domingo, 15 de junio de 2008

Un día como hoy, hace mucho tiempo

Mi hermana no quiso participar. Dijo que éramos unos tontitos, que ella ya tenía su regalo preparado y le importaba un comino lo que hiciéramos. Lo dijo con ínfulas de princesa rusa, por eso la dejamos hablando sola y nos dedicamos al arqueo de la caja chica. Muy chica, por cierto… Catorce australes con veintitantos centavos. Nos miramos con preocupación pero para ese entonces no había nada que hacer, no teníamos tiempo de recaudar fondos extra y urgía comprar el regalo.
Un par de días atrás, Luisito y yo habíamos sellado el pacto de honor. No había más remedio, aunábamos esfuerzos o pasábamos a la historia como los hermanitos desagradecidos, los que se olvidaron de festejar a papá en su día… y peor aún, mi hermana arrasaría con los laureles porque ella “ya tenía el regalo” y la muy turra no quería largar prenda así que ni siquiera sabíamos contra qué competíamos.
El sábado salimos temprano. Había un sol espléndido y el cielo inmaculado era un buen augurio. Mamá nos entregó la lista de las compras con las recomendaciones de rutina, incluida la de llevar el changuito a lo cual nos opusimos terminantemente, en parte para no despertar sospechas con la inusual muestra de colaboración pero en especial porque no hay recompensa suficiente que justifique exhibirse vergonzosamente con el changuito de los mandados traqueteando a los tumbos sobre los adoquines.
No habíamos revelado a nadie nuestro plan, tenía que ser una sorpresa. Luego de concienzudas cavilaciones, decidimos que no habría nada más sofisticado que un perfume. Papá se pondría contento y Ceci estallaría de rabia, arrepentida de haberse negado a compartir la gloria de nuestro plan perfecto.
Caminamos unas diez cuadras hasta la perfumería, para ese entonces cargados de papas y zanahorias en cantidad respetable.

-¿No podemos tomar el colectivo?
-¡No, nene! ¡Después no nos va a alcanzar la plata para el regalo!
-Pero estoy cansado…
-Callate y caminá que falta poco.

Observamos la vidriera con detenimiento. Los perfumes sofisticados superaban con creces nuestra capacidad de consumo. Algo apenados empujamos la puerta que chirrió espantosamente y un señor gordo, de sonrisa ancha y ademanes exagerados vino a nuestro encuentro.

-Hola, chicos. ¡En qué puedo ayudarlos?
-Esteeee… Queremos un perfume para hombre.
-¡Claro! ¿Es para papiiii?

Nos miramos confusos. El perfumero no nos caía nada bien pero allí estábamos y no era momento de echarse atrás. Nos mostró una variedad de frasquitos que nos dejaron con la boca abierta, no tanto por la elegancia del envase sino por el precio que nos impuso esa sensación de culpabilidad por no haber ahorrado lo suficiente para comprar un buen regalo.

-Hum… ¿No habrá algo más barato?
-Bueno, tengo esta línea… Es un producto nuevo, a tu papá le va a encantar. Desde sesenta australes pero a ustedes les puedo hacer cuarenta y cinco.
-Ah… y esteee… ¿Algo más baratito?

El gordo perdía la paciencia y la amabilidad al tiempo que mis cachetes adquirían el color de las frambuesas maduras.

-Bueno, a ver, la hacemos corta, ¿Cuánta plata tienen?
-Catorce australes…
-Y veinte centavos…


Al tipo se le transformó la cara, se le derritió la sonrisa dejando paso a una máscara deforme, mezcla de decepción, enojo y vergüenza ajena. Enseguida se sobrepuso y habló con tono paternal, elogiando la buena voluntad de los dos niñitos que sacrificaban sus ahorros para comprarle el regalito a papá. Llamó al socio que tomaba mate en la trastienda y entre los dos nos dieron un sermoncito sobre lo caro que estaban las cosas y que no alcanza con las buenas intenciones y que a lo más lejos que podíamos aspirar era una colonia de Heno de Pravia que mejor te la metés donde no da el sol, gordo puto!!
Nos fuimos con la cabeza gacha, destilando bronca mientras a nuestras espaldas se apagaban las risas de los dos viejos que habrán conservado la anécdota para toda la cosecha. Por un rato largo no hablamos hasta que, al cabo de dos cuadras y media, nos invadió la desesperación.
No quedaban muchas opciones. Pensamos pedirle prestado a mamá pero el orgullo nos lo impidió. Luego de mucho discutir, llegamos a la conclusión de que papá no necesitaba un perfume, de hecho él no se perfumaba. Entonces… ¿qué mejor que un par de medias?
Con la esperanza iluminando nuestras caritas inocentes corrimos a la tienda, más conocida como la fábrica de las bombachas, donde atendía Rosita que era amiga de mamá. ¿Cómo no se nos ocurrió antes…? Y casi nos sentimos Rockefeller comprando dos pares de medias y una camiseta, la preferida de papá, musculosa blanca de esas que se estiran hasta el infinito y el agujero de la manga te llega a las rodillas. En fin… ¡misión cumplida!
No sé si a papá le habrá gustado el regalo pero lo cierto es que se le piantó un lagrimón cuando mamá le susurró al oído que lo habíamos organizado todo nosotros solos, a escondidas, y que lo pagamos con nuestra plata. Por una vez nos sentimos orgullosos, valió la pena.
A propósito… El regalo misterioso de mi hermanita era una colonia de Heno de Pravia que al cabo de veinte años continúa cerrada herméticamente.
¡Feliz día, papá!

3 comentarios:

maga dijo...

Me haces reir... Cuando uno es niño todo es aventura. Mandale un beso a tu papa.

Luciano dijo...

Para mi Heno de Pravia es lo más.
Como te acordaste de los 14 euros y 20 centavos???

Menta Ligera dijo...

Maga,
Gracias!! Beso a tu papa tambien.

Luciano,
Hay cosas en la vida que no se olvidan jamas. Como la cara del perfumero cuando le mostramos los billetes arrugados, todavia se debe estar riendo.