martes, 16 de septiembre de 2008

Mi secreto me condena

El acto de graduación se anunció con bombos y platillos, con suficiente anticipación para encender un nerviosismo contagioso entre quienes aún bailaban sobre la cuerda floja de los últimos finales.
El comunicado oficial -firmado de puño y letra por el director de la carrera- felicitaba calurosamente a los futuros licenciados invitándolos a participar en la gloriosa velada y, como quien no quiere la cosa, detallaba al pasar los precios de la túnica y el birrete que “estarían a disposición de los interesados previa reserva y
seña”. ¡Válgame, Dios! Con lo que llevábamos pagado en esos cinco años bien podrían habernos regalado un Versace a cada uno para saldar cuentas…
El evento tuvo lugar en junio de 1997. Desde el primer instante supe que no asistiría, por eso ni me probé la túnica y poco me importó idear un mecanismo infalible para que el birrete quedara quieto en su lugar y no resbalara por mi pelo lustroso y planchado obligándome a acomodarlo tras el más ínfimo cabezazo.
No obstante participé de todos los ensayos presididos por Olga, la bedel de turno siempre tan malhumorada, con sus taquitos martillando el piso y los anteojos en la punta de la nariz. Amargada, mal cogida, gruñona…

“Ponete acá ¿no entendés? Correte para atrás ¡tanto no! ¿no ves el escalón? ¡Cállense todos, no me dejan pensar!"

Y así transcurrían las tardes intentando memorizar lugares y secuencias, disfrutando de aquélla nuestra última etapa estudiantil, maquinando planes para un futuro todavía tan incierto.
El año anterior salí un tiempo con P, el mejor alumno de la carrera aunque, a juzgar por su aspecto sóloquiero-rockandroll, nadie lo hubiera sospechado. Jamás existieron envidias entre nosotros pese a que me arrebató (con justicia) el beneficio de la beca que la facultad a regañadientes asignaba a los mejores promedios. Nos admirábamos mutuamente aunque –modestia aparte- la estudiosa era yo, él simplemente tenía un enorme talento.
Como sea, mi único y gran alivio fue que por esa vez no tendría que renunciar a portar la bandera por el simple hecho de que no la merecía. Claro que el segundo lugar estaba igual de cerca del mareo que ya proyectaba en mis peores pesadillas, el que me catapultaría a la fama como “la que se desmayó en el acto de graduación”, una masa inerte sobre la alfombra roja, la túnica en desorden dejando ver mis pálidos tobillos, el birrete rodando como la bola de pasto por los escalones del escenario y en el aire un silencio sepulcral que lo haría ver todo más vergonzoso.
No fue tan difícil decidirme. Estaba escrito.
Me convencí de que el acto no era tan importante como parecía, no sumaba ni restaba, ni siquiera me tentaba la idea de lanzar por los aires el maldito birrete que para ese entonces habría logrado adaptarse a la forma de mi cabeza.
Sencillamente decidí no ir. Y lo gracioso es que, cuando al cabo de un par de semanas, pasé por la oficina de la Administración a buscar el título y me soltaron un sermón de la gran flauta por mi ausencia premeditada, el que salió en mi defensa como un auténtico caballero andante fue P, el abanderado, el mejor de los mejores, el number one… que, por el simple hecho de llevar la contraria, tampoco había asistido al acto de graduación con lo cual ese año la carrera "vedette" de la Universidad se vio despojada de abanderado y escolta y al director casi le da un soponcio cuando a último momento hubo que reubicar caras, nombres y diplomas de honor. Por poco nos tiran las medallas por la cabeza. ¡Peor para ellos!
Por cierto, nunca hablé mucho del tema. Mi papá sigue creyendo que el acto se suspendió porque el rector resbaló un día de lluvia por la escalera de mármol y el yeso que lo envolvía de pies a cabeza lo dejaba en situación poco digna para pronunciar el discurso.
Lo reconozco, mea culpa… Tengo fobia a todo evento que involucre bandera, estrofas del Himno Nacional y entrega de premios de cualquier tipo y factor. Es mi talón de Aquiles… bueno, sí, uno de ellos…


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