martes, 29 de julio de 2008

La costurera - Parte I

Se ve que no alcanzaba con la doble escolaridad, clases de música, danzas, inglés y dibujo. Siempre había un huequito de tiempo libre para rellenar con alguna insólita actividad que mamá planeaba a conciencia e indefectiblemente llevaba a la práctica.

- Este verano vas a tomar clases de corte y confección con Lidia.
- W-H-AT ??????
- Te acordás de Lidia ¿no? Fue mi profesora de costura cuando vos eras chiquita.
- ¡Yo no quiero aprender a coser!
- ¿Cómo que no? Vas a ver qué lindo…
- ¡NO! ¡Prefiero ir a la colonia!
- Ya estás grande para la colonia.
- ¡Pero mamaaaaaaa!
- Ya está decidido. Creeme que te va a encantar.


Y por más que pataleé, lloré, supliqué y hasta amenacé con dejar de comer, no hubo manera de convencerla. “Una señorita debe saber hacer de todo”, repetía mamá sin cesar.

Un lunes de enero bajo el tórrido sol de la tarde, emprendí rumbo hacia la casa de Lidia, bamboleando en la mochila el costurero, un fajo de papel manteca que crujía como los mil demonios y un kilo de bizcochitos de grasa “porque a Lidia siempre le gustó tomar mate con las
alumnas”.
Me recibió con lágrimas en los ojos, profundamente emocionada de poder transmitir sus vastos conocimientos a la nueva generación, tan feliz que me apretujó en un abrazo cerrado quitándome el aire por varios segundos.
Con orgullo fue presentando a sus alumnas, un ramillete de sexagenarias aburridas que me miraron por sobre el marco de los anteojos. Me hizo lugar al lado de una señora particularmente antipática que, en cuanto me aproximé, apartó el alfiletero de un manotazo y ni siquiera se dignó saludarme.
Y entonces por primera vez, muy a mi pesar, con un entusiasmo desconocido, me vi cosiendo vestidos de raso con lentejuelas, dando los últimos toques al pié de la pasarela, me imaginé vitoreada por un público adulador, mis modelitos vistiendo a las grandes divas…

- ¿Trajiste papel manteca?
- Sí…
- Bueno, entonces… ¡manos a la obra!

Y resultó que había que empezar por ahí, nada de vestidos elegantes ni desfiles ni qué ocho cuartos. Lidia pretendía hacerme coser una “pollera tipo” ¡en papel manteca! Me enseñó a tomar las medidas, dibujar el molde y “ahora ponés derecho contra derecho y con bastilla bien chiquitita vas cosiendo las partes”. Pero el papel manteca se partía en pedazos y la re p…. que lo parió, a ese ritmo envejecería prematuramente sin saber siquiera cómo pegar un botón.
Fueron semanas de tortura luchando a muerte con el papel manteca. Ni hablar cuando terminé la “camisa tipo” con la manga arrepollada por la cual Lidia sentía especial debilidad.
Tenía los dedos pinchados por negarme a usar el dedal y unas ganas locas de salir corriendo a disfrutar del aire libre, escapar del museo del horror con el centímetro anudado a la cintura, haciendo pitocatalán a la delegación de Pami y su perorata de chismes mal intencionados.
Pero mamá estaba tan contenta que no me animé a renunciar. Compramos muchas telas, un cono gigante de hilo para hilvanar y agujas relucientes para la máquina de coser.
Para ese entonces, el afecto de Lidia rayaba en la más pura adoración y, contra todos los pronósticos, no tardé en ascender al pedestal de alumna predilecta.

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