domingo, 21 de junio de 2009

En tu día

En cuanto suena el teléfono sé que es él, como si vibrara con un acento especial que lo delata. Y si aún no suena, puedo presentirlo…


Si acaso lo intercepta el contestador, escucha pacientemente el discursito impersonal hasta el piiiiiiiip… y corta. Siempre es mejor si corta, pues no le agrada “conversar con las máquinas”.
Es capaz de llamar tres o cuatro veces al día con el solo objeto de saber si estoy en casa. “Llamé antes y no atendías…” El reproche oculto tras un velo de preocupación me hace hervir la sangre. ¡Que ya no tengo 15 años, joder!

Aprovecha cualquier comentario para enganchar su propia letanía de anécdotas carentes de suspenso y, cuando se le agotan, apela a los necrológicos intentando solidarizarme en un pesar inexistente por alguien que probablemente ni conozco. “¿Sabés quién se murió? Antonio… el marido de Estelita. ¿Cómo no te acordás? Antonio, que vivía a la vuelta del almacén… ¡Hacé memoria! Iba a cumplir 98 el pobre, que en paz descanse…” Semejante noticia te obliga a consolarlo recordándole que, con sus 72 recién estrenados, aún es joven y tiene cuerda para rato.

Cada tanto lanza un bombazo del tipo “No te asustes, tuve un accidente pero ya estoy bien”. Y con este mecanismo perverso logra su mayor objetivo: captar toda mi atención, que lo llame varias veces al día con el corazón en la boca, temiendo una catástrofe que muy lejos está de producirse, y él como si nada, haciéndose el desentendido. “¿Pero por qué te preocupás? Si te dije que no pasó nada…” Pero pasó. Nada grave, el accidente puede ser extraviar los anteojos, que se le desfonde la bolsa del supermercado o tomar el colectivo en sentido contrario… Pero le resulta imperioso contarlo, un deber impostergable, y de paso me llena de culpa y consternación por “lo que podría haber pasado”.

No es lo mismo cuando lo llamo por motu proprio. Por lo general está apurado, de repente siente olor a quemado y piensa que puede ser el pollo, entonces nada de lo que digo llegará más allá de la puerta del horno… “Te llamo después, ahora no puedo.” Y ahí permanezco como una infeliz pegada al tubo, escuchando el ronroneo de la línea muerta.
Olvidar las fechas del santoral es prácticamente un insulto para sus principios. “Estoy yendo a misa justo en este momento. ¿No te acordás que hoy es primer viernes de mes?” Y me obliga a disculparme prometiendo que lo llamaré más tarde y que algún día volveré cabizbaja y arrepentida a la fe de mis ancestros.

Pero ni siquiera así logra enojarme del todo. No importa cuántas veces me pregunte las mismas cosas, si me habla de parientes que no veo desde hace décadas, si relata al detalle la misma historia una y otra vez, cuando era un pibe de pantalones cortos que jugaba al balero y juntaba virutas en la carpintería del abuelo…
Papá es así… y así lo quiero. Es el tipo más reiterativo y nostálgico que conozco, también el más ingenuo. Como decía mamá “Este hombre no tuvo infancia…”

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