miércoles, 30 de julio de 2008

La costurera - Parte II

En poco tiempo perdí el miedo, fui conociendo los trucos del oficio, los secretos… Lidia era buena maestra y yo aprendía rápido, tan rápido que hasta mamá quedó con la boca abierta cuando le mostré mi primer camisón de algodón con puntillitas.
Y, como quien no quiere la cosa, el ambiente terminó por absorberme, me hice eco de un fanatismo desmedido por Roberto Galán y sus ínfulas de casamentero, opinaba sobre temas espinosos como la excursión de fin de año del centro de jubilados y el romance de Elvira –la descocada a quien todas envidiaban- con un “muchacho” veinte años más joven, todo esto mientras Lidia cebaba interminables rondas de mate con las exquisiteces de ocasión.
Claro que el año escolar se ponía pesado y entonces debía interrumpir las veladas de costura por plazos cada vez más prolongados. Pero siempre volvía, aunque ya no por obligación.

Una vez se me dio por comprar esa revista alemana de moldería infalible a la que Lidia se refería con notable desprecio -léase “terror de que le roben la clientela”- y con una audacia sin precedentes metí tijera a fondo ante la mirada atónita de mamá que nunca soñó llegar tan lejos. Y vaya sorpresa… resultó que podía coser lo que se me antojara (o casi), hasta me animé a adaptar los moldes, ajustar talles y añadir algún retoque, poniendo en práctica las enseñanzas sabias de Lidia que todavía resuenan en mi cabeza como si fuera ayer, cuando me atraganté por no soltar la carcajada: “Lo primero que tenés que hacer es extender la tela y medir el ANCHOR y el LARGOR…”
Lo cómico es que lo repetía con absoluto convencimiento; sin embargo, con ese sencillo consejo hice y deshice a piacere superando todas las expectativas.
Y años más tarde, a modo de venganza por aquello del papel manteca, le espeté que el tapadito con capucha que tanto me elogiaba era un modelo de la revista Burda. ¡Para qué! Lidia palideció, se quedó como petrificada y por poco se traga la docena de alfileres que solía almacenar dentro
de la boca, con los cuales podía increíblemente hablar y tomar mate al mismo tiempo con total normalidad.
Para tranquilizarla, le palmeé la espalda y confesé que jamás hubiera logrado marcar la tela si no fuera por sus maravillosas lecciones y entonces se esponjó como una gallina satisfecha y me felicitó.
A fin de cuentas, no sería quién soy si mamá no se hubiera encargado de inculcarme tantas cosas odiosas que recién hoy valoro en su justa medida. Demás está decir que asumo la obligación de transmitir a las generaciones venideras estos dichosos saberes esenciales (y algunos otros que planeo en secreto) porque, para bien o para mal, “una señorita debe saber hacer de todo”.


2 comentarios:

Luciano dijo...

Muy bueno. Me hiciste acordad a todas esas ttardes observando a mi abuela, maestra camisera, y a mi madre que se la pasaban haciendose ropa.
No me hubiera disgustado aprender el arte, por más gay que suene.

Menta Ligera dijo...

Nunca fui experta en este dichoso arte pero me defiendo bastante bien. Una costumbre que me quedo es revisar la ropa del reves para ver si esta bien cosida. Manias de vieja...