martes, 8 de julio de 2008

PANICO

Las chicas de quinto estaban amonestadas porque organizaron una sentada en la puerta del colegio, una sentada "con variaciones" por decirlo de algún modo, con portaligas y orejitas de Playboy que trajeron de Bariloche como souvenirs. La Hna. Olvido estaba al borde del colapso total, nunca se la vio tan alterada. Y de ello resultó que la delegación de abanderadas para el Congreso Interamericano de quién sabe qué fue elegida entre las alumnas de séptimo grado, una decisión arriesgada y muy cuestionada.
El colegio se comprometió a enviar cinco víctimas al Congreso a título de representación oficial, con la única finalidad de enarbolar la bandera del país hermano que le tocara en gracia (y parece que eran unos cuantos) durante el acto de apertura.
Fue en el La Salle, a mediados de 1986. Hacía un frío de la hostia pero el salón de actos, atestado de diplomáticos, señoras pitucas muy perfumadas y obispos de todas las nacionalidades, hervía como una olla a presión, costaba respirar.
Me tocó la bandera de Panamá. Era linda y tenía el asta de acero inoxidable que resultaba fresquito al tacto. Maria Eugenia luchaba a brazo partido con la bandera de Colombia que misteriosamente resultó ser la más pesada y Fabiana arrastraba sin gracia la de Ecuador, murmurando que olía a repollo. Éramos más de treinta chicos, todos de quinto menos nosotras que caímos como peludo de regalo después de la aventurita de las futuras egresadas.
Nos ubicaron en semicírculo al pie del escenario; a nuestras espaldas el Cardenal, el Ministro de Educación y las celebridades de turno observaban ceñudos a la concurrencia. Sonó el Himno Nacional y tras el obligado aplauso descansaron las banderas, pensé que nos dejarían en libertad pero no, nadie decía nada y el Cardenal se aclaraba la garganta para el discurso.
Cuarenta y cinco minutos de palabrerío sin ton ni son, bostezos, faltaba el aire… Sin que nadie pudiera preverlo, la bandera de USA pegó una fuerte sacudida y su portadora cayó al piso como bolsa de papas, más blanca que la paloma de la paz, y allí quedó tirada, inerte, mientras la socorría el embajador de Honduras y el Cardenal continuaba monologando como si nada.
Cuando ya casi se había calmado el revuelo, cayó Brasil y al rato Nicaragua. La atmósfera era sofocante y no sé por qué no podía aflojar el cuello de la camisa… ¿Y si me tocaba a mí?
Fue la primera vez. Sentí el pánico subir como una marejada desde las rodillas que me temblaban como si estuvieran hechas de manteca. Imaginé el horror, la oscuridad, voces que se apagaban a mi alrededor, el salón girando como una calesita y el golpe seco, rotundo, de cara contra el piso… Con un poco de suerte, la punta del mástil se me clavaría en la garganta y todo terminaría ahí.

-Meri, ¿estás bien?
-Nooo... Estoy muy pero muy mal.
-Aguantá que ya termina.
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Aguanté, vaya si aguanté… La media hora que marcaría mi destino hasta el fin de mis días. Hasta que no pude más, los panameños habrán sufrido una grave decepción cuando di media vuelta y escapé con la bandera por la puerta del costado. Alguien me reemplazó aunque sólo restaban unos minutos. Respiré con ansias la brisa fría del atardecer que fue como una caricia, un renacer.
Pero la “cosa” estaba ahí, se quedó envolviéndome como una niebla. PANICO. No supe qué era, nadie sabía, nadie entendía ese súbito terror a desmayarme en el medio de la calle, a no poder “aguantar”, a perder el control.
Y menos que nadie mi mamá, cuado ese fin de año anuncié con culpa y remordimientos que me habían elegido abanderada y lo rechacé de plano, le dije a la maestra que no quería, que no me preguntara ni me obligara, pero el acto de fin de curso lo iba a mirar desde la platea y asunto terminado. Mamá casi se infarta, no sabía si llorar o echarme de casa, o las dos cosas. Yo sólo sé que la carga resultaba demasiado pesada para mis escasos trece años.

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