viernes, 4 de enero de 2008

Mi infierno ideal

Podría ser la oficina de Rentas, lunes al mediodía, cuando todavía va cayendo gente al baile y las colas se bifurcan en intrincados caracoles, los ñoquis toman mate y golpean los teclados queriendo demostrar que la culpa es del “sistema” pero es tan sólo una forma de expresar desprecio hacia el estúpido contribuyente que paga sus salarios sin voz ni voto, una suerte de venganza, de ejercicio abusivo de un poder que no es tal. Y si encima tenés cuatrocientos noventa y dos números adelante, el aire acondicionado deja de funcionar, un señor malhumorado amenaza con denunciar todo tipo de injusticias, alguien se apantalla frenéticamente diciendo que le bajó la presión y de la nada aparecen sobrecitos de azúcar y empezás a somatizar un ataque de pánico repentino, absurdo, incontrolable… entonces todo se vuelve un caldero regurgitante y sólo pensás en huir a campo traviesa, pisando el césped esponjoso y respirando aire puro y viendo las mariposas revolotear sobre tu cabeza y lucecitas de colores y estrellitas y el gorjeo de los pájaros y Brad Pitt que te toma de la mano y juntos corren con el pelo al viento y todo es tan perfecto… Hasta que notás que un par de brazos fuertes te zamarrean, alguien te da cachetazos bastante más entusiastas de lo necesario y tenés la cara mojada, el pelo chorreando agua de algún florero que han vaciado en tu cabeza con el sólo objeto de reanimarte cuando caíste al piso sin sentido ni gracia, como bolsa de papas despojada de todo glamour y ahora sos el blanco de todas las miradas y todos cuchichean y quieren saber cómo estás, te tocan, te acercan una silla, el que se cree más médico que los demás te toma el pulso y vos sólo querés desaparecer, dar vuelta a la esquina, embuchar una buena porción de papas fritas ultrasaladas y olvidar el papelón. Por un momento, el desmayo no previsto neutraliza el “síndrome de empleado público” y hay como una avalancha de solidaridad, todos quieren ser parte y ayudar… Hasta que pasado el estupor inicial, cuando te vas tambaleando por tus propios medios y la luz roja marca el turno del elegido, los engranajes se aceitan otra vez y, aplastados bajo una atmósfera sofocante de calor y abulia, retoman el ritmo habitual de una rutina que no tiene fin.

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