jueves, 18 de septiembre de 2008

Mudanzas y romances

Octubre 1995

Me despedí con un fuerte abrazo.
Como toda primer “gran” oportunidad, tuvo lo bueno y lo malo. Aprendí mucho, en especial a ser fuerte y dominar el carácter, a ser productiva, a pensar con rapidez, a plantear soluciones y no problemas. A cambio, supieron explotarme a conciencia y al final me pagaron la liquidación en tan cómodas cuotas que apenas alcanzó para los regalitos de Navidad. Fueron nueve meses de agotadora convivencia laboral soportando gritos, humillaciones, serruchadas a traición… pero en el fondo nos queríamos.
El mes anterior habíamos mudado la oficina a una casona maravillosamente grande en Laprida y
Las Heras. Debieron reacondicionarla por completo y en ello puso manos a la obra la arquitecta amiga del Jefe, con esos aires de asquerosita bien que compensaban con generosidad su muy escasa estatura y sus piernas chuecas. Demás está decir que lo que no se veía quedaba como estaba, por ende la casona terminó siendo una caja de sorpresas permanente. Pero le tomé cariño, aunque no tanto como para reconsiderar mi renuncia.
Estaba Federico M, el diseñador gráfico que proyectaba cursos y campañas que jamás vieron la luz. La primera vez que lo vi me flasheó. Nos cruzamos en el pasillo de la antigua oficina… “Hola ¿qué tal?” y seguí mi camino reprimiendo el deseo de volver la vista atrás.
Con el tiempo nos conocimos mejor y diré que congeniábamos… sí, bien, bastante bien.
La mudanza llevó semanas de preparación, un inventario extremadamente detallado de los enseres, bolitas de telgopor saltando por los aires, almuerzos improvisados de pizza y empanadas sobre montañas de canastos que se multiplicaban como conejos y ese buen humor que trae el cambio y la primavera.
Nos mudamos. Hubo que trabajar de sol a sol aunque, al cabo de la jornada, lo único vagamente aceptable era la oficina del Jefe que él mismo equipó mientras los subordinados subíamos y bajábamos escaleras cargados como mulas, sudando la gota gorda, cansados, pretendiendo que lo hacíamos por propio interés.
Federico M estuvo muy cariñoso ese día. Tuvimos un acercamiento de lo más apasionado a escondidas de los demás, que se arrastraban entre los escritorios demasiado ocupados para percatarse.
No duró tanto como esperaba, sólo hasta el día del “Adiós” cuando, con mi vestido largo y floreado, bajé por última vez la gran escalera de la casona y el Jefe me apretujó entre sus brazos susurrándome al oído que me iba a extrañar.
A veces pienso en ellos, pero las caras flotan en un pasado nebuloso que no quiero revivir del todo. El balance nunca me cerró, ni siquiera Federico M y sus aires de enamorado.


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