuchando a Banana todo el año, hasta que un alma caritativa le regaló los Grandes Éxitos… ¡de Nino Bravo! Salimos de Guatemala para meternos en Guatepeor. Y allí estábamos… “sólo sé que se llama Noeliaaaaa…” Y Emilio cantando a voz en cuello como si tal cosa.
Para cuando el viaje llegaba a su término, el cassette había dado dos vueltas completas y los “grandes éxitos” nos salían por las orejas.
Emilio era así, tenía sus cosas… Lo recuerdo generoso, simpático, buen tipo, chofer experto y abnegado. La última vez que lo vi peinaba canas y seguía tan gordo como siempre. No me atreví a preguntarle si aún conserva los éxitos de Banana, pero es seguro que sí… y también los de Nino Bravo.
No puedo evitar pensar en él cada vez que cruza ante mis narices un micro escolar de los viejos, los “naranja y blanco”, esos que de algún modo son un símbolo de nuestra infancia, la de los chicos de treinta y piquito.

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